CUENTOS Y RELATOS (II): «PARANOIA»

Estoy vacío. Vacío y roto. Esta es una ruptura interior infernal, que desconozco. Muy dolorosa. Y desconcertante. Me siento incapaz de escribir más. Me vuelvo a la cama, mi refugio.

Me causa una fatiga enorme todo lo que hago y pienso, incluso las cosas más sencillas. Estoy acabado, con vitalidad cero. He perdido el sentimiento de vivir, se me fue, me dejó plantado. No sé a ciencia cierta si estoy vivo o muerto. Noto que, aunque mi corazón late y mi cerebro piensa, estoy consumiéndome por dentro porque despido un olor muy desagradable, pútrido, como a carne corrompida. En mí lo único que hay ahora es vacío y desgarro. Por hoy ya no escribo más. No puedo.

Aquí estoy otra vez. Agotado. Nada tiene sentido. Me hallo en un mundo fuera de toda conversación y noticia. En caída libre al abismo. A la negrura. A la confusión. Y no encuentro nada a qué agarrarme. Nada. Sólo percibo que mi ser está disperso y que me duele como una herida que supura cieno. Lo dejo.

Otra vez aquí, escribiendo, aunque he perdido los sueños. He pasado dos semanas infernales. Agónicas. Cuando me miro al espejo veo reflejado a un extraño. No me reconozco, no soy yo, eso es lo que ha quedado de mí tras el naufragio. Un cadáver pestilente. Una máscara absurda. Un autómata con el solo deseo de descansar ya de este martirio. El tiempo se ha parado y me encuentro como petrificado en un suspiro. Recuerdo que mi madre suspiraba cuando mi padre se retrasaba, los dos sabíamos que eso equivalía a bronca. Pero ella también se defendía, no era manca, no, cogía fuerzas con el anís del «Mono». Y yo en medio, siempre en medio de todos los insultos y de todas las hostias. Discutían por mí. Terminaban pegándose. Y pegándome. Yo era el único y máximo culpable. No me querían, no se querían. Nunca se quisieron, ni cuando me engendraron. Fue un polvo aséptico.

Otra semana más de tormento. No salgo del infierno, me encuentro en un pasadizo sin salida. Estuvo a verme Elsa, mi secretaria. Hay que reconocer que está como un tren. Ha sido la única mujer que he deseado pero ella nunca lo ha sabido. Dijo estar muy preocupada; quería estar al tanto de cómo me encuentro y del porqué no me paso por el despacho. De director, por supuesto. Estuve más áspero que un cardo, no lo puedo evitar, es superior a mí. Se me encocoran los adentros, como decía mi tía. Quisiera poder decirle a Elsa cosas agradables pero de mis labios sólo brotan la acritud y los reproches, como hacían mis padres conmigo. Estoy condenado a ser como ellos, llevo sus genes tatuados en lo más profundo del alma.

Vino a verme Luis, el gerente de nuestra fábrica de plásticos. Entre él y mi tía se ocupaban de todo. Yo sólo firmaba sin mirar y me dedicaba a la buena vida. A las juergas. A las orgías. Y a conocer mundo. Desde que él llegó, la empresa crece y crece sin parar. Es un tío muy listo. Admirable. Es un superdotado, un fenómeno en ingeniería financiera. Mi tía siempre decía que valía su peso en oro. Tengo la sospecha de que entre él y Elsa hay algo. Vamos, que están liados. No poseo, de momento, ninguna prueba concluyente pero los indicios se acumulan, las señales son evidentes. Se hacen guiños, lo he visto con una claridad meridiana. Casi siempre se rozan al cruzarse, un magreo muy sutil. Y ella le ofrece una caída de ojos especial. Tengo que volver de nuevo a la fábrica porque sabe Dios qué estarán haciendo. Ellos dos y los demás. Sí, tengo que volver con la cabeza bien alta. Pero antes es preciso que recupere las fuerzas y ordene este enjambre enloquecedor de mis pensamientos. Debo reconocer que el escribir me está ayudando.

He tirado a la basura todos los potingues que me recetó el médico. Llegué a la conclusión de que me perjudican pues me atontan el cerebro, me debilitan las fibras musculares y me corrompen el aliento. Tanto a Elsa como a Luis les he dicho que el médico me aconsejó, después de que falleciera mi tía, que me tomase un descanso y no fuese por la fábrica durante algún tiempo. Por cierto, no me ha llamado ningún empleado. No les importo nada, sólo me quieren para que les llene el bolsillo y el estómago a final de mes. Bueno, la verdad es que tengo los teléfonos desconectados, el fijo y el móvil. Los dos hacían ruidos muy raros, me dio la impresión de que estaban intervenidos. Por si acaso. Más vale prevenir que curar. Hoy me encuentro mejor de ánimo. Debo espabilar. Mi tía, cuando estaba afligida, se ponía a escribir y se le pasaba la tristeza.

Esta mañana he vuelto a la fábrica. Antes, me metí un buen «tiro», para coger fuerzas. La coca es lo mejor que hay, ya me ha servido en otras ocasiones. Por lo demás, mi despacho impoluto, todo en su sitio. He saludado a todos con una sonrisa de oreja a oreja. La vida, no sé si por gracia o por desgracia, me enseñó a ser el mejor actor del mundo. Aunque por dentro esté completamente jodido, por fuera no se me nota nada. Elsa, como de costumbre, enseñándolo todo. Y poniéndole caras a Luis. Los empleados se la comen con los ojos, los muy cerdos. A ella se la nota cómo disfruta cuando siente a los hombres babear a su alrededor. Como una perra en celo. A ellos se les pone dura y van al wáter a meneársela. A su salud, sí señor, a la salud del mayor putón verbenero que hay en el Universo. Me acabo de excitar mucho. Mucho. Lo dejo porque voy a cascarme una paja, frente al espejo como siempre. Voy a gozar de la orgía. Con mis trapos y mis abalorios; si no, no hay forma de llegar al orgasmo. Estoy recuperando fuerzas porque hacía tiempo que no se me empinaba. Me empiezo a sentir bien, otra vez fuerte, como un león. Por algo me llamo Leonardo.

Ya sé el origen de todo esto. Me he venido por completo abajo después de que muriera mi tía. Qué mazazo tan brutal. Era mi única socia en la empresa y también quien se ocupaba de todo. Me ha dejado completamente solo. Ella lo era todo para mí. Todo. Me acogió después de que murieran mis padres en un accidente de tráfico. Bueno, sería más acertado decir que mi padre despeñó el coche estando mi madre dentro. Para matarse los dos. Lo sé seguro porque era una de sus amenazas. Pero pasó como un accidente; los peritos dijeron que se les había reventado una rueda. Ya... Cuando me dieron la noticia gimoteé pero no sentí nada por dentro. O sí: una alegría muy extraña a la vez que un escalofrío. Como tenían un buen seguro, mi tía y yo heredamos un pastón. Fui a estudiar a un internado de primera clase donde pasé por pruebas muy severas. Pero me endurecí y me convertí en un «león fuerte», un Leonardo, como decía mi tía. Luego vinieron mis estudios universitarios. Mi tía sabía mejor que nadie lo que me convenía, por eso estudié Psicología. Allí supe de los terremotos anímicos que sufren las personas. Pero nunca ejercí aunque me hubiera gustado. Querría haber prestado ayuda a mujeres y niños maltratados. Nunca lo hice. Mi tía me dijo que le ayudase en una pequeña empresa que acababa de montar. Con una empleada, Elsa, que estaba impresionante. Mi tía siempre me repitió que tuviera mucho cuidado con las mujeres, que podían pegarme cualquier cosa o robarme algo. Le hice caso, por eso nunca me he acostado con ninguna, aunque he tenido muchas ocasiones, a porrillo. Mi tía era una supermujer, lo que se dice una luchadora nata. Nadie le ayudó nunca. Ella solita se buscó la vida, como una leona. Por algo se llamaba Leonora. Siempre me apoyé en ella y en sus consejos. El principal era que no me fiase de nadie porque la gente es mala; luciferina, decía. Fue la única persona que me ha querido, mucho más que a un hijo. Estaba soltera y entera. Me dio todo el cariño que mis padres me negaron. Recuerdo, con nostalgia, que me abrazaba y me susurraba que yo era su única alegría. Cuánto la echo de menos, qué vacío tan enorme me ha dejado. Pero ya estoy mejor. Cuánta razón tenía mi tía: tú escribes, te reencuentras a ti mismo y te rehaces. Y sigues con tu vida normal como si nada hubiera pasado.

Hoy me he venido para casa a media mañana porque ya no podía aguantar más. Después de tomarme el café con leche que me trajo Elsa, he sentido mareos, sudores y un pitido muy extraño en los oídos. Dije que me iba, soy el jefe y no tengo que dar más explicaciones. En casa he vomitado una especie de bilis. Me encuentro muy flojo, como desfondado. Necesito descansar. Sí, descansar y pensar. Estoy perplejo porque no sé lo que me está pasando.

Esta semana el panorama se ha aclarado. Ya lo presentía aunque no me atrevía a creerlo. De pronto los cabos sueltos se han anudado, la revelación de todo este asunto se me ha presentado sola. Y sin yo quererlo. Ha sido como asistir a una vista panorámica: te penetra la sensación de ser el dueño, pero en ese momento tienes la impresión de que algo invisible e innombrable te acecha. Lo del café con leche se ha repetido por tres veces. La primera tuve diarrea, la segunda muchos eructos y la tercera una fuerte quemazón al orinar. Ya sé lo que está sucediendo. Por fin. Elsa me está intentando envenenar. Estoy seguro. Algo le echa al café sin que me dé cuenta. Así de sencillo; así, también, de doloroso. Siento mucha rabia porque esperaba algo más de ella. Pero no está sola, no, tiene compinches. Detrás tiene que haber, por fuerza, alguien manejando los hilos con astucia. Ella, la muy guarra, sólo es una pobre marioneta. Tiene un culo, unas piernas y unas tetas magníficas, pero dentro de su cabeza sólo hay serrín. Ya lo decía mi tía. Luis es el cerebro, quien mueve su mano. Lo que no llego a comprender, aunque me devano los sesos, es por qué quieren eliminarme.

He reflexionado mucho. Sin parar. Es terrible todo esto. Un mal sueño. Me da asco, como cuando Pepe, el amigote de mi padre, abusaba de mí. Nunca se lo dije a nadie. Ni siquiera a mi tía Leonora, a quien le contaba todo. Todo menos eso.

Llevo tres días sin dormir. La coca me ayuda. He de dar una respuesta. Tengo que rehacerme y contraatacar. Debo defenderme, mi propia vida depende de ello. He llegado a la conclusión de que a mi tía se la cargaron ellos. Sí, ellos. Como ahora lo intentan hacer conmigo. A ella también le pasó lo de los mareos y lo del pitido en los oídos. La envenenaron. Claro que sí, lo de la hemorragia cerebral, lo del escáner que le hicieron, fue una pura comedia; bien representada, por cierto. El dinero, por desgracia, lo puede todo. Los médicos estaban untados, por eso no consideraron oportuno realizar la autopsia. Elsa y Luis son como las arañas: tejen con maña y cazan con saña. Carecen de escrúpulos. Ahora la venganza tiene que estar de mi lado. Me pertenece. Qué lástima no tener alguien a quien confiarme, para que me ayude. En fin, uno está siempre solo, aunque a veces se engañe pensando que está acompañado.

He vuelto a mi despacho. Con el vientre hacia dentro, el pecho alzado, los hombros hacia atrás, el cuello recto y la mirada al frente. Como debe ser. Como deben ir los hombres de verdad, hechos y derechos, decía mi tía. Y, sobre todo, sereno. Porque ya sé de qué va la cosa. Así es que le dije a Elsa, mientras la muy putona me enseñaba la entrepierna hasta las bragas, que, a partir de ahora, no voy a tomar café. Que me sienta mal. Que de ahora en adelante me traiga una lata de Coca-Cola; así no me podrá echar nada dentro. Cuando lo oyó le cambió el careto. La pillé. Rió de forma histérica. Y tembló. En ese momento sentí que el triunfo final estaba de mi lado. Después, Luis se mostró muy nervioso: iba y venía. Les ha salido el tiro por la culata. No me extrañaría que, como no me fijaba cuando lo hacía, haya firmado algún documento comprometedor. Seguro que por eso, los muy canallas, me quieren quitar de en medio. Qué perfidia. En fin, la cosa ya no tiene arreglo. Ahora debo reflexionar sobre el siguiente paso. Con máxima frialdad. Debo andar con pies de plomo.

Tengo la certeza de estar sometido a una continuada vigilancia. Lo que me faltaba, se han entrometido hasta en mi vida privada. Es intolerable. Saben lo que hago, qué tremenda humillación. Me han espiado. No sé cómo coño lo habrán hecho, es posible que con alguna cámara oculta. O a través del hijo de puta del ordenador. Elsa lo dejó caer, la muy furcia, como quien no quiere la cosa. Dijo no sé qué de collares y lentejuelas. Y de espejos. Una indirecta a mis orgías. Luis se rió y me miró. Qué cínico, es el mayor traidor de todos. Y lo más fuerte es que los muy cabrones lo están propagando por ahí. No de modo directo sino subliminalmente. En la calle la gente sonríe. Se me hace raro, muy raro, hasta ahora todo el mundo iba muy serio; es más, hasta parecía que venían de un entierro. Ahora, cuando yo paso, me hacen y se hacen muecas. Me miran, se miran y sonríen. Algunos se guiñan el ojo y me señalan. Otros se hablan por el móvil y se carcajean. Qué escarnio. Se les nota que están contentos, como los buitres ante la carnaza podrida. Ya tienen tema para chismorrear. He observado, siempre que salgo de casa, a un señor, muy pulcro y trajeado, con gafas oscuras, bigote y perilla. Como ya casi me lo tomo a canchondeo, qué le voy a hacer, le he bautizado con el nombre de «señor X». Creo que me sigue. Están intentando controlarme. No me voy a dejar. No señor. Me defenderé como gato panza arriba.

Me tienen pillado, bien agarrado de los huevos. La culpa es mía porque he sido un irresponsable. Por más que mi tía me decía que estuviera al loro del funcionamiento y los entresijos de la fábrica, nunca le hice caso. Confiaba de pleno en ella. Y la verdad sea dicha: nunca se me pasó por la cabeza que me podía faltar. Así, de golpe, tal y como ha sucedido. Yo me limitaba a estampar mi firma sin leer los documentos. Presiento con horror que he firmado mi propia ruina. Desconozco los intríngulis de la empresa. Ahora todo está en manos de Luis, él tiene toda la información sobre las subvenciones y los créditos. Aunque la fábrica es mía y sólo mía tengo la impresión de que ya no me pertenece. Sólo soy un muñeco, un pelele que está en la cúpula del organigrama. Porque no comprendo nada. Así es que debo romper el cerco de hierro al que me tienen de contínuo sometido, pero no sé cómo. Pedir ayuda es cosa impensable; yo no he tenido nunca amigos, siempre supe que los que se te arriman son simples sanguijuelas que intentan chuparte la sangre. Vienen al calor del dinero fresco. Para sus juergas. Para sus «tiritos». Para sus orgías.

Estos días Elsa y Luis están conmigo amables en exceso. De una amabilidad muy sospechosa. Me han invitado con insistencia a cenar, cada uno por su lado. Creo que han cambiado de táctica. En vez de envenenarme poco a poco ahora quieren meterme la dosis letal de un solo golpe. Por supuesto, he rehusado. Estaría loco si comiera o bebiera algo estando alguno de los dos cerca. Elsa hace el paripé: me ha puesto esas caras que sólo tiene reservadas para él. Extrañísimo. La muy zorra quiere que pique el anzuelo para después darme la puntilla. La putilla me quiere dar la puntilla. Qué bien queda, soy un verdadero genio de las letras.

No pasa ni un solo día en el que no me encuentre por la calle al «señor X». Tiene pinta de mafioso, de asesino a sueldo, y creo que se pone las gafas oscuras porque es bizco, el muy cabrón. A mí los bizcos siempre me han espantado, como a mi tía. Me dan repelús porque no puedo llegar a saber con certeza con cuál de los dos ojos me miran. Aunque cambie de trayecto me lo sigo encontrando. Hace como que está mirando los escaparates. Me ha parecido que el bigote y la perilla que lleva son postizos. Y que tiene un bulto debajo de la chaqueta; sospecho que es una pistola. Está pagado por ellos. Seguro. Como no han podido con lo del veneno ahora contratan un esbirro que, en cuanto encuentre la ocasión propicia, me descerraja dos tiros. Hay gente que es capaz de matar por un simple plato de lentejas. Hablaré con el «Caimán», un verdadero sinvergüenza que controla aquí el mercado de la coca. Conmigo siempre se ha portado bien, aunque yo siempre le he pagado de modo espléndido. Sin regateos. Me pasa cuanto le pido y de buena calidad, sin adulterantes ni conservantes. Tengo que hablar con él porque, en caso de ataque, no quiero estar desprevenido.

Fue fácil, mucho más de lo que yo pensaba. No tuve que darle al «Caimán» ninguna explicación. Simplemente le dije que necesitaba un revólver, que si él podía proporcionármelo. Sin más. No me preguntó para qué lo quería. Un verdadero profesional. A la semana, me pasó un «Smith&Wesson 357 Magnum», impoluto, sin huellas, y una caja con una docena de cartuchos. Fuimos al monte y me enseñó su manejo; me dijo que los cartuchos Magnum son los más potentes que hay en el mercado. Siguió sin preguntar nada. Por supuesto, yo nada le dije. Ahora estoy más tranquilo. Y contento porque, al fin, tengo en mis manos una buena defensa.

Las ventas de la fábrica han caído por completo en picado. Me lo temía. Luis me dijo, ensoberbecido, que de él no dependía. Que es asunto mío. Que es a mí a quien le corresponde tratar con los distribuidores; relaciones contractuales creo que las llamó. Y que debo hacerme cargo de todo lo demás que hacía mi tía. Que por eso no marcha la cosa. Pero yo no lo creo así. En absoluto. Es una falacia. Pienso, con firmeza, que se está intentando hundir la empresa adrede. Para luego comprarla por una miseria y, después, reflotarla; son tácticas de tiburoneo. Luis está en el ajo, me estomaga el muy cabrón. Es un chulo. Él es el jefe del complot. Seguro que ya tiene pactado ser el futuro director. Ya se está viendo en mi despacho, sentado en mi sillón, con mi secretaria chupándole la polla cuando él se lo ordene. Ella, la muy rastrera, encantada; la verdad es que no vale para otra cosa. Los dos me repelen. Los aborrezco con toda mi alma. Se las van dando de listos pero no saben que estoy dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias. Siempre se ha dicho que quien ríe el último ríe mejor.

Estoy otra vez desfondado, derrengado, con la moral por los suelos. Soy el centro de todos los comentarios y de todas las burlas. Qué ignominia, han arruinado mi reputación. Por eso hace más de una semana que no me atrevo a salir de casa. Miro, de vez en cuando, entre las persianas, que tengo echadas. Y observo que hay mucho personal de raza asiática. En mi puta vida he visto tantos chinos y japoneses. Lo juro. Algunos miran hacia mi ventana, sacan fotografías y ríen y cuchichean entre ellos. Algo pasa. Una especie de voz me dijo dentro: ¡Cuidado, chaval! ¡Que van a por tí!. En momentos de mucho estrés esa voz me dio siempre muy buenos consejos. Así que la hago caso. Nada de exponerse. Aquí, dentro de mi casa, estoy seguro. Pero lo cierto es no veo ninguna salida. Me siento frágil, herido y asustado, como una paloma entre las garras del halcón. Sin posibilidad de escapatoria. Se mire por donde se mire ellos tienen la sartén por el mango. Me encuentro en una encrucijada, frente a una disyunción; o dejo que hagan conmigo lo que quieran o paso al ataque. Sé que con las víboras no hay ninguna posibilidad de pacto, o les cortas de un tajazo la cabeza o te inoculan su veneno. La coca ya ni me hace efecto y eso que he aumentado el grosor de las rayas.

Amanece. Qué bonita es la aurora. Desde que era niño siempre me ha emocionado. Nos trae la luz y ahuyenta las tinieblas. Y los fantasmas de la noche. Mi último amanecer. Sí. Lo tengo decidido, no hay vuelta atrás. «Alea iacta est», como dijo Julio César cuando cruzó el Rubicón con sus legiones. Hoy, por fin, se acaba todo. Solucionaré el problema de raíz. Ya que estoy sentenciado moriré matando, no me gustan nada las agonías lentas; ni que se repartan mis despojos. Ellos se lo han buscado. Con ahínco. La mejor defensa es un buen ataque. Lo he estado planificando, de modo minucioso, durante toda la noche, entre orgía y orgía. Nunca me he sentido más potente. Me he corrido cinco veces, con unos orgasmos impresionantes. Desconocidos. Bestiales, de una fuerza inusitada. Espero que hayan quedado bien registrados en las grabaciones que me hacen. Iré a la fábrica poco antes de que los empleados se vayan a tomar el bocadillo. Cuando sea la hora, les diré a Elsa y a Luis que vengan a mi despacho, que tengo un asunto importante que tratar. Una vez que estén dentro, cerraré la puerta y les invitaré a sentarse. Después, vaciaré sin piedad sobre ellos el revólver. Dos balas para ella y tres para él, en sitios vitales por supuesto. Luego, con mis dedos y su sangre escribiré en la pared el epitafio que se merecen: «Aquí yacen dos cerdos». La sexta bala del tambor la reservaré para mí. Me pegaré un tiro en el monte, lejos de ellos; no quiero estar a su lado ni siquiera después de muerto, me repugna. Lo voy a ensayar por última vez. De paso, me atizaré la última esnifada y tiraré por la taza del wáter lo que sobre, no vayan luego a decir. Además quemaré todo lo que vengo escribiendo en el cuaderno, a nadie le importa.

Llegó la hora. También llevo un machete, por si acaso se me encasquilla el revólver. Me dijo el «Caimán» que los revólveres no se encasquillan, que sólo lo hacen las pistolas, pero a estas alturas de la película he de reconocer que ya no me fío ni de mi propia sombra. Está todo controlado y al punto. Todo. Me voy a cumplir con mi misión, una misión que se me antoja sagrada. Debo, me veo obligado, a hacer justicia. Vengaré a mi tía y todo lo que me han hecho. Un daño atroz. Irreparable. La venganza es placer de dioses. Estoy lleno de furia y de encono. Lleno. Seré implacable. Demostraré a todos, de forma taxativa, que Leonardo era un verdadero león. De la misma camada que su tía Leonora, como ella tantas veces dijo. Aunque, pensándolo bien, hubiera sido mejor, para mí y para todos, no haber nacido.

*** Texto publicado en «ANÁLISIS. Revista de Psicoanálisis y Cultura de Castilla y León», números 20-21. Noviembre de 2010.