INTRODUCCIÓN

Este es un capítulo (dedicado a Franz Anton Mesmer) de mi libro, inédito, que tiene por título: «Una historia del tratamiento sugestivo desde la Antigüedad Clásica hasta Sigmund Freud». Una versión reducida de este capítulo fue presentada por mí, dentro del Programa Docente de la Consejería de Sanidad y Bienestar Social de la Junta de Castilla y León, en el salón de actos del Hospital «Santa Isabel» de León el día 14 de marzo de 2004.

NACIMIENTO, ESTUDIOS Y TESIS DOCTORAL

Quien dio un impulso definitivo a lo que posteriormente se ha denominado «arte sugestivo» fue Franz Anton Mesmer, nacido el 23 de mayo de 1735 en Iznang de Bodensee, una pequeña aldea de la orilla alemana del lago Constanza (Suabia). Gracias a la situación de su padre, montero del príncipe arzobispo de Constanza, pudo iniciar unos estudios prolongados, educándose primero en el colegio de los jesuitas de la ciudad de Dillingen y después (en 1754) se trasladó a Ingolstadt, en cuya Universidad alcanzó el dictado de Studiosus emeritus en Teología y se doctoró en Filosofía. Pero su verdadera vocación era la de ser médico, por lo que en 1759 se trasladó a Viena, en cuya Universidad siguió los estudios de Medicina, además de los de Derecho, quedando muy influido por la lectura de Paracelso, cuyas obras completas, en diez voluminosos libros, habían sido compiladas por el médico Johannes Huser, entre 1589 y 1591, por encargo del arzobispo de Colonia.

El 27 de mayo de 1766, recién cumplidos los treinta y dos años de edad, se vio promovido solemnemente a Doctor Medicinae con la tesis De influxu planetarum in corpus humanum («Sobre el influjo de los planetas en el cuerpo humano») donde trataba sobre el asunto de la correspondencia entre los fenómenos astronómicos y determinadas enfermedades. Fundándose en la ley de gravitación universal que había sido demostrada por Isaac Newton en sus Philosophiae naturalis principia mathematica (1687), Mesmer aseguraba en dicha tesis que existía también un fluido universal astral, una fuerza o energía cósmica que provenía de los astros, un éter primordial quien, a semejanza de la gravitas universalis newtoniana, impregnaba todo el Cosmos y que, por consiguiente, también penetraba en el hombre. Si esta energía se desenvolvía con armonía la enfermedad permanecía apartada, pero si se producía un estancamiento de la misma en el interior del organismo sobrevenían las enfermedades, tanto físicas como mentales; para él la labor del médico consistía en lograr que dicha energía astral permaneciese en una armonía perfecta. Sostenía, además, que había una relación directa entre las fases lunares y planetarias y el estado de salud de los hombres.

Este concepto de que los astros ejercen sobre los cuerpos vivos una acción directa mediante un fluido imponderable que todo lo penetra, era muy anterior a Mesmer. Tanto Paracelso como Agrippa, Cardano, van Helmont, el médico cabalista rosacruciano inglés Robert Fludd (1574-1637), el escocés William Maxwell —quien publicó en 1679 su «Medicina Magnética»— y Richard Mead habían escrito sobre ello. 

El único ejemplar que existe de esta tesis doctoral de Franz Anton Mesmer puede contemplarse actualmente en la Biblioteca Nacional de Viena; la Biblioteca Nacional de París tiene una copia de éste en microfilme.

VIDA FASTUOSA EN VIENA

En 1767, al año siguiente de haber recibido el doctorado, se casó con Maria Anna von Porsch, mujer ya madura, viuda de un consejero imperial de Hacienda, que poseía una amplia fortuna, lo que le permitió vivir, como un hombre acaudalado, una vida fastuosa en su mansión situada en el número 261 de la Landstrasse vienesa y olvidarse de la Medicina.

Pocos burgueses del estamento vienés poseían una casa así, un verdadero Versalles en miniatura a orillas del Danubio, con un vasto jardín de umbrosas avenidas de olmos pobladas de estatuas antiguas, una pajarera, un palomar, un estanque circular de mármol con carpas y un teatro al aire libre donde se estrenaban piezas musicales y obras teatrales. Eran asiduos invitados Leopold Mozart y su hijo Wolfgang Amadeus (ver una fotografía de un cuadro de este último, cuando era jovencito, al final de este escrito), que acudían desde Salzburgo, así como los hermanos Franz Joseph y Johann Michael Haydn —el primero de ellos fue maestro de Ludwig van Beethoven— y el prolífico compositor, precursor del romanticismo, Christoph Willibald Glück, a la sazón director del «Burgtheater» vienés. En la cumbre de un montículo situado en aquel espacioso lugar, había un mirador desde el cual se podía divisar toda la ciudad hasta el parque del Prater.

En aquellas veladas musicales, donde se comía y bebía de modo espléndido, el jovial Franz Anton tocaba el piano con igual talento que el violonchelo y el armonio (para cuyo instrumento W. Amadeus Mozart compuso un quinteto) y su mansión era considerada el más selecto refugio vienés del arte y de la ciencia. Allí se estrenó, en 1768, la primera obra de Wolfgang Amadeus Mozart, que sólo contaba por entonces doce años de edad, ya que el director de la Ópera Real se negó a representarla, La finta semplice; y también, ese mismo año, su ópera alemana Bastien und Bastienne, así como diversas obras de los compositores musicales que antes he reseñado. Además se comentaban los más recientes descubrimientos de la geología, de la física, de la química, de las matemáticas y los últimos progresos de la filosofía abstracta.

REGRESO A SU VOCACIÓN DE MÉDICO

Pero su vida cambió por completo en el verano de 1773, cuando su amigo el padre jesuita Maximilian Hell (1720-1792) —astrónomo, fundador y director durante muchos años del Observatorio Astronómico de Viena, que practicaba de modo no profesional el tratamiento de enfermos mediante los imanes— le comunica que ha confeccionado un imán a petición de un noble extranjero cuya esposa, de paso por Viena, fue atacada por unos súbitos calambres de estómago.

Mesmer se interesa de inmediato y va a visitar a esta enferma quien, aplicándose el imán ella misma sobre su vientre, había logrado controlar tan molesto síntoma. Admirado de la inmediata mejoría que observa, su vocación médica, dormida por una plácida existencia sin preocupaciones, de pronto despierta; entonces decide ejercer la Medicina aplicando este método por su cuenta y decide fabricar unos cuantos imanes con idéntica forma que el que sanó a tan noble señora, con los cuales comienza a experimentar en diversos pacientes y, ante su estupefacción, consigue éxitos no esperados. Por cierto que, a raíz de estos hechos, la amistad que unía a estos dos hombres saltó, hecha añicos, por los aires y M. Hell acusó, públicamente, a Mesmer de ser un vulgar aprovechado por haberle hurtado su método magnetoterápico.

Al año siguiente, acude a él Fräulein Oesterlin, una mujer de 27 años que aquejaba de manera periódica síntomas tales como convulsiones, calambres de estómago, vómitos, parálisis de las piernas y ceguera. Mesmer trató de demostrar —recuérdese su tesis doctoral— la relación de la periodicidad de los síntomas que padecía la señorita Oesterlin con las fluctuaciones de las mareas, gobernadas por las fases lunares, y para ello decidió producir una especie de «marea artificial» en su paciente.

El 28 de julio de 1774 la hizo beber una solución de hierro y, a continuación, la aplicó tres imanes (uno en cada muslo y otro a la altura del estómago), de modo que, cuando Fräulein Oesterlin sintió aquel misterioso fluido magnético correr a través del interior de su cuerpo, aquellos penosos síntomas que padecía fueron, uno a uno, desapareciendo; y tanta fue su mejoría que terminó casándose con un hijastro de su sanador, convirtiéndose en adelante en una esposa y madre sana.

También curó, mediante la imposición de un imán en el precordio, al profesor de matemáticas Bauer, quien sufría desde hacía algún tiempo alteraciones cardíacas, y al director de la Academia de Ciencias de Múnich, el profesor Osterwald, quien sufría una gota serena que le mantenía paralizado.

Estas tres curaciones hacen que vaya aumentando como la espuma su reputación profesional, por lo que sana —mediante la imposición de imanes— convulsiones, zumbidos de oídos, parálisis totales, debilidades ópticas, calambres de estómago, desarreglos menstruales, insomnio, dolores hepáticos y un sin fin de enfermedades. Animado por su redescubrimiento (por supuesto conocía, por sus estudios y por su habitual relación con M. Hell, la tradición magnética) intenta obtener, afanosamente, el reconocimiento científico.

Para ello dirigió, en 1775, una comunicación sobre dicho descubrimiento del fluido magnético (el cual «se mueve con la máxima celeridad, actúa a distancia, se refleja y refracta, como la luz, es inactivado por algunos cuerpos y cura directamente las enfermedades nerviosas e indirectamente todas las restantes») a todas las Academias Médicas y Sociedades Científicas más importantes de Europa, pidiendo un examen atento de su sistema terapéutico. Ninguno de estos estamentos oficiales le tomó en consideración, salvo la Academia de Ciencias de Berlín que, al menos, no le ignoró y se dignó a contestarle, aunque sólo fuese con un lacónico: «Está usted equivocado».

ERROR DE ALGUNOS HISTORIADORES: COMPARACIÓN CON G. BALSAMO

Algunos historiadores han introducido, de un modo injusto o por simple ignorancia, a Mesmer en el saco de aquéllos que cultivaron el ocultismo y la magia, llegándosele a comparar y a poner en conexión con truhanes del tipo de aquel famoso charlatán semianalfabeto siciliano, llamado Giuseppe Balsamo, que se hizo llamar el «Conde Alexandre de Cagliostro» (1743-1795), quien sacó partido en ventaja suya de las ideas de Mesmer.

Este falsificador de moneda, curandero y vidente, vendedor de elixires de la juventud y del amor, alcanzó gran celebridad, a partir de 1785, entre la nobleza de diversos países (entre los que se encontraba Francia) y llegó a fundar un rito masónico egipcio del que fue el Gran Copto, y su mujer, Serafina, la Gran Señora.

Su infalible receta de la regeneración física en cuarenta días fue seguida por multitud de adeptos, así como la ingestión de su «vino maravilloso», obtenido mediante la siguiente fórmula: se toma un litro de vino sumamente puro, como el que se usa para la Consagración, se mezcla con dos cucharadas de zumo de naranja y se deja expuesto durante toda la noche bajo el cielo estrellado (no tiene que haber ninguna nube) en un recipiente de hierro sin esmaltar. A la mañana siguiente se forma una «cadena magnética» de tres personas —una burda imitación de la cadena magnética mesmeriana— que deben poner sus manos sobre el recipiente durante nueve minutos. El presumible poder regenerador de este vino, que ha cambiado de gusto y de aspecto con todas estas maniobras, se obtendrá tomando solamente un vasito detrás de las comidas.

El supuesto conde de Cagliostro terminó sus días el 27 de diciembre de 1795, entre grandes convulsiones, en la fortaleza de San León, en Roma, donde estaba condenado, a cadena perpetua por el Santo Oficio, denunciado como brujo y masón, precisamente por su mujer, Serafina, aquélla que había sido su cómplice en tantas y variopintas andanzas.

Quienes establecen esta comparación entre estos dos personajes, por lo demás contemporáneos, olvidan, en primer lugar, que Mesmer es un hombre que, además de sus estudios en Teología y en Música, ha obtenido tres doctorados (en Filosofía, en Derecho y en Medicina). Y en segundo lugar, su diferente catadura moral: si el deseo que movía a G. Balsamo era un deseo perverso, cimentado sobre el goce proporcionado por el engaño lucroso del prójimo, lo que a Mesmer le interesaba, sobre todo, es que se le reconociera (a él y a su descubrimiento) en el ámbito de esa Universidad donde se formó su espíritu investigador, pues se sentía un hijo de la Ilustración. Es por ello por lo que buscará, denodadamente, la anuencia de aquellas sociedades que representaban al, aún balbuciente, discurso científico. Otra cosa es que Mesmer fuese un sujeto delirante —cuestión que abordaré posteriormente— pero jamás de los jamases un sujeto perverso.

LOS PRIMEROS ÉXITOS MAGNETOTERÁPICOS

En junio de 1775 es invitado por el barón Horeczky de Horka, un noble húngaro que sufría desde tiempo atrás unos molestos espasmos nerviosos persistentes, que los más afamados médicos no habían logrado atajar, a su castillo de Rohow, en Eslovaquia.

El mismo día de su llegada algunos de los habitantes de ese castillo comenzaron a sentir extrañas sensaciones corporales y diversas algias cada vez que se acercaban a su ilustre huésped, por lo que se propagó entre las gentes el rumor de que Mesmer escondía imanes entre sus ropas y que incluso dormía con ellos.

Una dama que estaba cantando perdió la voz cuando Mesmer le tocó la mano y la recuperó después cuando él hizo un gesto con el dedo. Como rápidamente se corriese la voz de que se encontraba en Rohow un gran curandero, comenzaron a llegar al castillo gentes procedentes de toda la región, entre quienes logró algunas curaciones tachadas de milagrosas durante las dos semanas que allí permaneció.

Sin embargo, el tratamiento con el barón no fue del todo satisfactorio ya que al sexto día de su estancia en el castillo, Mesmer anunció a los cuatro vientos que éste tendría una fuerte crisis al día siguiente. Efectivamente, así ocurrió: el barón amaneció presa de una fuerte fiebre que, enigmáticamente, subía y bajaba según Mesmer se acercase o se alejase de su noble paciente. Pocos días después, tuvo lugar una nueva crisis, aunque de menor violencia que la anterior, por lo que el barón se atemorizó y consideró que el tratamiento que Mesmer aplicaba era demasiado fuerte para él y prescindió de sus servicios. 

CONFRONTACIÓN CON EL PADRE GASSNER Y NUEVAS SANACIONES

Recién regresado de un viaje por el Rhin y por las riberas del lago Constanza, su tierra natal, donde se decía que había logrado realizar curaciones maravillosas, el 23 de septiembre de 1775, por pedido de Maximiliano III —príncipe elector de Baviera, que quería combatir el poder de la Iglesia en nombre de la Ilustración (exaltadora de la razón y de la ciencia experimental frente a la ignorancia y la superstición) y poner fin a las prácticas exorcistas sobre la brujería— es invitado a confrontarse en Múnich con el muy célebre exorcista de Ellwangen (Württemberg) padre Johann Joseph Gassner (1727-1779).

Éste había nacido en Braz, un pueblo de labradores situado en Voralberg, provincia montañosa del oeste de Austria, y estudiado en Praga e Innsbruck, ordenándose sacerdote en 1750, quien expulsaba el diablo del cuerpo de los «poseídos» mediante un ritual perfectamente estructurado: el Ritual Romano del Exorcismo, aparecido en 1614. Según parece este Ritual le sirvió a él mismo para despojarse de un diablo que, un poco despistado, había ido a habitar en su cuerpo, produciéndole tales malestares (en especial, violentas cefaleas y vértigos) que apenas podía satisfacer los deberes de su sagrado ministerio, tales como decir Misa, rezar y confesar, y, desde entonces, el padre Gassner había decidido aplicárselo a los demás.

Un año antes (1774), en el cenit de su gloria, había escrito un opúsculo donde explicaba los principios de su método curativo: Weise, fromm und gesund zu leben, auch gottselig zu sterben, oder nützlicher Unterricht wider den Teufel zu streiten, lugar donde distinguía dos tipos de enfermedades: las «naturales», cuyo tratamiento incumbía a los médicos, y las «preternaturales», que eran de su exclusiva competencia pues se debían a la intervención nociva del Malvado. A su vez, dividía estas últimas en tres categorías: circumsessio (imitación de una enfermedad natural causada por el demonio), obsessio (efecto de la brujería) y posessio (posesión diabólica manifiesta).

El «diagnóstico diferencial» lo realizaba mediante la aplicación previa de un «exorcismo probatorio» (exorcismus probativus) que consistía en que, mientras estaba sentado en su sitial, vestido completamente de negro y portando un gran crucifijo, con el enfermo arrodillado ante él, pronunciaba solemnemente, en latín, la siguiente frase: «De haber algo preternatural en esta enfermedad, ordeno en el nombre de Jesús que se manifieste inmediatamente»; si la respuesta diabólica era positiva, pasaba a continuación a realizar un «exorcismo expulsivo»; si la respuesta era negativa, enviaba al enfermo a que lo tratasen los médicos. De este modo, el padre Gassner nunca se pillaba los dedos y su posición era inatacable, tanto desde la ortodoxia católica como desde la Medicina.

En presencia de un Tribunal y de las diversas autoridades civiles y eclesiásticas, Mesmer realizó una de sus grandes demostraciones, produciendo en el padre Kennedy, secretario de la Academia Bávara de Ciencias, que sufría de convulsiones, la aparición y desaparición de éstas. Al día siguiente, produjo la aparición y desaparición de diversos síntomas en diferentes enfermos que, previamente, le había proporcionado dicho Tribunal, ante el que Mesmer declaró que lo que curaba el padre Gassner con sus exorcismos, a los que asistió y siguió de un modo especialmente atento, eran las enfermedades de los nervios (enfermedades, precisó, y no posesiones diabólicas) que podían ser tratadas gracias al magnetismo, gracias al último avance de la Ciencia, que él tenía entre sus manos, y que el padre Gassner había aplicado sus exorcismos sin haber sido consciente de ello.

Un efecto inmediato de las actuaciones y opiniones de Mesmer fue la prohibición del exorcismo en Baviera y, más tarde, en toda Alemania. El padre Gassner cayó en desgracia pues la Corte imperial pidió al príncipe obispo de Ratisbona que lo expulsase y éste fue trasladado al pequeño municipio de Pondorf, donde falleció el 4 de abril de 1779. En su tumba existe una larga inscripción en latín que lo describe como un gran exorcista.

Famosa también fue la curación del consejero de la Academia en Augsburgo, quien padecía de una amaurosis incurable debida a un debilitamiento de los nervios ópticos, quien imprimió un informe sobre su sanación donde entre otras cosas decía: «Lo que ha conseguido el doctor Mesmer con mi antigua dolencia, que no había cedido a la acción de ninguna terapéutica, hace suponer que ha arrebatado a la Naturaleza uno de sus más misteriosos secretos […] Si alguien pretende que toda esta historia de mi vista no es sino pura fantasía, me quedaré muy tranquilo, y en lo sucesivo no pediré ya a ningún médico del mundo otra medicina que aquella que me persuada firmemente de que estoy sano».

El 28 de noviembre de este mismo año fue elegido —por unanimidad— miembro de la Academia de Ciencias del Electorado de Baviera «pues ésta está persuadida de que el esfuerzo de un hombre tan conspicuo, que ha perpetuado su fama con unas demostraciones irrebatibles y particularísimas de un método y descubrimiento tan inesperado como útil, ha de aportar un gran lustre a la Corporación».

LA AUTORREFUTACIÓN DE SU MÉTODO Y SU RECHAZO DEL MAGNETO

Al año siguiente regresa a Viena y sorprende a todo el mundo cuando refuta una parte importante de sus anteriores teorías; cuando testigos imparciales le dan la razón y puede verificarse en muchos otros casos el poder del magnetismo, él se desmiente a sí mismo y rechaza su piedra filosofal: el magneto. Entonces explica que, en contra de lo que en un principio creyó, el verdadero magnetismo no emana del imán, del mineral, tal y como se venía creyendo, sino directamente del cuerpo del médico, y concretamente, de él mismo. De hecho, el profesor Osterwald, el director de la Academia de Ciencias de Múnich que, recuérdese, había sido sanado por Mesmer, escribe desde Baviera en 1776: «Actualmente el doctor Mesmer no emplea, en sus curas, imanes artificiales de ninguna especie, limitándose al masaje, en parte directo y en parte indirecto, de las regiones afectadas».

Este cambio de opinión de Mesmer se produjo cuando, durante su gira europea y mientras realizaba por su cuenta variaciones de la técnica magnética añadiendo a ésta algunas maniobras —los pases— que había visto emplear al padre Gassner en sus «curas por exorcización». Constató, de modo fehaciente, que limitándose a friccionar la parte enferma del cuerpo en sentido longitudinal, sólo mediante sus manos, los enfermos experimentaban los mismos efectos benéficos que cuando usaba los imanes; o lo que es lo mismo: que los nervios de las yemas de sus dedos tenían forzosamente que irradiar algo absolutamente desconocido, algo mucho más misterioso que la supuesta energía vital emanada del imán.

Para este hecho, ante el que se siente completamente perplejo, Mesmer no encontró ninguna explicación. Lo que había hallado era, pues, algo inédito. Entonces concibió una teoría personal y realizó la propuesta de que las enfermedades, sobre todo si son nerviosas, proceden del desequilibrio de un fluido universal que circula por los organismos, tanto humanos como animales, y que pasó a denominar «magnetismo animal», para distinguirlo del «magnetismo mineral», aquel que tanto encomiaran Paracelso, Cardano, Goclenius y van Helmont.

Este nuevo término partía del supuesto de que un hombre, suficientemente preparado para ello, podía producir sobre sus semejantes una acción similar a la que un imán ejerce sobre el hierro. En otras palabras, que él mismo pasaba a considerarse, en adelante, como una especie de imán viviente. Sin embargo, esta idea de que algunos hombres pueden ejercer una influencia voluntaria sobre el organismo de los otros, no era completamente original pues, anteriormente, ya había sido expuesta tanto por el mismo Paracelso como también por los filósofos italianos Marsilio Ficino (1433-1499) y Pietro Pomponazzi (1462-1525) y por el jesuita alemán Athanasius Kircher (el monje que dormía a los gallos en su famoso Experimentum mirabile de imaginatione gallinae, experimento de cataplexia, catalepsia o de «muerte aparente», mal llamado de «hipnotismo animal», que, recuerde el lector de este libro, reproduje en mi adolescencia también con las gallinas, no sólo con los gallos, y con conejos de la casa de mis padres, amén de ranas, palomas y gorriones).

A partir de entonces los imanes, productores del magnetismo mineral, pasaron a ser considerados superfluos en el tratamiento —aunque no ineficaces—, siendo lo más importante de todo el proceso curativo la utilización del propio fluido por parte del médico «magnetizador» ya que «de todos los cuerpos de la Naturaleza, es el hombre mismo quien con más eficacia obra sobre el hombre». Para curar con su personal energía, con ese magnetismo animal que él tenía la certeza de poseer y que era capaz de transmitir, Franz Anton Mesmer se valía de la imposición de las manos y de los pases sobre las diversas partes del cuerpo enfermas con los dedos de las mismas dispuestos en pirámide.

Como su fama cada vez se va extendiendo más por todas las partes, y llegan a él, en peregrinación, enfermos provenientes de toda Europa, decide convertir su mansión vienesa en una clínica donde se alojan los enfermos para seguir, de este modo, más de cerca su evolución clínica.

Atrás quedaron los tiempos de deleite, veladas y galantes juegos de jardín. Ahora, ese «pequeño Versalles» está magnetizado por Mesmer hasta en sus últimos rincones; los enfermos se sientan en cerrada cadena sumergiendo devotamente sus pies en el estanque —donde ya no hay carpas, sino agua magnetizada— y, de vez en cuando, beben su contenido mientras él les acompaña, bien con sus «pases magnéticos», bien tocando un violín, también magnetizado, para acrecentarles la sensibilidad nerviosa y volverla así más dócil a la acción del bálsamo universal.

Sin embargo, Mesmer no es bien visto en su nueva actividad; desde los diversos círculos médicos vieneses se comienzan a lanzar anatemas, sordos primero, pero que no tardan en ser ostensibles. En marzo de 1776 Mesmer comunica en una carta al secretario de la Academia de Ciencias de Baviera que su terapéutica «a causa de su novedad, se ve expuesta a la persecución casi general» y que «se ve forzado a luchar continuamente contra la más vil malevolencia», añadiendo: «Se me tiene por un embaucador y se reputa de locos a todos los que me creen. Así anda la nueva verdad».

LA SEÑORITA MARIA-THERESIA VON PARADIS

En 1777 realiza una curación sorprendente: se trata de Fräulein Maria-Theresia von Paradis, de diecisiete años de edad, hija de un secretario particular del emperador José II y protegida de la emperatriz María Teresa, que se había quedado ciega a los tres años y medio a consecuencia de una extraña enfermedad que le había producido una parálisis de sus nervios ópticos y que, no obstante su ceguera, era una extraordinaria compositora e intérprete de piano y de clavicémbalo (a uno de sus conciertos acudieron los Mozart, atraídos por su fama), a quien la emperatriz pasaba una pensión de doscientos ducados y le costeaba su educación musical.

Esta ceguera había sido reputada como incurable y los más afamados oftalmólogos de Viena la habían tratado metódicamente durante años y años, en el curso de los cuales había recibido más de tres mil descargas eléctricas, sin ningún resultado. Esta joven fue, entonces, llevada a Mesmer quien, tras explorarla minuciosamente y enterarse de que la ceguera le sobrevino tras asustarse en tan temprana edad con un ruido de la puerta de su habitación, y observar un temblor convulsivo en sus ojos —que parecían salírsele de las órbitas— y molestias en hígado y bazo que le llegan a producir verdaderos accesos de locura, diagnostica que, a su juicio, la ceguera no tiene por causa la atrofia de los nervios ópticos de la muchacha sino un desequilibrio o desarreglo psíquico (una conmoción general del sistema nervioso debida al susto infantil) y considera que su caso puede ser resuelto favorablemente mediante la aplicación de su método. Al objeto de poder seguir el proceso, hospeda gratuitamente a la muchacha en su mansión-hospital.

Según indica un informe autógrafo del padre de la joven, después de un breve e intenso tratamiento magnético, la enferma, que ha sufrido entretanto varios desmayos y ataques de nervios cuando la llevaban a lugares donde había claridad, comienza a distinguir, siempre en una habitación oscura, los contornos de los cuerpos, siendo precisamente la del doctor Mesmer la primera forma humana que percibe, mientras exclama: «¡Es espantoso ver esto! ¿Es ésta la figura del hombre?». Accediendo a sus deseos la traen un gran perro, muy manso, que desde hacía largo tiempo era su favorito, a quien examina con cuidado mientras dice: «Este perro me gusta más que el hombre; su vista me resulta más soportable».

Una vez que ha comenzado a distinguir las caras, lo que más le chocaba era la posición de la nariz en mitad del rostro y al verla no podía contener la risa; pero también le daba miedo y decía: «Me hace el efecto de que me amenaza y de que se me quiera clavar en el ojo». Poco a poco va distinguiendo las distancias y colores. A la vista del color negro se le producen repetidos accesos de llanto mientras declara que es la viva imagen de su anterior ceguera.

La contemplación de un espejo provocó en ella una gran sorpresa y no se cansaba de mirarse y remirarse mientras realizaba las más extrañas contorsiones y gestos. Al llevarse a la boca un pedazo de pan tostado, éste le pareció tan grande que no creía que cupiera en ella. Posteriormente fue llevada al exterior, a la luz del día; el estanque le pareció «una enorme sopera» y al Danubio «una blanca faja larga y ancha» y creyó alcanzar extendiendo los brazos unos árboles que se hallaban situados allende del río.

No obstante su mejoría visual, Fräulein Paradis le dice a su padre: «¿Por qué será que ahora me siento menos feliz que antes? Todo lo que veo provoca en mí una sensación desagradable. ¡Ah! ¡Cuánto más tranquila estaba en mi ceguera!». Cuando éste la consuela diciéndole que en cuando sus ojos se acostumbrasen se sentiría feliz y satisfecha, su hija le dice: «Está bien, porque si con el nuevo estado de cosas debiera persistir la desazón actual, preferiría volver en seguida a mi situación anterior». Además, le sucedía que al tocar el piano —que antes de la curación interpretaba con intachable precisión, llegando incluso a sostener conversaciones, a la vez que tocaba, con aquellos que la rodeaban— se equivocaba en la mayor parte de las notas y se distraía contemplando el juguetear de sus dedos sobre las teclas.

Esta humillación terapéutica no podía ser tolerada por la Corporación Médica y el profesor Barth —oftalmólogo especialista en la extirpación de cataratas—, que la había tratado inútilmente durante años, sostiene que la señorita Paradis debe continuar siendo considerada como ciega «por el hecho de que con mucha frecuencia confunde y trueca los nombres de los objetos que se le presentan». Además, los médicos más afamados de Viena y sus secuaces de la aristocracia y de la alta burguesía comienzan a conspirar contra él y consiguen atemorizar a los padres de la muchacha haciéndoles observar que en caso de que su hija se restableciese, perderían la pensión de doscientos ducados y que cesaría en el acto el interés que despertaba entre todos la joven como pianista ciega.

El padre, hasta entonces uno de los seguidores más devotos de Mesmer, asustado ante tal eventualidad y acompañado de su esposa, acude a la clínica y, tras forzar la puerta, le exige que le devuelva a su hija, mientras le amenaza con su sable desenvainado. Ante tal demostración éste no se niega, pero sí la joven, quien, agarrándose con tenacidad a su brazo, declara que no quiere volver a su casa sino quedarse al lado de su sanador.

Esta negativa enfurece a la madre, que, ciega también, pero de ira, arremete contra su hija, golpeándola y maltratándola con tal brutalidad que la indefensa víctima es presa de un ataque de nervios con explosivos sollozos y convulsiones. Finalmente, y a pesar de todo, nada logra quebrar su firmeza de permanecer al lado de su bienhechor y consigue quedarse en la clínica magnética.

Pero a consecuencia de tantas excitaciones y violencias sufridas por parte de su progenitora, la señorita Maria-Theresia von Paradis vuelve a quedarse otra vez completamente ciega. Aunque Mesmer no se arredra y empieza de nuevo, con renovado ahínco, el tratamiento magnético para fortalecer sus alterados nervios, la Facultad de Medicina moviliza al arzobispo, el cardenal Migazzi, y a la Corte entera, de modo que hasta la archiduquesa y emperatriz María Teresa llegan noticias alarmantes de que el doctor Mesmer y su delicada paciente son amantes, por lo que ésta ordena de modo tajante «poner fin a esta impostura». Se reúne, a continuación, la Comisión de Costumbres, que, tras largas deliberaciones, ordena oficialmente a Mesmer que debe interrumpir de modo inmediato su tratamiento y a su paciente que debe regresar con toda prontitud a casa de sus padres.

INVIDERE (ENVIDIA)

Este escándalo les sirve de mucho a los enemigos de Mesmer, cuyo fasto y éxito era envidiado por los demás médicos. Von Stoerk, presidente de la Corporación de Médicos de Austria y uno de los más renombrados oculistas de la Corte —que nada había podido hacer por la joven, a pesar de haberla tratado metódicamente su afección sin ningún resultado—, la Sociedad Médica de Viena —que le califica públicamente de «impostor»—, los profesores de la Facultad de Medicina y las autoridades religiosas, comienzan a murmurar, a propagar infundios, a ponerle zancadillas y a hacerle la vida imposible. Ante tanta hostilidad, Mesmer, afectado de una severa depresión (hay quien, no sin razones, le ha diagnosticado de enfermo maníaco-depresivo) decide abandonar, a finales de 1777, esa ciudad por la que se siente tan maltratado y marcharse en busca de una nueva patria. Al cuidado de su mansión y clínica magnética (que es cerrada seis meses después) deja a Maria Anna von Porsch, su esposa.

RETIRO EN LOS BOSQUES DE SUIZA Y VIAJE A PARÍS

Tras una estancia de tres meses por los bosques de Suiza, donde llegó a hablar con los árboles y trató concienzudamente de pensar sin la ayuda de las palabras, Mesmer recuperó la paz en su espíritu y la maltrecha confianza en sí mismo. Entonces decide poner rumbo a París, en febrero de 1778, esperando que la Ciudad de la Luz, siempre abierta al progreso, reciba cordialmente a su ciencia del magnetismo animal y a su creador.

En calidad de miembro de la Academia de Ciencias de Baviera, se entrevista con Le Roi, presidente de la Academia de Ciencias parisina y guardia del Gabinete de Física de Su Majestad, pidiéndole encarecidamente que los socios de la misma examinen su proceder terapéutico en un hospital provisional que ha instalado en Créteil, cerca de París. 

Aunque Le Roi, tras la conversación mantenida, presenta dicha proposición a debate, los académicos de dicha institución rehúsan ocuparse de sus experimentos, alertados como están de su reputación en los medios oficiales vieneses. También acude a la Sociedad de Medicina para invitarla a la exploración de varios enfermos que había curado en Créteil, pero le sucede lo mismo: con el pretexto de que sólo se pueden juzgar las curaciones en aquellos casos en que haya podido examinarse de antemano el estado de los enfermos (lo que era imposible), declina la invitación.

IMPRESIÓN DE SU «DISERTACIÓN SOBRE EL DESCUBRIMIENTO DEL MAGNETISMO ANIMAL»

Entonces decide imprimir por su cuenta y riesgo, en 1779, en idioma francés, su Mémoire sur la découverte du magnétisme animal («Disertación sobre el descubrimiento del magnetismo animal») en la cual se dirige a la opinión pública y a todas aquellas personas instruidas, exponiendo que «El magnetismo animal no es en modo alguno lo que los médicos creen: un remedio misterioso. Es una ciencia que tiene sus principios, consecuencias y reglas. Admito que hasta la hora presente es, en gran parte, desconocida, pero precisamente por esto sería paradójico pretender escoger por jueces a hombres que no conocen de ella una palabra y que, a pesar de su ignorancia, pronunciasen su fallo. No son jueces lo que quiero, sino discípulos. Por eso todas mis ambiciones se cifran en obtener de un Gobierno cualquiera una casa destinada a admitir enfermos para someterlos al tratamiento, y donde, con pocas dificultades, sin tener que depender de otras consideraciones, pueda demostrar plenamente los efectos del magnetismo animal. Entonces tomaría sobre mí la obligación de instruir a un número determinado de médicos, dejando al cuidado del gobierno la conveniencia de difundir, más o menos rápidamente, el descubrimiento. Si mis proposiciones se ven rehusadas en Francia, me vería forzado, con todo el sentimiento de mi alma, a abandonarla. Y si no fuesen aceptadas en parte alguna, no pierdo la esperanza de encontrar en algún rincón un lugar apacible. Escudado en mi probidad, tranquila mi conciencia, congregaré a mi alrededor una pequeña parte de la humanidad, a la cual con tantas veras he deseado servir, y consideraré entonces llegada la hora de no consultar otra opinión que la mía sobre la conducta que debo seguir. Si procediese de otra manera, el magnetismo animal podría convertirse en una moda: cada cual querría brillar con ello y sacar del hecho más o menos de lo que hay en realidad. Se haría mal uso de esta propiedad, haciendo que a la postre degenerase en un problema cuya solución quedaría relegada tal vez a los siglos venideros».

En este texto, dirigido especialmente a la opinión pública ilustrada, Mesmer revela un conjunto de veintisiete proposiciones que resumen su pensamiento, de las que me limitaré aquí a citar la primera («Existe una influencia mutua entre los cuerpos animados») y la última: «Esta doctrina, finalmente, colocará al médico en situación de poder juzgar el grado de salud de cada individuo, y preservarlo de las enfermedades a las cuales podría estar expuesto. El arte de curar llegará de esta forma a su perfección última».

Estas veintisiete proposiciones se pueden resumir en cuatro principios básicos: 1) Existe un fluido físico sutil que llena el universo y forma un medio de unión entre el hombre, la tierra y los cuerpos celestiales, y, asimismo, entre hombre y hombre. 2) La enfermedad se origina por la desigual distribución de este fluido en el cuerpo humano, lográndose la recuperación de la salud cuando se restaura el equilibrio perdido. 3) Con la ayuda de ciertas técnicas, este fluido puede ser canalizado, almacenado y transmitido a otras personas. 4) De esta forma, se pueden provocar «crisis» en los pacientes y curar las enfermedades.

Publicación que le dará un excelente resultado, amén de haber curado de una parálisis a una dama de la Corte de la reina María Antonieta, y diversas personalidades de la alta nobleza se declaran partidarios suyos, tal es el caso del conde d’Artois, del príncipe Condé, del duque de Bourbon, del barón de Montesquieu, de la duquesa de Polignac, de la princesa de Lamballe y sobre todos ellos, el héroe de aquellos días, el joven Marie-Joseph-Paul-Yves-Roch-Gilbert Motier, marqués de La Fayette, quien, al partir para América, comunica a George Washington que no sólo llevaba fusiles y cañones para enfrentarse a los ingleses y conquistar la Independencia, sino que también le lleva una buena nueva: «Un médico llamado Mesmer, habiendo realizado el más grande descubrimiento, ha hecho numerosos alumnos, entre los cuales vuestro humilde servidor es uno de los más entusiastas… Antes de partir, le pido permiso para confiarle el secreto de Mesmer, que es un gran descubrimiento filosófico.»

EPISODIO MEGALOMANÍACO

Estas adhesiones hacen que, en 1781, envalentonado y presa de la megalomanía, dirija un ultimátum a la reina María Antonieta en los siguientes términos: «Únicamente por respeto a Vuestra Majestad os ofrezco permanecer en Francia hasta el 18 de septiembre, poniendo durante este tiempo mi tratamiento a disposición de cuantos enfermos me sean confiados. Busco, Majestad, un gobierno que reconozca la necesidad de no introducir a la ligera en el mundo una verdad que, por su influencia, ha de producir alteraciones en la fisiología humana, alteraciones que, desde el principio, necesitan ser dirigidas por una Ciencia auténtica y encauzadas en un sentido beneficioso. Es un asunto que interesa a todo el género humano; el dinero, a los ojos de Vuestra Majestad, debe pasar a segundo término; cuatrocientos o quinientos mil francos gastados en este fin no significan nada. Mi descubrimiento y yo mismo debemos ser recompensados con una largueza digna del Monarca a quien me dirija».

Como no obtiene ninguna respuesta a su requerimiento, en la fecha señalada abandona París y se dirige a Spa, un lugar de descanso en la actual Bélgica. Entonces, sus fieles seguidores y partidarios se organizan y aparecen por doquier escritos en su defensa, indignados con las autoridades por haberle dejado partir y no haber satisfecho sus exaltadas pretensiones. Hasta en la catedral de Burdeos el padre Hervier predica, desde el púlpito, el dogma del magnetismo animal. Unos cuantos de sus nobles seguidores, con el célebre abogado, con inquietudes filosóficas, Nicolas Bergasse y con el banquero Kornmann a la cabeza (a cuyo hijo había tratado con éxito una enfermedad ocular), bajo la anuencia del mismo Mesmer, fundan una sociedad denominada «Société de l’Harmonie» («Sociedad de la Armonía»), denominación que alude al equilibrio armónico del sistema nervioso logrado con el método mesmérico, al objeto de brindar al maestro el abrir una Academia Magnética que hiciera frente a la Real.

Cien adeptos acaudalados suscriben, durante la primera semana, cien luises de oro cada uno «para pagar a Mesmer la deuda que con él tiene contraída la Humanidad» y poco tiempo después estas «acciones magnéticas» se ven agotadas. Además se fundan sucursales de la «Sociedad de la Armonía» en toda Francia y en algunas de sus colonias. Un año más tarde de estos hechos se ha captado, por parte de sus fervientes seguidores, una cifra de dinero mucho más considerable que la que Mesmer pedía a la reina para llevar a cabo su audaz plan terapéutico.

REGRESO TRIUNFAL A PARÍS. LAS «CUBAS DE SALUD»

El regreso de Franz Anton de su destierro voluntario en Spa es triunfal; alquila para su práctica un piso en el hotel de los hijos del financiero Bouret, situado en el número 16 de la plaza de Louis-le-Grand, actual plaza Vendôme. Era tanta la afluencia de enfermos, que se arremolinaban desde la madrugada en dicha plaza, que pasó a tener ayudantes (dos lacayos suizos) y a magnetizar en grupos mediante un aparato que permitía el tratamiento magnético múltiple, de entre veinte a treinta personas simultáneamente: el baquet o «cuba de la salud». 

Este dispositivo, muy semejante a la recientemente inventada vasija de Leyden —que ya había pergeñado en Viena cuando distribuía a los enfermos alrededor del estanque magnetizado del jardín, y que había construido y usado, con excelentes resultados, en París antes de su salida hacia Spa— constaba de un balde ovalado de madera lleno de agua hasta una altura de treinta centímetros, en el cual unas botellas de agua magnetizada convergían de la circunferencia al centro en dos o tres capas; se añadían limaduras de hierro y vidrio triturado. En la tapadera, que lo cubría todo, se insertaban unos triángulos de hierro recubiertos para poder ser aguantados o aplicados al lugar afectado por la enfermedad, a los cuales estaban atados unas cuerdas destinadas a idéntico uso. Ver fotografías de ilustraciones de dicha cubeta.

Los enfermos tenían que colocarse alrededor de la cubeta, que se encontraba en el centro bajo una sola lámpara, de la amplia sala —sumergida en un claroscuro crepuscular, con tapicerías y espejos cubriendo las paredes que mostraban signos cabalísticos— tocándose entre sí con las puntas de los dedos, acercándose lo máximo posible los unos a los otros, apretujándose hasta llegar a formar, por así decirlo, un único cuerpo por el cual el supuesto fluido magnético circulaba de continuo y además se vigorizaba al pasar de uno a otro organismo.

La «cadena magnética», como posteriormente reseñaré, fue adoptada más tarde por su discípulo y seguidor el marqués de Puységur y por los espiritistas, con el vidente sueco Enmanuel von Swedenberg a la cabeza.

Seguidamente, el silencio expectante y sepulcral, sólo interrumpido por algún suspiro, quedaba roto por las notas procedentes de un piano en la estancia contigua, acompañado, ocasionalmente, por un coro vocal o por un armonio que personalmente tocaba Mesmer. De este modo, por espacio de una hora o más, los organismos de los enfermos se iban cargando de aquella misteriosa fuerza magnética.

LA CATARSIS COLECTIVA

A continuación, el poderoso Mesmer, de elevada estatura y porte imponente, entraba en escena, grave y reposado, exhalando aplomo y seguridad. Ataviado de una larga bata de seda lila, que recordaba a la de Zoroastro, y empuñando una larga varita de hierro (también llevaba un imán forrado de cuero colgado al cuello) comenzaba a circular lentamente de un lado a otro, mirando con fijeza uno a uno a los concurrentes con sus penetrantes ojos de color gris acero, al tiempo que les preguntaba dulcemente por su mal, mientras les iba pasando por las zonas afectadas la punta de su vara magnética y les daba «pases» con sus dedos milagrosos en los flancos y en el vientre. Durante algún tiempo no se oía ni una mosca, sólo sus firmes y lentos pasos. Pero no tardando mucho, algunos de los enfermos comenzaban a temblar, a suspirar, a gemir, a toser, a hipar y a sudar copiosamente, hasta que uno de ellos comenzaba a agitarse y sufría una crisis convulsiva; y después otro, y a continuación un tercero.

Una especie de sacudida eléctrica se propagaba por la cadena formada por los enfermos y, finalmente, toda la concurrencia se revolcaba, reía de forma inmoderada, chillaba, saltaba, gritaba y convulsionaba. La música comenzaba a sonar de nuevo con una mayor intensidad, llegando la sesión a su punto álgido. Las convulsiones, que se presentaban con mayor frecuencia, intensidad y duración en las féminas, estaban caracterizadas por movimientos involuntarios de los miembros y del cuerpo entero, acompañadas de sobresaltos en los hipocondrios y en el epigastrio; las gargantas se contraían espasmódicamente dejando salir gritos inarticulados, sollozos, eructos e hipos; los ojos se turbaban, se extraviaban y quedaban fijos en el vacío mientras se llenaban de lágrimas. 

Si la agitación de un paciente era excesiva, los dos lacayos suizos, a los que Mesmer tenía muy bien preparados para estos menesteres, le transportaban, delicadamente, a una habitación contigua, acolchada por todas partes: la chambre salle des crises, donde podía convulsionar y moverse a su antojo, sin el peligro de hacerse daño a sí mismo o a los demás. Tras esta fase de conmoción generalizada, que en ocasiones podía durar hasta tres horas, sobrevenía un estado de languidez, abatimiento y modorra embargaba al grupo.

Como podrá observarse, Mesmer en psicoterapia de grupo era sublime, y quien no me crea, que acuda a uno de esos grupos que actualmente proliferan como hongos bajo las denominaciones de terapia bioenergética (Lowen), terapia Gestalt (Perls) o terapia del grito primal (Janow), todos ellos basados en el concepto de que la llamada «comunicación no verbal» permite un mejor acceso a la curación de los trastornos psíquicos que el tratamiento que emplea la palabra. En la comunicación no verbal, en el goce demoníaco del cuerpo, en la catarsis colectiva, Mesmer sí que era un genio.

Mesmer excluye de su tratamiento a los enfermos con llagas purulentas, a los epilépticos declarados, a los locos y a los mutilados y manifiesta, con toda honradez, que su procedimiento sólo puede procurar la mejoría del sistema nervioso, pero no modificar, por vía milagrosa, la estructura del organismo. En 1782 publicó: Recueil des effets salutaires de l´aimant dans les maladies («Compilación de los efectos saludables del imán en las enfermedades»).

EL TRIUNFO DEL MESMERISMO

Como se va propagando, de boca en boca, un hálito de exaltación de la práctica magnetoterápica de Mesmer, la afluencia de enfermos es tanta que las tres «cubas de salud» (una de ellas gratuita para los pobres) que tenía instaladas no dan ya a basto para atender a todos los que con fervor acuden a solicitar la ayuda del «mago alemán». Así es que decide trasladarse y habilita como Clínica Magnética un palacio, el Hotel Buillon en la rue Montmartre, lugar que se convertiría en el centro social de París a raíz de que fuesen a recibir sesiones la propia reina María Antonieta y parte de su cortesanos. 

Aunque los honorarios de Mesmer eran muy elevados, sus acaudalados pacientes se apresuraban a reservar plaza en la clínica magnética con bastantes días de antelación y quienes podían permitírselo compraban para su uso particular las llamadas «cubas pequeñas» (petits baquets) con el fin de magnetizarse ellas mismas en su domicilio.

La mesmeromanía ha llegado a su arrebato. No siendo suficiente la capacidad de su nueva residencia para atender a tan innúmeras personas, Mesmer magnetiza un olmo al final de la calle Bondy, donde a diario centenares de personas, atadas al árbol mediante cuerdas, sufren las crisis salvíficas. Durante esos años en París no se hablará de otra cosa que del célebre tratamiento mágico-magnético de Mesmer, le dernier cri, despertando entre sus habitantes pasiones enfrentadas entre sus partidarios y detractores, produciéndose frecuentes peleas y altercados callejeros, llegando, en ocasiones, a entablarse algunos duelos.

LA CAÍDA EN DESGRACIA

Pero como no hay dicha que cien años dure, es tal la agitación social que se produce por el paroxismo de entusiasmo por la mesmeroterapia que el orondo Luis XVI decide tomar, en contra de la opinión de Maria Antonieta y de más de la mitad de la Corte, cartas en el asunto y ordena que se dilucide, científicamente, la existencia material o no del fluido magnético-animal, es decir, si existe o no un nuevo elemento físico en la naturaleza, desconocido hasta entonces.

Los malpensados creen ver la envidia en el origen de esta actitud del rey, pues era una tradición antigua el que los monarcas de Francia, en ciertos días de gala, tocaban, con un fin sanador, a los enfermos que padecían de escrofulosis (adenitis generalmente de los ganglios submandibulares y del cuello producida por beber leche procedente de vacas afectadas de tuberculosis). El lema era: «El Rey te toca, Dios te cura». Pero en los diez años transcurridos desde su coronación, Luis XVI no se había manifestado muy eficaz que digamos como sanador, porque sobre dos mil escrofulosos que tocó tan sólo se habían curado cinco o seis. Decididamente fue el suyo un reinado con muy mal comienzo y peor final.

LAS COMISIONES DE INVESTIGACIÓN SOBRE EL «MAGNETISMO ANIMAL»

En 1784, por orden real, se crean nada menos que dos Comisiones de investigación sobre magnetismo animal. La primera Comisión, constituida el 12 de marzo, estaba formada por nueve miembros: cinco miembros de la Real Academia de Ciencias (Franklin –presidente–, Le Roi, Bailly –relator–, De Bory y Lavoisier) y cuatro profesores de la Facultad de Medicina de la Universidad de París (Borie —que murió poco después y fue sustituido por Majault—, Sallin, Darcet y Guillotin).

De entre todos ellos quiero destacar al antedicho Le Roi, que además de presidente de la Academia de Ciencias de París pertenecía a diferentes Academias francesas y extranjeras; a Antoine-Laurent de Lavoisier (1743-1794), iniciador de la química moderna con su desmontaje de la teoría del 'flogisto' y descubridor de la composición química del agua; al físico y político estadounidense Benjamin Franklin (1706-1790), el descubridor del carácter eléctrico de los rayos atmosféricos e inventor del pararrayos, y que fue uno de los tres redactores, en 1776, de la Declaración de Independencia, que a la sazón ocupaba el puesto de embajador plenipotenciario de los Estados Unidos; al político y astrónomo (estudió el cometa Halley y el movimiento de los satélites de Júpiter) Jean-Sylvain Bailly, que cinco años después accedería a la presidencia de la Asamblea Nacional y a la alcaldía de París; y, finalmente, al doctor Joseph-Ignace Guillotin (1738-1814), muy célebre por haber defendido en la Asamblea Legislativa Francesa, en 1789, el uso de tal máquina para decapitar (no fue su inventor, tal y como se viene diciendo) que terminarían probando otros dos de sus compañeros comisionados: A.-L. Lavoisier y J.-S. Bailly. El doctor Guillotin no murió guillotinado (otro bulo de la Historia) sino víctima del ántrax o carbunco.

La segunda Comisión, nombrada el 6 de abril, estaba compuesta de modo exclusivo por cinco miembros de la Real Sociedad de Medicina: los doctores Poisonnier, Jussieu, Caille, De Mauduyt y d´Andry. Entre estos comisionados deseo destacar a Antoine-Laurent de Jussieu (1748-1836) quien, aunque era médico, profesaba una verdadera pasión por la botánica, actividad en la que trabajaba al mismo tiempo que su tío, el famoso botánico Bernard de Jussieu; en 1774 había establecido una clasificación botánica completamente nueva en el Jardín del Rey y llegaría a ser director del Jardín Botánico parisino en 1794.

Semejante concentración de doctos peritos, procedentes de tan ilustres instituciones, jamás había sido vista hasta entonces en la historia de Francia, ya que la cuestión a elucidar se había convertido en un verdadero asunto de Estado. Es de reseñar, además, que dichas Comisiones no aceptaron la colaboración de Mesmer, que consideró inaceptables sus planes de trabajo, sino la del doctor Charles D’Eslon, profesor de cirugía de la Facultad de Medicina desde 1771 y médico personal del conde d´Artois (hermano de Luis XVI y futuro Carlos X) quien había ayudado a establecerse a Mesmer cuando éste llegó a París declarándose partidario suyo. 

Este médico elegante, mundano y de palabra fácil, que ya en 1780 había publicado Observations sur le magnétisme animal («Observaciones sobre el magnetismo animal»), había vulgarizado, al parecer, la doctrina del maestro y había aprovechado su ausencia, debida a su autodestierro en Spa, para sustituirle y arrebatarle parte de la clientela, llegando a construir su propia baquet.

A Mesmer le llevaban los diablos al comprobar que se iba a juzgar su doctrina en base a las demostraciones de un disidente, de un vulgar imitador. Él había propuesto, siguiendo en esto el método científico, cuidar a doce enfermos mientras que otros doce serían tratados por los más eminentes médicos mediante los métodos habituales y, posteriormente, realizar un estudio comparativo, pero dicha propuesta fue denegada pues lo que interesaba a dichas comisiones no era si el método ideado por Mesmer curaba o no a los enfermos sino si existía o no un nuevo fluido físico: el fluido magnético.

Mientras ambas comisiones realizaban su cometido, en el Concert Spirituel du Carême del Viernes Santo, celebrado el 16 de abril de 1784 en presencia de la Corte real y la élite de la sociedad parisiense, tocaba el clavicordio una invitada vienesa ciega: Maria-Theresia Paradis. Mesmer, que debido a su carácter impulsivo había sido lo suficientemente imprudente para acudir al concierto, sufrió una gran humillación cuando una parte importante del público se volvió contra él mientras se le recordaba, entre gritos e insultos, su frustrado tratamiento de la joven en Viena.

El 11 de agosto, la primera Comisión, en un informe público redactado por J.-S. Bailly: Rapport des commissaires chargés par le Roi, de l’examen du magnétisme animal. Imprimé par ordre du Roi, proclama solemnemente la nullité du magnétisme: «Habiendo comprobado los comisionados que el fluido del magnetismo animal no puede ser percibido por ninguno de nuestros sentidos, y que no ha ejercido acción alguna sobre ellos mismos ni sobre los enfermos por ellos experimentados; que los contactos y fricciones sólo excepcionalmente provocan cambios favorables en el organismo y siempre exaltaciones peligrosas de la imaginación; y habiéndose, por otra parte, demostrado que la fantasía sin magnetismo puede originar convulsiones, lo que no puede hacer el magnetismo sin el concurso de la fantasía: han concluido, por unanimidad, que no hay nada que demuestre la existencia de un fluido magnético-animal y que, en consecuencia, este fluido imponderable no tiene utilidad alguna; que los poderosos efectos que han podido ser apreciados en la práctica son atribuibles, en parte, al contacto, a la excitación y al automatismo de la imaginación, que nos fuerza, contra la propia voluntad, a repetir procesos que obran sobre nuestros sentidos».

Asimismo, se siente esta Comisión en el deber de manifestar que estas reiteradas excitaciones a las crisis pueden ser nocivas, a causa de la tendencia natural a la repetición propia del organismo, y que, por consiguiente, el tratamiento por ese sistema ha de acarrear, con el tiempo, «consecuencias funestas». A este informe público añade la comisión otro privado (Rapport secret) dirigido a Su Majestad, donde le señala, en un lenguaje capcioso, los peligros que para las buenas costumbres encierran las prácticas mesmerianas, prácticas que generan el desorden total de los sentidos, la enervación y la promiscuidad sexual derivada de la atracción física de las mujeres magnetizadas hacia su magnetizador varón.

El 16 de agosto los miembros de la segunda Comisión dan a conocer también sus conclusiones, en términos parecidos, en otro informe público: Rapport des commissaires de la Société Royal de Médicine, nommés par le Roi pour faire l’examen du magnétisme animalImprimé par ordre du Roi. No obstante, la unanimidad aquí no es total ya que Antoine-Laurent de Jussieu se había negado a firmarlo y, siguiendo el dictado de su conciencia, emite un tercer informe público: Rapport de l´un des commissaires chargués par le Roi de l’examen du magnétisme animal, en donde opinará que la condena sin paliativos del magnetismo animal le parece bastante exagerada, que se debiera proseguir la investigación de lo que él llama «el calor animal» y «la medicina del contacto».

BURLAS TRAS LA DERROTA

Merced a estos dictámenes condenatorios —el de Jussieu no obtiene ninguna publicidad en los medios de comunicación y, por consiguiente, no tiene ninguna repercusión en la opinión pública— se produce un estallido de inmensa alegría entre las filas de sus acérrimos enemigos. Se comenzó a propagar con mayor fuerza el rumor (que ya anteriormente circulaba) de que en la salle des crises las damas nerviosas eran pacificadas mediante medios naturales y fisiológicos —es decir, copulando con los dos lacayos suizos— y en las librerías se vendían como rosquillas libelos difamatorios y divertidos grabados en cobre donde se representaba la «Victoria de la Ciencia», quien fulminando sus rayos sobre Mesmer y sus discípulos, provistos de cabeza y rabo de asnos y montados en una escoba de bruja, los arrojaba, junto una baquet, al mismísimo Infierno. 

En otra estampa se representa a Mesmer magnetizando a un asno, especialmente orejudo, con la inscripción siguiente: "Nos facultés sont en rapport". En las calles se canta una nueva canción: 

¡Le magnétisme est aux abois.

La Faculté, l’Académie

L’ont condamné tout d’une voix

Et même couvert d’infamie.

Après ce jugement, bien sage et bien légal,

Si quelque esprit original

Persiste encore dans son délire,

Il sera permis de lui dire:

Crois au magnétisme… animal!

De nada sirven las opiniones que se alzan a su favor, como la de J. B. Bonnefoy, del Instituto Quirúrgico de Lyon, quien pregunta a los señores académicos si ellos pueden ofrecer un tratamiento mejor: «¿Cómo se procede en las enfermedades nerviosas, esas dolencias hoy todavía completamente desconocidas? Se prescriben baños calientes y fríos, medicamentos excitantes, refrescantes, tónicos y sedativos, y ni uno tan sólo de esos pobres paliativos ha producido hasta la fecha efecto alguno que pueda compararse a la acción sorprendente que observamos en el método propuesto por Mesmer».

Un abogado escribe en los Doutes d’un Provincial: «El señor Mesmer ha levantado, sobre las bases de su hallazgo, un sistema inmenso, sistema que acaso sea tan malo como todos los que le han precedido, puesto que siempre resulta peligroso volver a los primitivos principios. Pero si, independientemente de este sistema, ha puesto en claro algunas ideas muy difundidas, si una gran verdad le debe su existencia, por eso solo tiene un derecho inalienable al respeto de los hombres. En este sentido será juzgado por las futuras épocas, sin que sean bastante todas las comisiones y todos los gobiernos del mundo a quitarle su mérito». 

El 16 de noviembre de 1784, la compañía italiana del rey estrena una pieza titulada Les docteurs modernes, en la que Radet, un autor de tercera categoría, se mofa claramente del mesmerismo. Los fanáticos de Mesmer, provenientes de ilustres familias, mandan al teatro a sus lacayos para que silben la representación; durante la misma, un Secretario de Estado lanza, desde el palco, un folleto a los espectadores, en defensa de Mesmer y del magnetismo animal. Cuando, al día siguiente, Radet se presenta en el salón de la duquesa de Villerois, ésta ordena a sus criados que le pongan de patitas en la calle.

Aunque Mesmer emprende, como sus seguidores, una contraofensiva, ayudado por el abogado N. Bergasse, dirigiendo una reclamación al Parlamento en la que se queja de que las Comisiones formadas sólo se dirigieron a D’Eslon, un arribista, y no a él, el verdadero descubridor del método, y exige una nueva e imparcial investigación, su suerte está echada: a partir de entonces será tachado de iluso, de embustero charlatán y de inventor de un espectáculo de feria.

Con el estado de ánimo por los suelos, incluso él mismo comienza a dudar de si verdaderamente estaba o no en posesión de aquella force vitale, porque fracasa estrepitosamente en los tratamientos del príncipe Enrique de Prusia (hermano del rey Federico II) y de la princesa de Lamballe.

Para colmo, el famoso erudito Antoine Court de Gébelin, censor real y autor del Monde primitif (obra grandiosa de la cual se publicaba un volumen anual), que había publicado un panfleto entusiasta a favor de Mesmer por haberle sanado de una inflamación en la pierna (éste le diagnosticó una obstrucción en la circulación de los humores y le aplicó su método, además de darle a beber crema de tártaro), sufrió una grave recaída en su enfermedad y murió cuando se encontraba en su clínica. Y además, su método va degenerando entre un enjambre de indeseables seguidores, hasta el punto de que él mismo llega a declarar: «En la ligereza, en la imprudencia de aquellos que remedan mi método, está la causa de multitud de prejuicios que se han originado contra mí».

Además la relación amistosa con N. Bergasse, que tanto le ha ayudado en su reconocimiento social y en su enriquecimiento personal, finalizará como el rosario de la aurora y Mesmer le terminará expulsando del movimiento magnético a raíz de que publicara un trabajo titulado Théorie du monde y des êtres organisés, suivant les principes de Mesmer («Teoría del mundo y de los seres organizados, según los principios de Mesmer»), del que se realizó una edición limitada y, para darle el aspecto de una ciencia secreta, se sustituyeron por símbolos ciento quince palabras clave, de forma que los no iniciados no llegasen a comprenderlo. Esta iniciativa molestó a Mesmer y, después de una fuerte polémica entre los dos, N. Bergasse abandonó la «Sociedad de la Armonía».

En un extenso relato, lleno de resentimiento, que N. Bergasse hace de él en sus Observations de M. Bergasse sur un écrit du Dr. Mesmer, ayant pour titre: Lettre de l’inventeur du magnétisme animal à l’auteur des réflexions préliminaires (1785) éste aparece como un hombre dominado por la avaricia, egocéntrico, suspicaz en grado sumo, irritable, despótico, en ocasiones deshonesto, obsesionado por la idea de sentirse en un mundo de enemigos que de continuo trataban de robar, alterar o suprimir su insigne descubrimiento. Si a esto añadimos que un médico suizo, Johann Heinrich Egg, publicó en un periódico local que Mesmer le había dicho, en 1804, que el agua corriente estaba magnetizada porque él mismo había magnetizado el sol hacía veinte años y si recordamos sus soliloquios con los árboles y su afán de pensar sin palabras tras su precipitada salida de Viena, tendremos la versión menos amable de su compleja personalidad: se trataría, en esencia, según mi particular parecer, de un sujeto paranoico con fluctuaciones periódicas del humor básico, derivadas de la aceptación o no por parte de los demás de su inquebrantable sistema delirante.

LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y EL REGRESO A VIENA. LA PRINCESA GONZAGA

Con la llegada de la Revolución Francesa, la catarsis colectiva parisina da un brusco viraje y de la terapéutica mesmérica se pasa a la terapéutica guillotiniana.

Franz Anton Mesmer, cumplidos ya los cincuenta y ocho años de edad, está arruinado económicamente ya que se "evaporó" el millón de francos que había ahorrado y su clínica magnética se encontraba vacía por completo. Temiendo por su vida (su ya declarado enemigo N. Bergasse escapó de la guillotina por los pelos y después de convertirse en un filósofo místico, se largó para Rusia donde se hizo amigo íntimo del zar Alejandro), abandona el París de Robespierre, en septiembre de 1792, y regresa a su hermosa finca vienesa de la Landstrasse, que había heredado al morir su esposa (a la que ya no había vuelto a ver tras su salida de Viena).

Tras quince años de ausencia de esa ciudad, que abandonó con precipitación, espera hallar un poco de reposo para su fatigado espíritu. Pero le acechan nuevas desdichas, pues al llegar a su casa acude a visitar cortésmente a una inquilina que se hospedaba en el pabellón del jardín de su finca: la princesa Gonzaga.

Durante la entrevista que mantienen ambos la princesa comienza a lanzar exabruptos contra los revolucionarios franceses y Mesmer le replica que aquellos hombres luchan por la libertad, que no son asesinos ni ladrones ni violadores, como mantiene ella. La princesa Gonzaga, ante las palabras de su interlocutor, sufre un amago de desmayo mientras le acusa de jacobino y de partidario del «desenfreno francés». Una vez que Mesmer ha cerrado la puerta tras sí, la princesa acude, presurosa, a contárselo a su hermano, el conde Ranzoni, quien a su vez se lo comunica al consejero de Estado (Stupfel) y éste le va con el cuento al emperador Francisco II (conocido precisamente por su afán de mantener el absolutismo monárquico y el predominio de la nobleza y por su actitud claramente belicista respecto a la Francia revolucionaria), quien resuelve, incontinenti, que se proceda a una investigación en toda regla sobre esas «sospechosas opiniones»

ARRESTO Y EXPULSIÓN DE VIENA

Mesmer es arrestado el 18 de noviembre y tras una ardua investigación policíaca que finaliza informando de su inocuidad («de la minuciosa investigación se deduce que Mesmer no puede ser convicto de los discursos atentatorios a la seguridad del Estado que se le atribuyen, por lo que debe ser puesto en libertad, tras una enérgica advertencia y una severa reconvención»), es puesto en libertad sin cargos, pero con la condición inexcusable de partir de Viena sin demora, es decir, a todas luces una expulsión encubierta. El acta de la policía de la Corte dice así: «Considerando que la puesta en libertad de Mesmer no puede constituir una prueba de su inocencia, visto que no ha justificado plenamente el artificioso falseamiento de los discursos que se le imputan, precisa hacer constar explícitamente que sólo como especial consideración ha sido perdonado, en gracia a su decisión, espontáneamente expresada por él, de partir sin demora».

Entonces, tras permanecer por un tiempo en tierras inglesas, halla refugio en Suiza, en el cantón Frauenfeld, donde se establecerá anónimamente en un pueblecito y donde se ganará la vida ejerciendo su profesión médica con los campesinos y gentes humildes del lugar, que nada saben de aquel hombre apacible y sabio de cabellera cenicienta. A partir de 1802 el gobierno francés le asignó una renta vitalicia en compensación por el millón de francos invertido en valores del Estado y que con la Revolución quedaron completamente depreciados.

En vano es llamado en 1803, tras una década de aislamiento, por algunos fieles e influyentes amigos de antaño para que regrese a un París, tranquilo ya y en breve ciudad imperial, y vuelva a instalar su clínica magnética. Mesmer, que no desea más luchas, querellas y chismes, rehúsa la invitación respondiendo: «Si a pesar de todos mis esfuerzos no tuve la dicha de poder iluminar a mis contemporáneos en aquello que constituía su propio anhelo, me cabe cuando menos la íntima satisfacción de haber cumplido mi deber para con la sociedad». El naturalista y filósofo Lorenz Oken (1779-1851) visitó a Mesmer en Frauenfeld, en 1809, y describió en el Jenaischer Allgemeiner Literaturzeitung su estancia y sus conversaciones con aquel «hombre notable, que da la impresión de haber desaparecido». A partir de esta visita de Oken se desarrolló el contacto de Mesmer con una serie de médicos berlineses.

LA VUELTA AL MESMERISMO

Pero el interés por la doctrina magnética aumenta en otros lugares de Europa, particularmente en Suabia y en Berlín. En el mes de septiembre de 1812 el rey de Prusia (Federico Guillermo III), influido por las explicaciones que ha recibido del doctor Cristoph Wilhelm Hufeland (1762-1836) —médico de la Corte de Prusia y miembro de todas las comisiones científicas, que en 1784 en el Tetscher Merkur había publicado un juicio crítico sobre el mesmerismo, pero que, posteriormente, cambió por completo de opinión— conjuntamente con la Academia de Ciencias berlinesa —aquélla que le había rechazado treinta y siete años antes, tras señalarle lacónicamente que estaba equivocado— decidió la constitución de una Comisión para el examen del magnetismo. Una vez creada, ésta determinó solicitar oficialmente del fundador del magnetismo, señor doctor Mesmer la comunicación de todos los hechos, rectificaciones y aclaraciones de este importante tema y facilitar en lo posible, con su viaje, el cometido de la Comisión. La expectación que se crea es enorme, pero Mesmer declinará la invitación, alegando fatiga debida a su avanzada edad.

El emisario que envía la Comisión creada tras la negativa de Mesmer a acudir a Berlín, para que se entreviste personalmente con él, sale de Berlín el 6 de septiembre. Se trata del profesor Karl Christian Wolfart (1778-1832), que era un decidido partidario del magnetismo animal desde el comienzo de su actividad práctica en 1797, quien describió así su encuentro con Mesmer: «El primer encuentro con el descubridor del magnetismo sobrepasó todas mis esperanzas. Encontréle dedicándose a sus ocupaciones en el hospitalario ambiente por él mismo escogido. Su avanzada edad hacía aún más admirable la extensión, penetración y claridad de su espíritu, su incansable y vívido afán de comunicarse, su modo, tan claro como animado, de exponer sus propias teorías. Añádase a esto un tesoro de conocimientos positivos en todas las ramas de la ciencia, tales como difícilmente los acumula un sabio, una bondad inmensa de corazón que se revela en todo su ser, en sus palabras y acciones, y una fuerza maravillosa de sugestión sobre los enfermos, ejercida por medio de su penetrante mirada o del gesto de la mano y acrecentada por una figura noble que no puede infundir sino respeto, y se tendrá, trazada a grandes rasgos, la imagen del hombre que encontré en la persona del doctor Mesmer».

Además de revelar a tan ilustre emisario sus experiencias e ideas, le hace tomar parte de sus prácticas y le entrega una recopilación de sus observaciones para que se las entregue en mano a quienes le envían. «Como me resta —escribe Mesmer—– por recorrer solamente un corto trecho del sendero de la vida, considero como lo más importante dedicar los días que me quedan al estudio del uso práctico de un remedio cuya extraordinaria eficiencia me han demostrado la observación y los experimentos, para así aumentar en mi última obra el número de los hechos».

A su regreso a Berlín el doctor K. C. Wolfart no sólo llegó a ocupar, en 1817, la cátedra de Filosofía de la Naturaleza en la Facultad de Medicina, sino que terminó fundando y dirigiendo un Hospital Mesmeriano de trescientas diez camas, así como el periódico Askläpeion, en el que se dedicaba un amplio espacio al magnetismo animal. Será precisamente él quien empleará por primera vez el término «mesmerismo» en la publicación de la recopilación de aquellas últimas observaciones que le entregara Mesmer con ocasión de su encuentro en Frauenfeld: Mesmerismus, oder System der Wechselwirkungen, Theorie und Anwendung des thierischen Magnetismus als die allgemeine Heilkunde zur Erhaltung des Menschen («Mesmerismo, o sistema de las interacciones, teoría y aplicación del magnetismo animal como terapéutica general para la preservación de la humanidad»), publicado en 1814. Al año siguiente K. C. Wolfart también publicó, como continuación de lo anterior, sus propias Erläuterungen des Mesmerismus («Aclaraciones sobre el mesmerismo»).

REGRESO A SUS ORÍGENES Y MUERTE

Mesmer decide regresar, en 1813, a los queridos bosques donde nació, junto a las riberas del lago de Constanza, y allí vivirá una plácida existencia en Meersburgo, a unas pocas leguas de su pueblo natal, como una especie de noble rural, entregado a la investigación de las enfermedades, realizando experimentos físicos, esculpiendo, dibujando y no perdiéndose nunca el concierto semanal del príncipe Dalberg. Se cuenta que a pesar de su avanzada edad era capaz a menudo de viajar en carruaje horas y horas para visitar a un enfermo que él consideraba interesante e intentaba curarlo. También relata la leyenda que bandadas de pájaros le solían seguir en sus paseos y que se posaban en su derredor cuando éste se sentaba.

También relata esta misma leyenda (recogida por Justinus Kerner, del que más adelante escribiré, en su visita a Meersburgo en 1854, visita en la que éste se entrevistó con ancianos que lo habían conocido) que tenía un canario amaestrado en una jaula abierta en su habitación; el pájaro todas las mañanas volaba hacia su amo y, posándose sobre su cabeza, le despertaba con sus trinos. Más tarde, cuando Mesmer desayunaba, le echaba los terrones de azúcar en la taza; y que, con un ligero y preciso golpe de su mano, Mesmer hacía que el canario se durmiera y después se despertara.

Mesmer falleció, ya octogenario, el 5 de marzo de 1815. Cuando siente acercarse su última hora le pide a un seminarista que toque su bienamado armonio, el cual le ha seguido en todas sus aventuras y peregrinaciones. En su testamento muestra el deseo de ser enterrado sin ninguna pompa, como un hombre cualquiera. Su deseo se cumple y ningún periódico publica su muerte, aunque sus amigos de la vejez cubren su tumba con un bloque triangular de mármol donde están grabados símbolos cabalísticos, un reloj de sol y una brújula, representantes alegóricos del movimiento en el espacio y en el tiempo.

Sin embargo, meses después su tumba será profanada y destruida por las manos vengativas de aquellos enemigos que odiaban a Mesmer más allá de su desaparición física.

Tras la lectura de este escrito ruego, encarecidamente, a los lectores que visionen la película "Mesmer" (1994), dirigida por Roger Spottiswode y con música de Michel Nyman. Como es una película, mezcla todo lo que escribí, da una versión muy "sui generis" (muy romántica) de la curación y de las relaciones del doctor Mesmer con Fräulein Maria-Theresia von Paradis, centrándose casi toda la película en ellas. Imaginaciones del cineasta. Pero bueno, si la ven creo que pasarán un buen rato. La encontrarán en Internet. Gracias.