INTRODUCCIÓN

Tras el fallecimiento, el 22 de octubre de 1990 —a los 72 años de edad en un geriátrico de la región de Yvelines— del conocido pensador y filósofo estructuralista y marxista francés Louis Althusser, a causa de un infarto de miocardio (era un empedernido fumador) se encontraron cuidadosamente guardados en sus archivos dos textos autobiográficos. Su sobrino y heredero, François Boddaert, hijo de su única hermana —Georgette Boddaert— decidió su publicación como primer volumen de la edición póstuma de una gran cantidad de textos inéditos que se hallaron tras su muerte, ya que el filósofo fue un prolífico escritor del cual fue divulgada, en vida, solamente una pequeña parte de su producción filosófica y literaria.

Ambas autobiografías fueron traducidas y publicadas en castellano por Ediciones Destino en 1992. La primera, que él había titulado Les faits ("Los hechos"), fue escrita —en su versión definitiva— en el segundo semestre de 1976 y la segunda, que llevaba el título de L´avenir dure longtemps (ha sido traducida al castellano como El porvenir es largo), fue redactada desde últimos de marzo a principios de mayo de 1985. Estas dos autobiografías fueron conocidas sólo por un reducido número de personas, pertenecientes al círculo más íntimo del sujeto, a quienes se las había dado a leer en diversas circunstancias, pero siempre estando él de cuerpo presente, es decir, no permitiendo sacarlas de su despacho. 

Gracias a su publicación, este círculo de lectores se ha ampliado a todos aquellos que hayan tenido la curiosidad de acercarse a ellas, entre los que me cuento. Mi interés ha sido aún mayor por cuanto el autor me era conocido desde mi primera época de estudiante universitario en la Facultad de Medicina de Valladolid. Recuerdo que sus famosos «Aparatos Ideológicos del Estado» (AIE) —esos instrumentos y prácticas de control que un Sistema cultural y económico tiene para sobrevivir, defenderse y perpetuarse, y que no siempre son represivos sino que también sirven para cohesionar a sujetos y formaciones sociales— era un frecuente tema de conversación en ciertos ambientes universitarios españoles antifranquistas que, por entonces, creían ser los herederos patrios de la reciente revuelta estudiantil francesa, acaecida en mayo de 1968. 

Por otro lado, durante lo que se ha venido en llamar «La Transición», tras la muerte del Generalísimo Francisco Franco, Louis Althusser estuvo en España y pronunció —por primera vez fuera de su país— el 26 de marzo de 1976, una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada, titulada «La transformación de la Filosofía», ante nada menos que cinco mil personas y posteriormente —el 5 de abril— otra en el aula magna de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, lugar donde congregó a tres mil personas que acudieron a escucharlo. Tal afluencia de público en ambas conferencias les dará a ustedes una precisa idea de la gran capacidad de convocatoria que tenía este filósofo entre los intelectuales progresistas de entonces. En ambos lugares, y para no faltar a la larga tradición que lo envolvía, cosechó tanto fervorosos aplausos como sonoros abucheos, tal había sido y era su sino de filósofo polémico, cuyo discurso y cuyos textos a nadie dejaban indiferente. 

Ambas autobiografías, como antes les indiqué, fueron escritas en un intervalo temporal de nueve años, en el transcurso de dos encrucijadas biográficas dispares. La primera —que consta de 99 páginas— fue escrita al año siguiente de la muerte de su padre, año en el que, además de ser nombrado Secretario de la Escuela Normal Superior de París, también contrajo matrimonio con Hélène Rytmann, tras veintinueve años de habitual convivencia (bastante tormentosa) con ella. La segunda está redactada cinco años después de que estrangulase a ésta durante un trágico pasaje al acto de su patología mental, es mucho más extensa —consta de 354 páginas— y completa sobradamente a la anterior. 

Trataré, sin ánimo de ser exhaustivo debido a lo extenso del texto (son 453 páginas en total), de entresacar aquellos párrafos que, en mi opinión, puedan resultar más interesantes para intentar realizar una aproximación, lo más cercana posible, al mundo subjetivo que habitaba el filósofo. En razón del tiempo que tengo asignado para mi intervención —más o menos una hora— esta cronología se detendrá tras su primer ingreso psiquiátrico (en el año 1947) o en términos clínicos: me ceñiré primero al período prepsicótico de su trastorno mental y abordaré, después, las circunstancias del desencadenamiento de su locura maníaco–depresiva.

SUS PADRES Y SU NOMBRE PROPIO

Su madre (Lucienne Berger) había contraído matrimonio —en febrero de 1918— con Charles Althusser, once años mayor que ella y hermano de su prometido (Louis Althusser), el cual había muerto en los cielos de Verdún a principios de 1917, durante la Primera Guerra Mundial, mientras tripulaba un aeroplano en el que participaba como observador del Ejército francés. Charles Althusser la propuso, tras comunicarla el fatal desenlace, «ocupar junto a ella el puesto de Louis» (p. 54), su hermano menor, y ella lo aceptó. Cuando nació su primer hijo, el 16 de octubre de 1918, fue bautizado con el nombre de Louis (nombre del ausente tío paterno) al que, lógicamente, se le añadió el apellido de Althusser. De esta manera, su madre pudo realizar un deseo de recuperación del fallecido en lo real de su genitura: ya estaba allí otra vez su prometido, Louis Althusser, y precisamente nacido de su vientre.

Estas coordenadas significantes que pudieran parecernos a primera vista anecdóticas, sin embargo —según nos señalará el sujeto en sus autobiografías— fueron precisamente aquéllas que fraguaron la urdimbre simbólica inicial donde debió organizarse su ser; fueron las líneas maestras de un discurso que le precedía y que tejió la trama familiar que le aguardaba en el momento de su llegada al mundo.

En la primera autobiografía ("Los hechos") llama poderosamente la atención su comienzo: «Ya que soy yo quien lo ha organizado todo, mejor será que me presente sin demora. Me llamo Pierre Berger. No es cierto. Así se llamaba mi abuelo materno […] Nací a la edad de cuatro años en la casa forestal del Bois de Boulogne, en los cerros de Argel» (p. 383). 

Aunque sea mediante una denegación («Me llamo Pierre Berger. No es cierto.») el autor nos indica, en el mismísimo inicio del texto autobiográfico, que él es otro —no Louis Althusser—, que rechaza, que repudia, por consiguiente, su nombre y su apellido. 

Más adelante nos referirá que también usaba ese mismo nombre en la escuela primaria (p. 109) y sabemos —por su biógrafo Yann Moulier Boutang— que en el examen de Licenciatura lo único que no supo responder fue cuando le preguntaron su nombre y apellidos y también que, al final de su ajetreada vida, estampó el nombre de Pierre Berger en la entrada de la puerta del apartamento que habitaba en el número 8 de la calle Lucien–Levenne. 

Por otro lado, también nos cuenta en estas autobiografías que su madre, al enviudar, tomó rápidamente el nombre de soltera, liberándose del Althusser (pp. 133 y 185). Y que su hermana Georgette —que también enfermó de melancolía tras haber alumbrado a su único hijo—, aunque se divorció, permaneció manteniendo el apellido de su exmarido —Boddaert— con tal de no volver a portar el de Althusser (p. 179). Se puede apreciar, en lo que anteriormente les he relatado, que existía, tanto en la madre como en sus dos hijos, un radical rechazo del nombre del padre, del patronímico, encarnado en el significante Althusser.

Respecto de su nombre propio, jugando con las homofonías de la lengua francesa, nos relata lo siguiente: «Cuando vine al mundo, me bautizaron con el nombre de Louis. Lo sé demasiado bien. Louis: un nombre que, durante mucho tiempo, me ha provocado literalmente horror. Me parecía demasiado corto […] y acababa en un agudo que me hería —véase más adelante la «fantasía de la estaca»—. Sin duda decía también demasiado en mi lugar: oui, y me sublevaba contra aquel ‘sí’ que era el ‘sí’ al deseo de mi madre, no al mío. Y en especial significaba: lui, este pronombre de tercera persona, que, sonando como la llamada de un tercero anónimo, me despojaba de toda personalidad propia, y aludía a aquel hombre tras de mí. Lui, era Louis, mi tío, a quien mi madre amaba, no a mí» (p. 57). 

Quisiera indicarles que la fantasía de la estaca a la que me referí antes, data de la época de sus estudios secundarios y es el siguiente: «En clase nos estaban explicando entonces las Cruzadas, con los pueblos saqueados e incendiados, con sus habitantes pasados a cuchillo: la sangre corría en los arroyos de las calles. También empalaban a un buen número de naturales del lugar. Yo me imaginaba siempre a uno, reposando sin ningún apoyo sobre el palo que se hunde lentamente por el ano hasta el interior del vientre y hasta su corazón y sólo entonces moría en medio de atroces sufrimientos. Su sangre resbalaba por el palo y por sus piernas hasta el suelo. ¡Qué terror! Era a mí a quien atravesaban entonces con el palo (quizás por culpa de aquel Louis muerto que siempre estaba detrás de mí)» (pp. 66–67). Una de las figuras del Otro perseguidor, que goza causándole una muerte tan terrible, se dibuja, con mediana claridad, tras esta macabra fantasía de adolescencia que nos narra el filósofo.

SU OPINIÓN SOBRE SUS PADRES

Vamos, a continuación, algunos párrafos dedicados a sus padres. Respecto de su madre nos dice lo siguiente: «Mi madre era masoquista y en consecuencia, terriblemente sádica, tanto en la relación con mi padre que había ocupado el puesto de Louis (y por tanto formaba parte de su meuerte), como en relación a mí (puesto que ella no podía sino desear mi muerte) […] Ante este doloroso horror, yo debía sentir sin cesar una inmensa angustia sin fondo, así como la compulsión a dedicarme en cuerpo y alma a ella, de ofrecerme sacrificialmente a socorrerla para salvarme de una culpabilidad imaginaria y salvarla a ella de su martirio y de su marido, con la convicción inextirpable de que ésa era mi misión suprema y mi suprema razón de vivir […] Por añadidura, mi madre se consideraba arrojada, esta vez por su marido, en una soledad sin recurso posible, y conmigo en una soledad a dos» (pp. 56–57). «Mi madre tenía miedo de todo, de llegar tarde, miedo de no tener bastante dinero, miedo a las corrientes de aire (siempre tenía dolor de garganta, y yo también, hasta mi servicio militar en el que me aparté de su lado), un miedo intenso a los microbios y su contagio, miedo a la multitud y de su ruido, miedo de los vecinos, miedo de los accidentes en la calle y en cualquier parte, miedo a las malas compañías y a frecuentar gente dudosa y por encima de todo, miedo al sexo, al rapto y a la violación […] Sufría en mi cuerpo y en mi libertad la ley de las fobias de mi madre» (pp. 72–73). «Siempre he tenido la sensación de que habían dado mal las cartas y que no era a mí a quien quería ni a quien miraba siquiera […] Cuando me miraba, sin duda no era a mí a quien veía, sino a mis espaldas, en el infinito de un cielo imaginario para siempre jamás marcado por la muerte a otro, aquel otro Louis del que yo llevaba el nombre […] De esta manera me veía como atravesado por su mirada, yo desaparecía para mí en aquella mirada que me sobrevolaba para reunirse en la lejanía de la muerte con el rostro de un Louis que no era yo, que nunca sería yo […] En cualquier caso, desde la primera infancia, me correspondió el nombre de un hombre que no cesó de vivir con amor en la cabeza de mi madre: el nombre de un muerto” (pp. 75–76–77). «Estaba desgarrado, pero sin recursos contra el deseo de mi madre y mi desgarramiento» (p. 83). 

Respecto de su padre, nos refiere que «era en el fondo muy autoritario […] Jamás tomó la mínima iniciativa por lo que se refería a nuestra casa ni a nuestra educación. En este terreno, mi madre tenía todos los poderes […] debo confesar, además, que yo había odiado a mi padre durante mucho tiempo por hacer sufrir a mi madre, lo que yo vivía como un martirio para ella y, en consecuencia, también para mí» (pp. 60–61). «Mi padre había prescrito y abandonado exclusivamente a mi madre el dominio del hogar […] No intervenía nunca —o muy rara vez— más que con breves tartamudeos, y únicamente para demostrar su mal humor. Por lo menos sabíamos que estaba furioso, pero nunca la razón […] A mi hermana y a mí nunca nos decía nada […] Alto y fuerte, sabía que guardaba en su armario el revólver de ordenanza y temblaba de que algún día pudiera utilizarlo […] Muy a menudo, durante la noche, mientras dormía, emitía terribles aullidos de lobo a la caza o acorralado, ruidos interminables, de una violencia insostenible, que nos obligaban a meternos bajo la cama» (pp. 63–64). «¿Tuve verdaderamente un padre? Sin duda yo llevaba su apellido y él estaba allí. Pero en otro sentido, no. Porque nunca intervino en mi vida para orientarla lo más mínimo, nunca me inició en la suya, que habría podido servirme de introducción, por ejemplo, en la defensa física en las peleas de muchachos, y más tarde en la virilidad» (pp. 69–70). En Los hechos nos cuenta, además, que su madre «nunca le hablaba» (p. 394) y que la relación que mantenían sus progenitores entre sí era muy extraña pues «no se hablaban, no se decían nada que pudiera dar a entender que se querían» (p. 393).

Tras estas confesiones que acabo de leerles, creo que no hay que ser un lince para observar tanto su extremada alienación al deseo materno, su masiva identificación con esa «madre mártir y sangrante como una herida» (p. 56), como su radical repudio de la posición de ese padre al que nos describe como autoritario, violento, ausente y distante. En su caso, la función paterna naufraga en su cometido de mediatizar, simbolizándola, la relación imaginaria especular que se establece originalmente entre el hijo y la madre. 

Existiría, entonces, un fracaso en la «metáfora paterna» (Jacques Lacan), operación simbólica necesaria para que el hijo construya un adecuado espacio subjetivo: su propia individualidad y su identidad sexuada. A falta de esta operación significante, el sujeto se verá despojado de la vía que le daría el acceso a la posición viril y se mantiene entonces en la indeterminación sexuada, no sin mostrar una cierta inclinación transexualista (que Jacques Lacan llamó «empuje–a–la–mujer») que, en determinadas ocasiones, se detecta en la fenomenología clínica de la psicosis cuando ésta afecta a los varones. Nos cuenta Louis mientras comenta una fotografía suya de la infancia: «Ni siquiera era un chico, sino una débil niñita» (p. 80). Y más adelante: «No dejaba de querer volar al auxilio de mi madre como al auxilio de una verdadera mártir. No sé por qué consideraba como el peor de los suplicios el lavar los platos, por lo que me precipitaba a hacerlo en su lugar […] Me convertí muy a gusto en un auténtico hombrecito de la casa, una especie de hija remilgada y pálida. Sentía que tenía que faltarme algo por el lado de la virilidad. No era un muchacho y en cualquier caso no era un hombre, sino una mujer de su casa» (pp. 180–181).

ESTUDIOS PRIMARIOS, SECUNDARIOS E INGRESO EN LA E.N.S.

Realizó sus estudios primarios en Argel, en un colegio especial para la colonia francesa, lugar donde recibió una educación católica que le marcaría indeleblemente. En 1930 trasladan a su padre (empleado de banco) a Marsella. Allí cursa, de modo brillante, los estudios de Bachillerato en el instituto Saint–Charles, donde se convierte en cómplice inseparable de un compañero de clase, llamado Paul, que lo defiende de otro chico por el que se sentía «literalmente perseguido» (p. 113) pues —como anteriormente nos relató, y que él mismo articula a una ausencia de la función paterna— padecía un verdadero terror a pegarse, pues «sentía un miedo cerval a pelear físicamente: siempre el mismo miedo de ver mi cuerpo mermado. En realidad, nunca, ni una sola vez, me he peleado físicamente en mi vida» (p. 107). Con Paul mantendrá una relación apasionada, «de auténtico flechazo» (p. 113). Como este amigo, esta especie de doble especular que encuentra Louis, se enamorase de una chica, él también lo hace: «En adelante miré a aquella chica como si la amara y me entregué intensamente a aquel amor por poderes […] La belleza y el perfil de aquella chica me habían marcado para toda la vida; digo bien: para toda la vida» (pp. 116–117).

Al final de este tiempo de estudios secundarios, le da clases un «gran profesor de letras: M. Richard […] un hombre de una suavidad y una delicadeza infinitas; también él un espíritu puro, indiferente a todas las tentaciones del cuerpo y de la materia, como la doble imagen recompuesta de mi madre y de mí mismo […] Interpreté con él el papel del hijo amoroso y dócil, considerándolo, pues, como un buen padre, porque yo mantenía respecto a él el papel del ‘padre del padre’ […] Manera de saldar paradójicamente mi relación con un padre ausente dándome un padre imaginario, pero comportándome como su propio padre» (p. 120). 

Esta posición subjetiva, sustentada en el orden imaginario, como el mismo Louis nos indica, de ocupar ese lugar que él llama «el padre del padre» —e incluso «el padre de la madre» como veremos posteriormente— se va a repetir en adelante con sus futuros maestros, frente a los que desplegará una especularidad imaginaria mediante el recurso a lo que llama «mis artificios, la imitación de la voz, los gestos y la letra, los giros gramaticales y los tics de mi profesor, que me conferían no sólo el poder sobre él, sino una existencia para mí. En pocas palabras, una impostura fundamental, aquel parecer ser lo que yo no podía ser: esa falta de cuerpo no apropiado, y en consecuencia, de mi sexo […] Al no existir realmente, yo no era en la vida más que un ser de artificio, un ser de nada, un muerto que no podía llegar a querer y ser querido excepto mediante el rodeo de artificios e imposturas copiados de aquellos por los que deseaba ser querido y a los que intentaba querer al seducirlos» (pp. 120–121). Precisamente será este profesor «quien me convenció de que preparara más tarde el examen de ingreso en la École Normale Supérieure de París» (p. 120).

En 1936 trasladan de nuevo a su padre —esta vez a Lyon— donde Louis ingresará en el Lycée du Parc para preparar ese examen de ingreso en la École Normale Supérieure. Dicha preparación duraba tres o cuatro años durante los que tuvo épocas de una desesperación profunda y prolongada, especialmente tras el traslado de su profesor favorito, el sacerdote Jean Guitton (quien llegó a ser consejero del papa Pablo VI), un personaje con el que, en adelante, mantendrá, hasta su muerte, un fuerte vínculo transferencial, ya sea de modo epistolar o bien llamándolo a su lado cuando se encontraba atravesando períodos de intenso sufrimiento mental. En julio y agosto de 1939 aprueba dicho examen de ingreso en esta prestigiosa y elitista Escuela. Al mes siguiente —en septiembre— es movilizado por el Ejército francés con un grupo de alumnos oficiales de la reserva de artillería, siendo hecho prisionero por los alemanes en Vannes, en el mes de junio de 1940.

EL CAUTIVERIO (1940-1945). SU PRIMERA MASTURBACIÓN Y LA PROBLEMÁTICA CONCERNIENTE A SU EXISTENCIA CORPORAL

Durante cinco años va a permanecer cautivo en los campos de concentración nazis para prisioneros de guerra, llamados Stammlager (abreviado: Stalag), donde escribirá otro texto que también ha sido publicado póstumamente: Journal de captivité (Diario de cautiverio). Allí, a pesar del hambre, de las enfermedades, de las bajas temperaturas, de los trabajos forzados y de la ausencia absoluta de libertad, nos dice que se encontraba como un pez en el agua: «En realidad debo reconocer que me instalé bastante bien en la cautividad (una verdadera comodidad, porque era seguridad verdadera bajo la guardia de los centinelas alemanes y las alambradas). No tenía ninguna preocupación por mis padres, y confieso que incluso encontré en aquella vida fraternal, entre auténticos hombres, motivos para soportarla como una vida fácil y feliz porque estaba bien protegida […] Allí me sentía seguro, protegido de todo peligro por la propia cautividad y nunca pensé seriamente en evadirme» (pp. 144–145). 

Es de reseñar que, en el último período de su cautiverio, tuvo una noche, a la edad de veintisiete años, su primera experiencia sexual (una masturbación), la cual, nos señala que «desencadenó en mí una emoción tal que me desmayé» (p. 98).

Quisiera señalar, tras esta revelación del filósofo, dos parágrafos de Jacques Lacan que nos podrán orientar acerca de la condición de su estructura subjetiva. 

La primera de ellas se encuentra en la página 108 de su libro Los complejos familiares en la formación del individuo ("La Familia"), publicado en 1938 en la Enciclopedia Francesa. Dice así: «Si se puede distinguir alguna tara en el psiquismo antes de la psicosis, se la debe entrever en las propias fuentes de la vitalidad del sujeto, en el más radical pero también en el más secreto de sus ímpetus y de sus aversiones; en nuestra opinión, consideramos que se puede reconocer un signo singular de ello en el desgarro inefable que estos sujetos acusan espontáneamente por haber caracterizado a sus primeras efusiones genitales». 

La segunda la encontrarán en la clase del 27 de marzo de 1957, en su capítulo XV, pág. 260 ("Para qué sirve el mito"), correspondiente a su Seminario IV: La relación de objeto y las estructuras freudianas. En referencia a la imposibilidad que se le presenta al sujeto psicótico de simbolizar el goce fálico, el goce real, orgásmico, del órgano peniano, debido a la carencia del significante fálico, inducida por esa ausencia del significante del Nombre–del–Padre (N.d.P), que anteriormente les indiqué, en la construcción de su estructura psíquica (que él denominó forclusion), Lacan dice lo siguiente: «Hace mucho que insistí en el carácter devastador, muy especialmente en el paranoico, de la primera sensación orgásmica completa […] En determinados sujetos encontramos, constantemente, el testimonio del carácter de invasión desgarradora, de irrupción perturbadora, que presentó para ellos esta experiencia».

Este antecedente clínico se aúna con la certeza que experimenta el sujeto de no poseer un cuerpo, problemática que también hayamos con regular frecuencia en el campo de la psicosis, por cuanto no se produce en ella lo que Sigmund Freud denominó «represión originaria» (Urverdrängung), represión que fundará la existencia del sujeto del inconsciente en el cuerpo real, el cual será recortado de este modo por el orden simbólico y sometido a la represión secundaria o represión propiamente dicha. Debido a la ausencia de ese significante primordial en el cuerpo de lo simbólico —que es el que hará  del ser viviente un cuerpo de sujeto—, el cuerpo en la psicosis tendrá otro destino: es un organismo sin mediación simbólica, atrapado en lo imaginario, desabonado del inconsciente, desencarnado, poseedor de un goce mortífero, de un goce inhumano y a la deriva, frente al cual cada sujeto psicótico, uno por uno, adoptará como defensa sus propias estratagemas.

Veamos el relato del filósofo: «¿A través de qué tenía yo acceso al mundo que me rodeaba cuando era niño, tan estrecho y repetitivo? ¿A través de qué podía relacionarme bien con el deseo de mi madre, introduciéndome en él? Pues como ella, es decir no por el contacto del cuerpo y de las manos, sino por la utilización exclusiva del ojo […] Era por tanto, el niño del ojo, sin contacto, sin cuerpo, porque es a través del cuerpo que pasa todo contacto. Como yo no me sentía ningún cuerpo, no tenía ni siquiera que guardarme del contacto con la materia de las cosas o del cuerpo de la gente, y sin duda era por esa razón por la que tenía un miedo atroz a pegarme […] o, una idea que no se me ocurrió nunca antes de los veintisiete años, masturbarme. Ahora bien, mi cuerpo deseaba profundamente tener una existencia propia» (pp. 284–285).

Esa existencia corporal que anhelaba Louis será finalmente lograda gracias a la filosofía de Marx, «con un rodeo previo a través de Spinoza, Maquiavelo y Rousseau: fueron mi ‘camino real’ hacia él» (p. 289). Así, nos relata que «Cuando ‘encontré’ el marxismo me adherí a él por mi cuerpo […] En el marxismo, en la teoría marxista, encontraba un pensamiento que tenía en cuenta la primacía del cuerpo activo y trabajador sobre la conciencia pasiva y especulativa, y consideré aquella relación como el materialismo mismo. Me fascinó y me adherí sin ningún trabajo a esta visión que no era una revelación para mí porque era mi propio caudal» (pp. 287–288).

Mediante este recurso al cuerpo teórico («Corpus») del materialismo histórico, del materialismo dialéctico, logrará el filósofo alcanzar una posesión —sin duda precaria— de su propio cuerpo. Escribe: «Por fin era feliz en mi deseo, ser un cuerpo, existir antes de nada dentro de mi cuerpo, en la prueba material irrefutable que el cuerpo me daba de existir verdaderamente y al fin» (p. 287). 

SALIDA DEL CAMPO DE CONCENTRACIÓN E HIPOCONDRÍA

En mayo de 1945 es liberado del campo de concentración y se incorpora a su puesto en la École, pues recuerden que había aprobado el ingreso en ella seis años atrás. Paradójicamente, esta liberación le precipita en un estado depresivo ya que «yo no quería de ninguna manera escapar de aquella cautividad que me iba como un guante» (p. 147). Sufrió mucho al separarse de su amigo Robert Daël, «un hombre verdadero […] al abrigo de su protección me convertí en su consejero para todas las cosas, incluso en el consejero de sus audacias haciéndome así de nuevo el ‘padre del padre’ o más bien y al mismo tiempo el ‘padre de la madre’, como para resolver una vez más a mi manera la soledad y la contradicción de no haber tenido nunca ni una verdadera madre ni un verdadero padre. Me doy cuenta perfectamente de que estaba a mi manera muy ‘enamorado’ de él» (p. 146). 

Tras la separación forzosa de este hombre, en la que «le hice jurar incluso que no se casaría nunca. Lo prometió, pero no me sirvió de nada, porque me dejó en mi desgracia» (p. 147), Louis no dejó de pensar, durante una larga temporada, de modo obsesivo en él.

En el transcurso de este estado de abatimiento en el que se sentía «irremediablemente viejo y superado por todos los acontecimientos» (p. 151), le sobreviene un acceso hipocondríaco con matices delirantes. Se trataba de la certeza de padecer una enfermedad venérea, cuestión por la que consulta, sucesivamente, «a diez médicos militares que me encontraron sano, pero cada vez estaba persuadido de que me escondían algo» (p. 150). Más adelante nos dice: «Tenía la certeza de haber contraído una enfermedad sexual y por consiguiente, de no poder disponer nunca verdaderamente de mi sexo de hombre» (p. 182). Además, le angustiaba de modo continuo el temor de quedarse ciego por unas supuestas «moscas volantes» (p. 151). 

El médico de la École, el doctor Étienne, a quien posteriormente también consulta sus padecimientos hipocondríacos, le ofrece su protección y le propone ocupar una pequeña habitación junto a la Enfermería, lugar que se convertirá en adelante en su vivienda habitual durante treinta y cuatro años, hasta el fatídico domingo 16 de noviembre de 1980, día en el que estranguló a Hélène Rytmann, su esposa (con la cual matenía, ya lo indiqué anteriormente, una relación conyugal estragante) en su lecho conyugal, tras darle un masaje en la espalda y, después, en el cuello (que terminó, digamos, en un masaje estrangulante). 

De este modo, el filósofo encontró en la Institución de la parisina calle de Ulm un refugio alternativo al que había constituido el campo de concentración, refugio cuya significación nos desoculta él mismo: «¿En qué se convirtió la École? Muy rápidamente debería decir desde el principio, en un verdadero ‘capullo’ materno, el lugar donde me encontraba cálido y en casa, protegido del exterior, donde no tenía que salir para ver a la gente, porque pasaban o venían, en especial cuando me hice conocido; en pocas palabras, también fue la sustitución de un medio materno, del líquido amniótico» (p. 218).

En este párrafo que les acabo de leer nos ofrece el testimonio de que permanece capturado en el interior del continente materno, no habiendo nacido a su propio espacio —y deseo— subjetivo, pues no ha sido eyectado de ese claustro correspondiente al espacio psíquico maternal originario; en ese lugar se encontrará a resguardo de la castración (simbólica), ya del todo imposible para él pues ab initio rechazó el significante paterno, ése que le hubiera permitido nacer al universo de lo simbólico.

Posteriormente, tras la eclosión de su psicosis maníaco–depresiva, los establecimientos psiquiátricos, «la protección maternal del hospital» (p. 189) cumplirán esa misma función: la de aportarle un espacio protector ante los diversos embates que procura tanto la propia existencia como la relación con el mundo de los demás. 

EL ENCUENTRO CON HÉLÈNE RYTMANN

Durante este período de dolorosa incertidumbre subjetiva que estaba transitando el filósofo «deseaba creerme enamorado de una chica, pero no podía soportar que ella se enamorara de mí. Antigua repulsión, como se puede ver. Entonces conocí a Hélène» (p. 153). Efectivamente, en diciembre de 1945 —y no de 1946 como nos cuenta en la autobiografía— conoce a Hélène Rytmann, ocho años mayor que él, quien había militado en la Resistencia contra los alemanes y donde, según apreciación de Louis, «había tenido incluso importantes responsabilidades militares (ella, una mujer, en aquella época había sido un hombre)» —p. 174—. Ésta descendía de una familia rusa judía ortodoxa que había emigrado a Francia; era huérfana y vivía tras la Guerra «en la miseria más negra» (p. 163). 

Nuestro sujeto, en el preciso instante en que se la presenta su amigo Georges Lesèvre, advirtió en ella «un dolor y una soledad insondables […] A partir de aquel momento experimenté un deseo y una oblación exaltantes: salvarla, ayudarla a vivir». Desde entonces esa tarea oblativa se convertirá para él en «una misión suprema que no cesó de ser mi razón de ser hasta el último momento […] Imaginad aquel encuentro: dos seres en el colmo de la soledad y de la desesperación que, por azar, se encuentran cara a cara y que reconocen en cada uno de ellos la fraternidad de una misma angustia, de un mismo sufrimiento, de una misma soledad y de una misma espera desesperada» (p. 156). 

Durante esa reunión, Hélène le invitó a tomar el té en su vivienda de la plaza Saint–Sulpice y, pocos días más tarde, él acudió a la cita. Cuando se despidieron, ella «acarició imperceptiblemente mis cabellos rubios, sin decir palabra. Pero yo lo comprendí perfectamente. Me invadieron la repulsión y el terror. No podía soportar el olor de su piel, que me pareció obsceno» (p. 163). 

EL DESENCADENAMIENTO DE SU PSICOSIS MANÍACO-DEPRESIVA Y SU PRIMER INTERNAMIENTO PSIQUIÁTRICO. LA FORCLUSIÓN DEL N.d.P.

Un año y tres meses después (en febrero de 1947) se precipita lo que él llama «el primer drama» (p. 65), es decir, el franco desencadenamiento de la psicosis que tomará, en su caso, una orientación maníaco–depresiva. Nos cuenta que, con ocasión de hallarse ambos en «el pequeño reducto de la enfermería» (p. 165), ella, sentada en la cama a su lado y tomando la iniciativa le besó. «Yo no había besado nunca a una mujer (¡a los treinta años!), y sobre todo nunca me había besado una mujer. Me atravesó el deseo, hicimos el amor encima de la cama, aquello era algo nuevo, sobrecogedor, entusiasta y violento. Cuando ella se fue, se abrió un abismo de angustia en mí, que no se cerró jamás. A la mañana siguiente, telefoneé a Hélène para advertirle, violentamente, que nunca jamás volvería a hacer el amor con ella. Pero era demasiado tarde. La angustia no me abandonó y cada día que pasaba se me hacía más intolerable […] Intentaba asirme a la vida como podía y a mi amigo el doctor Étienne: imposible, cada día me hundía irremediablemente un poco más en el vacío aterrador de la angustia» (p. 166). Podemos apreciar en este relato cómo es la coyuntura del encuentro en lo real sexual con el Otro sexo la que precipitará el desencadenamiento de su psicosis. En cierta ocasión diría a un amigo: «Lo fastidioso es que existen los cuerpos, o peor aún, los sexos» (p. 54).

Poco tiempo después, aconsejado por Hélène, consulta con Pierre Mâle, «el gran psiquiatra y analista de la época» (p. 166), quien —tras un largo interrogatorio— concluye que Louis padece un estado de «demencia precoz» (esquizofrenia) y exige su hospitalización inmediata en el hospital psiquiátrico de Sainte–Anne, donde es ubicado dentro del pabellón Esquirol. Al no mejorar en absoluto (más bien lo contrario), y por mediación otra vez de Hélène, acude a visitarlo al hospital el entonces emigrante vasco Julián De Ajuriaguerra, quien se haría más tarde célebre por su Manual de Psiquiatría Infantil, cuyo diagnóstico fue que presentaba un cuadro melancólico muy grave y prescribe como tratamiento la administración de electrochoques (p. 168). Mientras tanto, Hélène, que había concebido un hijo en aquella única relación sexual que mantuvo con Louis, «también había estado hospitalizada, aunque en su caso para abortar, pues sabía que yo jamás hubiera soportado aquel hijo mío que llevó dentro» (p. 428).

Ahora podemos ver más claramente que —en el referido encuentro sexual con esta mujer— había un más allá de la simple relación carnal con el Otro sexo y este más allá era, ni más ni menos, que la cuestión de la paternidad. Razón de más para que se produzca el desencadenamiento en el sujeto que habita en la estructura psicótica pues, como ya antes les indiqué, ésta se construye sin la presencia de un significante primordial, el significante paterno, significante necesario en el hombre para el acceso a la identidad viril, para el encuentro en lo real sexual con el Otro sexo y para la asunción simbólica de la paternidad. 

También puede apreciarse esta imposibilidad inasimilable para nuestro sujeto de acceder a una posición paterna (por la ausencia en su estructura psíquica del significante del N.d.P) cuando nos relata sus escarceos amorosos, tanto con Franca como con Claire, a las que terminará acusando de haber tenido «ideas sobre mí» en el preciso instante en que ambas «pusieron sobre el tapete, indirectamente o no, la cuestión de vivir con ellas y de tener un hijo […] Inmediatamente caí enfermo, muy deprimido» (pp. 188–189).

Él mismo nos reitera en varios lugares de sus autobiografías que es huérfano de padre simbólico, de significante paterno, orfandad que tratará de suplir mediante el recurso al padre imaginario, ese padre cuyas figuras pulularán por doquier: «Los más grandes filósofos han nacido sin padre y han vivido en la soledad de su aislamiento teórico y el riesgo solitario que corrían frente al mundo. Sí, yo no había tenido padre y había jugado indefinidamente al ‘padre del padre’ para hacerme la ilusión de tenerlo, en realidad darme a mí mismo el papel de un padre respecto a mí, puesto que todos los padres posibles o encontrados no podían representar el papel. Y los rebajaba desdeñosamente al colocarlos debajo de mí, en mi subordinación manifiesta. Yo debía convertirme, pues, filosóficamente, en mi propio padre. Y no era posible más que confiriéndome la función por excelencia del padre: la dominación y la soberanía de toda situación posible» (pp. 227–228).

Aquí observamos, claramente, que esta función que el filósofo adjudica al padre —la dominación y control de toda situación—, y que él se confiere a sí mismo para poner en juego al «padre del padre», es, sin duda, la que correspondería a una de las variadas figuras del padre imaginario, pero en absoluto se trataría de la función del padre simbólico, que es exactamente la de ser el significante del padre muerto y que, por tanto, carece de toda figuración ya que se trata, sensu stricto, de un puro significante. El padre, nos indicó Jacques Lacan, es una metáfora. Empleando términos económicos, tan queridos por Freud: toda deflación producida en el interior del orden simbólico acarrea, indefectiblemente, una inflación proporcional en el orden imaginario, pues ambos órdenes interactúan estrechamente entre sí dentro de la experiencia existencial intra e intersubjetiva.

Tras sufrir «unos veinticuatro electrochoques, en días alternos, en la inmensa sala común» (p. 168), que «por aquel entonces se hacían a lo vivo, sin narcosis ni curare» (p. 427), su deplorable estado psíquico fue mejorando paulatinamente «y muchos meses después de mi entrada en el pabellón Esquirol, me sentí mejor, aunque siempre vacilante, pero menos angustiado, y salí del hospital. Hélène me esperaba en la puerta. ¡Qué alegría!» (p. 169). Tras esta «estancia atroz» (p. 167) en el manicomio de Sainte–Anne su estado de ánimo viró bruscamente hacia la hipomanía, dentro de la cual se sentía feliz y exultante: «Si era y me sentía por fin tan joven, era porque Hélène resultaba para mí una buena madre y también un buen padre […] me quería como una madre a su hijo, su milagroso hijo, y al mismo tiempo, como un padre, un buen padre al fin, porque se limitaba a iniciarme en el mundo real, aquel mundo infinito en el que no había podido entrar» (p. 176). Y es que «Hélène tenía la voz misma de su rostro: incomparablemente cálida, buena, siempre grave como la de un hombre» (p. 211). 

Si ustedes han prestado atención, habrán escuchado que es la segunda vez que se refiere a su amada Hélène como poseedora de destacados atributos viriles, lo que nos hace sospechar que ésta no representaba para él sino la imagen especular narcisista de sí mismo, semblante que lo pondrá a resguardo de esa radical otredad que para el hombre, e incluso para toda mujer, constituye el enigma insondable de lo femenino. A mi juicio, será esta captura narcisística que realiza con Hélène, en la serie imaginaria, la que daría una muy precisa cuenta de su hipótesis final sobre el homicidio de ésta, el cual no habría sido sino «un suicidio por persona interpuesta» (p. 355).

Este internamiento psiquiátrico que he referido será el primero de una larga serie de veinte (en Los hechos nos cuenta que «en total, habré pasado quince años entre hospitales y clínicas psiquiátricas» (p. 425), debidos a períodos de intensa depresión seguidos de «un estado hipomaníaco que me proporcionaba todas las satisfacciones de la extrema facilidad, de la aparente resolución de todas las dificultades, tanto mías como ajenas. Podía trabajar mil veces más y recuperar entonces mil veces el pseudo retraso que había sufrido […] Con gran rapidez pasaba de la depresión a la hipomanía, que tomaba a veces el aspecto de una auténtica manía muy violenta. Entonces me sentía efectivamente todopoderoso, en especial, sobre el mundo exterior, sobre mis amigos, sobre mis proyectos, sobre mis problemas y los del prójimo […] Todo me resultaba de una increíble facilidad, sobrevolaba todas las dificultades, tanto las mías como las de los demás, me metía a resolver, sin que me lo hubieran rogado, sus propios problemas. Me lanzaba a iniciativas extremadamente peligrosas, que les hacían temblar, pero hacía caso omiso de sus objeciones, absolutamente convencido como estaba de ser el amo absoluto, amo absoluto del juego, de todos los juegos y por qué no, por lo menos una vez, casi a escala mundial […] En aquella prodigiosa facilidad y pretensión había una enorme dosis de agresividad» (pp. 190–191). 

"CAIMÁN" DE FILOSOFÍA EN LA E.N.S. DE PARÍS

Al año siguiente —en 1948— es nombrado «caimán» de filosofía, es decir, el encargado de preparar a los candidatos para la agregación. Al comienzo sus alumnos fueron muy escasos, pero poco a poco y merced a su trabajo intelectual y a la escritura de textos (que tuvieron una gran acogida editorial) su figura se fue agrandando y consiguió crear en torno suyo todo un movimiento filosófico y político. Todo esto fue logrado a pesar de las ausencias, a veces prolongadas, debidas a los internamientos psiquiátricos, de su puesto de trabajo docente, que era, por consiguiente, muy irregular. Sin embargo, la dirección de la École le dio de baja por enfermedad solamente una vez.

Sus padres, a raíz del desencadenamiento de su psicosis, se desentendieron por completo de él, pues «Los allegados de los enfermos son también apestados públicos, tan grande es el temor que todo el mundo alberga, sobre todo los más próximos, de enfermar también ellos. Ni una sola vez en treinta años, mi madre o mi padre me visitaron en alguna de mis clínicas, cuya dirección conocían perfectamente» (p. 465). Durante las desestabilizaciones psicóticas —que periódicamente sufría el filósofo— allí estaba su compañera y amada Hélène tomando las riendas de su célula social y política, clasificando su correspondencia, atendiendo al teléfono e informando de su estado, ya que le visitaba diariamente en sus hospitalizaciones y cuando salía de ellas siempre se dirigían los dos a un pueblecito donde se refugiaban en una casa antigua de muros de piedra. Allí Louis Althusser encontraba «la paz, el viento y el mar» (p. 334).

Quisiera finalizar mi intervención citando el recuerdo que de él guarda uno de sus discípulos de la École, el filósofo Bernard–Henri Lévy: «Hacia 1966. La calle de Ulm. Louis Althusser. El maestro explica a sus discípulos el arte sagrado de la disertación. ¿Un bloqueo? ¿Un obstáculo? Id al diccionario, decía. Tomad una palabra. Luego otra. Seguidlas. Seguid sus pistas. Apretadlas tan juntas como podáis. Rompedlas. Separadlas. Uno se divide en dos. Dos se juntan en uno. En una palabra: escribid. Sobre todo no dejéis de escribir. Porque una vez más, es en el juego de palabras, en la continuidad de la escritura, donde se encuentra el secreto de la filosofía» (diario El Mundo. Suplemento «La Esfera» del 27 de octubre de 1991, página 8).

Y también uno de los secretos de la vida mental del ser humano, añadiría yo. 

BIBLIOGRAFÍA 

Louis Althusser. El porvenir es largo. Ediciones Destino. Colección Áncora y Delfín. Barcelona, 1992.

Jacques Lacan. La Familia (Los complejos familiares en la formación del individuo).Editorial Argonauta. Biblioteca de Psicoanálisis. Buenos Aires. Barcelona, octubre de 1982.

Jacques Lacan. El Seminario. Libro IV: La relación de objeto y las estructuras freudianas. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona, 1994.

*** Ponencia leída en el transcurso de las Jornadas «GENIO, LOCURA Y CREATIVIDAD», organizadas por el Hospital ‘Santa Isabel’ de León, la Asociación Castellano-Leonesa de Salud Mental, el Grupo de Estudios Psicoanalíticos de Castilla y León (GEP-CL) y el Círculo Psicoanalítico de León, que se celebraron en el Salón de Actos del Centro Cultural "Caja España" los días 4 y 5 de abril de 2003. Publicada en «NORTE de Salud Mental. Revista de Salud Mental y Psiquiatría Comunitaria». Volumen V, número 20. Junio de 2004.

POST SCRIPTUM

Lo anterior fue lo que escribí y publiqué pero ahora, catorce años después, me apetece mucho escribir algo más sobre Louis Althusser y todo aquello que me vaya surgiendo mientras lo hago. 

Hasta mediados de los años sesenta el marxismo dominante era el marxismo-leninismo, que tenía a Karl Marx como el filósofo de la nueva historia: la lucha de clases, que debía conducir primero al socialismo y después a la sociedad comunista. Su pensamiento invertía y negaba las ideas de sus maestros (Hegel y Feuerbach) en lo tocante a que las leyes del materialismo dialéctico eran mucho más capaces de dar cuenta de la realidad que la 'ciencia burguesa'.

Precisamente fue Althusser quien rompió con todo eso y señaló, con acierto, una ruptura en el pensamiento del idolatrado Marx. Distinguió al "joven Marx", el de los Manuscritos, y al "Marx maduro", el de El Capital.

Hay una afirmación suya, que creo que algún lector conozca, en un texto dedicado a polemizar con el marxista inglés John Lewis y que resume su pensamiento: "La historia es un proceso sin sujeto ni fines". O sea, que el futuro no está escrito, como algunos piensan, sino que depende de la voluntad activa de los hombres agrupados por intereses de clase. ¿Louis Althusser profeta? Sí, lo estamos viendo y, desgraciadamente, padeciendo en nuestra misma actualidad.

En 2011 la editorial Grasset publicó Lettres à Hélène, que también apareció en castellano: "Cartas a Elena", un grueso volumen de casi 700 páginas, que incluye 250 documentos, entre cartas, notas, telegramas y postales. Todo lo que le escribió Louis a Hélène desde 1947 hasta 1980, a la que llamaba "mi pequeña camarada". Lo que ella le contestó a él (170 documentos) por el momento va a quedar inédito, debido, entre otras cuestiones, a problemas de derechos de autor según explica el editor (Olivier Corpet) en el prólogo de dicho libro. Cito una frase de una de ellas:"Te amo tal como eres, a pesar de nuestras disputas y nuestras heridas, a pesar de esos combates en los que nos desfiguramos, en todos los sentidos del término."

Las principales obras filosóficas de Louis Althusser, que tiene unas cuantas, son La revolución teórica de Marx y Para leer el Capital, esta última en colaboración con algunos de sus discípulos y que personalmente leí, junto con otras personas, en mis primeros tiempos de estudiante universitario. 

MI PRIMERA LECTURA DEL TOMO PRIMERO DE LAS "OBRAS COMPLETAS" DE FREUD 

Prosigo. En el mes de mayo de 1973, la que fue el gran amor de mi vida, no el único, me regaló el primer tomo de las Obras Completas de Freud, que había comprado, en la 'Librería Paradiso' de Valladolid y que había sido publicado por la Editorial "Biblioteca Nueva" el año anterior, es decir en 1972 (ese año, en el que se cumplía el cincuentenario de la primera edición por parte de esa editorial, se publicaron los 6 primeros tomos ya que el séptimo y el octavo se publicaron en 1974 y el último, el noveno, en 1975) con la siguiente dedicatoria: Deseo que esta obra sea un peldaño más en la realización de tu vida y contribuya a alcanzar lo que los dos queremos, en todos los sentidos. Con todo mi cariño.

Ese tomo I, como todos los siguientes, estaba traducido directamente del alemán por Luis López-Ballesteros y de Torres, que trabajaba como inspector de Hacienda, pero su verdadera vocación eran las Letras y fue un traductor prolífico que frecuentaba de modo asiduo la "Tertulia de Pombo", acaudillada por Ramón Gómez de la Serna. Su traducción del alemán al castellano fue alabada por Freud (que en su juventud lo había aprendido con un amigo y compañero de estudios, Eduard Silberstein, con quien fundó la "Academia Castellana" (A.C.) para leer a Cervantes; ellos dos eran sus dos únicos socios y usaban el castellano como lenguaje críptico, para que los demás compañeros de clase no entendiesen ni papa de los mensajes que se enviaban entre sí), en una carta que le envió el 7 de mayo de 1923.

La revisión y ordenación de los textos corría a cargo del psiquiatra chileno Luis Jacobo Numhauser Tognola, que realizó (¡vaya inmenso trabajo el suyo!), para cada tomo, cuatro índices alfabéticos: un índice temático general, otro índice de los autores citados, un tercer índice de publicaciones y, finalmente, un cuarto índice bajo el epígrafe de Freud por Freud que es un texto básico para un estudio biográfico, ya que consigna su historia, su personalidad, sus sueños, su labor científica, sus anécdotas, sus postulaciones y su propia sintomatología clínica, además de ubicar todas aquellas citas latinas o en otros idiomas más citadas por él. Por cierto, que aún vive en Santiago de Chile (va a hacer los 85 años puesto que nació el 16 de octubre de 1932) y he intentado tomar contacto con él, por Internet, hace algún tiempo, diciéndole que soy un fan suyo; pero no he recibido respuesta, debe estar ya muy viejecito. También me he enterado que el texto completo, que yo leía en cada tomo, ha sido publicado en edición rústica por la editorial Biblioteca Nueva en 2014: Freud por Freud que vale 30 euros y que pienso comprar próximamente.

En cuanto al contenido del tomo I, me apasionaron "Un caso de curación hipnótica" y "Los estudios sobre la histeria". Me pareció un coñazo insufrible el "Proyecto de una psicología para neurólogos", así es que abandoné su lectura tras cuatro o cinco páginas. También me gustó el "Prólogo a la primera edición", en 1922, que realizó José Ortega y Gasset, catedrático de Metafísica en la Universidad Central madrileña (Complutense, en la actualidad), muy vinculado a la "Institución Libre de Enseñanza", fundada por Giner de los Ríos. Ortega y Gasset se mostraba muy crítico frente a la España tradicional, derivada de la Restauración y fue el introductor de las corrientes filosóficas alemanas en los países de habla castellana. Su crítica al "positivismo" tuvo una gran acogida entre las nuevas hornadas de filósofos. Tras leer a Freud en alemán, quedó tan entusiasmado que recomendó, y presionó, a su amigo Ruiz Castillo, que era entonces el propietario de la editorial "Biblioteca Nueva" para que se publicasen las obras de Freud, ya que eran muy apreciadas y leídas en Europa. Una hazaña sin parangón en comparación con otras lenguas, ya que fue la primera vez que se traducía a Freud, pues se le venía leyendo, hasta entonces, pero únicamente en el idioma alemán. Esta fue la primera vez que se tradujeron a otro idioma las Obras Completas de Sigmund Freud.

Además, en la publicación que Ortega y Gasset dirigía, La Revista de Occidente, se publicaron diversos artículos de psicoanálisis entre 1923 y 1925 y también trabajos sobre la teoría psicosocial del denominado "hombre-masa", con reseñas de trabajos que publicaban García Morente y Sacristán (un psiquiatra, que llegó a ser director de la sección de mujeres del manicomio de Ciempozuelos, represaliado por el Régimen franquista; fue maestro de Ángel Garma; véase mi escrito sobre el libro de Albano de Juan Los médicos de la otra orilla).

Finaliza así el primer párrafo de su Prólogo: "La claridad, no exenta de elegancia con que Freud expone su pensamiento, proporciona a su obra un círculo de pensamiento indefinivo. Todo el mundo, no sólo el médico o el psicólogo, puede entender a Freud y, cuando no convencerse, recibir de sus libros fecundas sugestiones". 

Y termina con este otro párrafo: "El libro presente es el más adecuado para introducir el pensamiento freudiano a las gentes curiosas que hasta ahora lo desconocían. Poco a poco se va viendo en él aparecer el ingenioso edificio de observaciones y supuestos con que Freud pone cerco al secreto palpitante de nuestra intimidad psíquica".

En cuanto a la "Introducción de este tomo primero", del gallego Juan Rof Carballo, no me gustó demasiado, me pareció un poco "pesado". La editorial promete allí que prologaría los siguientes tomos. En el segundo tomo, La interpretación de los sueños, cuyo epílogo escribe, me pareció mucho más interesante y comienza así: "Dice Miguel Foucault que el presente libro, La interpretación de los sueños, es,con El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche, y con El Capital, de Marx, una de las tres obras fundamentales del mundo moderno". Cita allí a Ángel Garma y a su Psicoanálisis de los sueños (1948) y finaliza su exposición con el famoso sueño del químico alemán August Kekulé, el iniciador de la química orgánica, merced a su descubrimiento de la estructura hexagonal de la molécula del benceno, por un sueño que tuvo (en el que aparecía una serpiente mordiéndose la cola, lo que le llevó a plantearse, después, la posibilidad de que dicha molécula bencénica tuviese forma de anillo); esto último no lo dice Rof Carvallo, lo escribo yo. En el tercer tomo asoma un poco la oreja, con un breve prólogo de página y media, para desaparecer, de modo definitivo, a partir del cuarto tomo. Luego, cuando lo he releído, con motivo de escribir este escrito, me he encontrado con un error garrafal suyo: dice que fue con su amigo Fluss, nacido como él en Freiberg, con quien Freud aprendió el castellano y fundó la A.C. (véase mi escrito "Semblanza biográfica: Freud en Freiberg-Prîbor") cuando en realidad fue con su compañero de clase (Eduard Silberstein) con quien lo hizo. 

Y ya puesto, voy a escribir sobre Juan Rof Carballo. Tengo un libro suyo, ya muy neurobiologicista, pero que me ayudó cuando ejercía de médico rural. Se trata de Teoría y práctica psicosomática (1984), publicado por ELEXPURU, S.A., Zamudio-Vizcaya.

Juan Rof Carballo nació en Lugo, en 1905, estudió la carrera de Medicina en Santiago de Compostela y fue discípulo de Roberto Novoa Santos, de cuya mano se inició en la Patología General. Allí se relacionó con destacadas personalidades de la medicina y de la cultura gallegas; fue un asiduo colaborador de las revistas Ronsel y A Nosa Terra. Luego se trasladó a Barcelona, donde trabajó con alguien muy importante por entonces: August Pi i Sunyer. Luego se fue a Madrid, ciudad donde estuvo formándose con Gustavo Pittaluga, un médico italiano nacionalizado español, especializado en hematología y parasitología al que siempre le atrajo la psiquiatría, pero nunca se dedicó de modo profesional a ella.  Gracias a una beca concedida por la Junta de Ampliación de Estudios (JAE), llegó a Viena, en 1932, donde conoció personalmente a Sigmund Freud. Después estuvo en Copenhague y finalmente en Berlín, lugar donde le sorprende el estallido de la "Guerra Incivil" española. 

Un tiempo después se mudó a París, donde estuvo trabajando en diversos hospitales (no los escribo pues no quiero aburrir al lector). En la capital francesa conoció a Ángel Garma, a quien puso en contacto con el psiquiatra y psicoanalista argentino Celes Ernesto Cárcamo (ver mi escrito "Presentación del libro Los médicos de la otra orilla, de Albano de Juan").

Tras su regreso a España, trabajó junto a Carlos Jiménez Díaz, fundando juntos lo que después se terminaría llamando la "Clínica de la Concepción" y obtuvo, posteriormente, una beca de la Fundación Rockefeller para estudiar con Francisco Grande Covián (discípulo destacado de Juan Negrín antes de la susodicha Guerra) en cuyo laboratorio tuvo como compañero a Severo Ochoa de Albornoz, el déficit nutricional de los niños/as de la postguerra en Vallecas.

En 1948, debido a diversas discrepancias personales, abandonó su colaboración con Jiménez Díaz. Ya, a partir de 1945, se había comenzado a interesar por la Antropología Médica. Junto a Ortega y Gasset fue el principal introductor de las teorías de Sigmund Freud y de Carl Gustav Jung. En 1949 publicó un libro que se hizo muy famoso: Patología psicosomática. A partir de 1950 comenzó a colaborar con Gregorio Marañón. En 1952 publicó Urdimbre afectiva y enfermedad y en 1954 Cerebro interno y mundo emocional, que cerró su trilogía fundamental en lo que respecta a la medicina psicosomática. Estas tres obras fueron muy celebradas tanto en España como en Uruguay, Brasil y Argentina, al punto de concedérsele el sobrenombre de "el padre de la medicina psicosomática". Para él la medicina psicosomática (es una gran verdad, como Médico General que he sido le aplaudo y en esto le admiro por una frase tan penetrante como lacónica) "nace de la falta de prisa en el médico". 

Colaborador habitual del diario ABC, de Cuadernos para el Diálogo y de La Revista de Occidente. En su tierra natal, Galicia, fue uno de los principales representantes del grupo "Galaxia",  y a la editorial "Galexia", en 1951. Su referencia principal era Rosalía de Castro, a quien dedicó un capítulo ("Rosalía, ánima galaica") de los Siete ensayos sobre Rosalía (1952). Amigo de Pedro Laín Entralgo y de Francisco Umbral. 

Juan Rof Carballo ingresó en la Real Academia de la Lengua el 17 de junio de 1984 con un discurso que tituló "Un médico ante el lenguaje". Una pequeña reseña: La RAE fue fundada por el ilustrado Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y duque de Escalona en 1713, a imitación de la Academia Francesa, con la anuencia y apoyo del rey Felipe V. Cuando falleció en Madrid, en octubre de 1994, a los ochenta y nueve años de edad, su lugar en la RAE (la letra "L") fue ocupada por Mario Vargas LLosa, futuro Premio Nobel.  

MIS PRIMEROS CONOCIMIENTOS DE LA EXISTENCIA DEL PSIQUIATRA Y PSICOANALISTA JACQUES LACAN Y MI PSICOANÁLISIS PERSONAL 

Así que iba a las librerías, como un obseso, y consultaba todos los libros que contenían en su portada el significante 'Sigmund Freud'. Me llamó la atención un librito de "Cuadernos Anagrama. Serie  Psicología", dirigida por Ramón García, cuyo autor era Louis Althusser. Sí, sí, el filósofo que yo había leído, en reuniones de universitarios marxistas y antifranquistas, que había sido publicado en 1970. Su título se componía de dos artículos: 'Freud y Lacan' y 'Jacques Lacan. El objeto del psicoanálisis'. Lo compré por 35 pesetas.

Gracias a Louis Althusser conocí, pues, que había un psicoanalista francés que se llamaba Jacques Lacan, qué azarosa es la vida.

Luego, finalicé mis estudios universitarios de medicina y comencé a trabajar, como médico interno residente en el hospital psiquiátrico que los Hermanos de San Juan de Dios tenían, y tienen, en Palencia. Un día, un compañero del manicomio, me pasó una fotocopia de un texto escrito por el tal Lacan, cuyo título me pareció rimbombante: El estadio del espejo como formador del Yo (Je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica.

Me sucedió lo mismo que cuando en mis primeras lecturas de Freud, en el tomo I, me encontré con su Proyecto de una psicología para neurólogos. Que no entendía nada de nada. Abandoné su lectura hacia la mitad, con la sensación de que o yo debía ser un poco corto de entendederas o aquel tío era muy raro.

Pasaron unos cuantos años y en medio de un marasmo mental del cual he presentado mi testimonio en otro escrito ("Efectos del psicoanálisis"), llamé a un amigo íntimo, psicólogo, que me había contado que iba a psicoanalizarse a Madrid y le pedí que me indicase un psicoanalista. Me escribió en un papel su nombre y primer apellido, su número de teléfono y la dirección de su consulta. Además, iríamos juntos en el automóvil a Madrid, cada semana lo conduciría cada uno el suyo. Qué bien hacer viajes en compañía de mi amigo querido. Él también estaba encantado. Posteriormente, se unió a nosotros dos un tercer compañero que ha seguido siendo amigo mío hasta el momento presente.

Después de la primera entrevista con él me enteré que era "lacaniano". ¡Hostias!, me dije. Como en las siguientes entrevistas aquel hombre me escuchase con atención, e incluso se interesase por la enorme cantidad de barbaridades, insensateces y desvaríos que yo le iba contando y no me sentía enjuiciado, decidí confiar plenamente en él y, como se dice habitualmente, ponerme en sus manos, aunque con cierta reticencia pues no me hacía ninguna gracia, como médico, ser paciente de ningún otro profesional. Así que inicié con él una fructífera experiencia psicoanalítica. 

UNA HISTORIA RESUMIDA DE LA IPA. EL SEMINARIO DE J. LACAN EN SAINTE-ANNE Y SU EXPULSIÓN COMO "PSICOANALISTA DIDACTA" 

Después me enteré que Althusser y Lacan fueron amigos y que gracias al primero, el segundo de ellos pudo proseguir su enseñanza oral en forma de un seminario anual que impartía después de ser excluído como "didacta" de la Asociación Psicoanalítica Internacional (API en su acrónimo castellano) que había apoyado el mismo Freud junto con otros, pero dentro de la cual nunca ostentó la presidencia ni ningún otro tipo de cargo aunque, hay que decirlo todo, actuaba entre bastidores. 

Sigmund Freud propuso, en una circular, la disolución de la "Sociedad Psicológica de los Miércoles" (que había fundado, saliendo de su aislamiento tras su ruptura con J. Breuer, en 1902 junto con Alfred Adler, Max Kahane,  Wilhelm Stekel y Rudolf Reitler), el 22 de septiembre de 1907.  El 26 de septiembre del año siguiente fundó la Wierner Psychoanalytische Vereinigung (WPV), una institución de carácter asociativo que terminó sirviendo de modelo, como luego veremos, a todas las sociedades agrupadas en la IPA.

El 30 y 31 de marzo de 1910 tuvo lugar el II Congreso Internacional de Psicoanálisis, en Nuremberg, organizado por Carl  Gustav Jung. El primer Congreso se se había realizado en el mes de abril de 1908 en Salzburgo, con el lema 'Encuentro de los psicólogos freudianos' al que asistieron cuarenta y dos personas procedentes de seis países y durante el cual Freud presentó una ponencia titulada "A propósito de un caso de neurosis obsesiva" (que se convertiría en el luego famoso 'Hombre de las Ratas' y del cual en Mis Escritos tengo un texto biográfico sobre su vida y andanzas antes de que se encontrase con Freud el 1º de octubre de 1907). Freud habló de este caso durante varias horas ante un público al que dejó, literalmente, pasmado.

Pues bien, durante el trascurso de ese II Congreso Internacional, Sandor Ferenczi, con el beneplácito previo de Freud, propuso a los asistentes fundar una organización internacional que reuniese a las sociedades psicoanalíticas que ya existían en los diversos países. Su proposición fue aceptada y así nació la International Psychoanalytical Association (IPA) que tomó la costumbre de enumerar sus Congresos a partir del Congreso de Salzburgo (1908). Esa fundación de la IPA fue acompañada de la fundación de dos revistas (cuyos nombres omito para no fatigar al lector) que se fusionaron en septiembre de 1911. Fue elegido primer presidente de la IPA Carl Gustav Jung, de la WPV de Zúrich.

Jacques Lacan, en su condición de "psicoanalista didacta" de la IPA, comenzó a dictar su seminario en el anfiteatro del hospital psiquiátrico de Sainte-Anne (recuerde el lector que en su pabellón Esquirol ingresó Althusser cuando fue manicomiado por vez primera tras la eclosión de su psicosis), gracias a su amigo el psiquiatra Jean Delay, el 18 de noviembre de 1953 y dicho Seminario versó acerca de Los escritos técnicos de Freud. En ese mismo lugar estuvo dictándolo, durante una década, hasta el 3 de julio de 1963 y como luego relataré, aún dio una clase de despedida el 20 de noviembre de ese mismo año.

¿El motivo de que abandonase dicho lugar de enseñanza oral? Trataré de resumirlo lo más posible. Además de encontrarse bastante molestos sus, por entonces, compañeros de la Asociación Psicoanalítica Internacional (API) con él, porque decía cosas que no les encajaban demasiado bien dentro de sus esclerotizadas y estrechas mentalidades "ortodoxas", resulta que se horrorizaron porque Lacan practicaba en su consulta sesiones de 'duración variable', una verdadera herejía para las estrictas y rígidas normas que debían seguir sus asociados: el ritual de la duración fija e inmutable de las sesiones psicoanalíticas. El 13 de octubre de 1963 fue expulsado de la IPA y, por consiguiente, perdió su condición de psicoanalista "didacta". Así es que Jacques Lacan, muy a su pesar, tuvo que abandonar el paraninfo de Sainte-Anne, donde, el 3 de julio de 1963, había finalizado su décimo seminario (La Angustia). No obstante, a modo de despedida, impartió (el 20 de noviembre del 63), ya excluido de la IPA, una única lección: "De los nombres-del padre", título del seminario que tenía pensado impartir ese año y que hubiese sido el decimoprimero.

Por cierto que desde el año 2005 (antes tenía una versión fotocopiada en cuya portada se representaba al sacrificio de Isaac, pintado por Caravaggio en 1603, que está en el Museo del Louvre) tengo la versión milleriana de dicha clase, editada por Paidós, donde está otra clase que dio en Sainte-Anne. En la Nota inicial de Miller, nos indica que "Lo simbólico, lo imaginario y lo real" fue una clase, que yo desconocía que había dado, en Sainte-Anne el 8 de julio de 1953. Lacan aún no había inaugurado su seminario Los escritos técnicos de Freud, cuya primera clase fue el 18 de noviembre de ese año. 

En esta clase, que yo desconocía hasta que leí el librito de Paidós, se nota que ya pertenece a la "Sociedad Francesa de Psicoanálisis" (SFP), fundada por Daniel Lagache tras la "crisis" en el seno de la SPP, dirigida entonces por Sacha Nacht, que era la sociedad francesa de psicoanálisis que reconocía la famosa IPA de la que vengo escribiendo.

Y también se nota en esta lección, donde intervienen preguntándole y dialogando con él tras su exposición algunos de los correligionarios que se fueron, junto a Lacan y otros muchos, a la SFP de Daniel Lagache (Serge Leclaire, Octave Mannoni, Wladimir Granoff, Françoise Dolto -que fue supervisada por nestro Ángel Garma-, Simone Blajan Marcus, Georges Mauco y a un tal doctor Pidoux que no tenía ni idea de quién se trataba; ahora sé algo: Se llamaba Charles y era neuropsiquiatra, psicoanalista y etnólogo experto de la ONU en Níger. Allí estudió y describió los trances de posesión de los hechiceros para curar a los enfermos entre los zermas, una tribu que vivía en los alrededores de Niamey. 

EL PRIMER SEMINARIO DE LACAN EN SU CASA-CONSULTA DE LA RUE DE LILLE SOBRE "EL HOMBRE DE LOS LOBOS" 

Durante el curso anterior, 1952-53, Lacan había comenzado su seminario sobre Sergeï Konstantinovich Pankeffeff (el "Hombre de los Lobos") en su casa, donde también pasaba la consulta, situada en el nº 5 de la rue de Lille. Hay apuntes de ese seminario, que me regaló Fernando Martín Aduriz cuando fuí elegido director, por vez primera (en 2008) de la Sede de la ELP en Castilla y León (ELP-CyL) e ignoro de dónde los sacó porque sabía mi pasión por este hombre desde que leí su caso en el tomo VI de las Obras Completas de Freud. Fue el que más me apasionó de sus cinco "casos clínicos". Un apunte: el texto que Freud dio a conocer, publicándolo en 1918, aunque lo tenía escrito desde 1914, se tituló Aus der Geschichte Einer Infantilen Neurose ("Historia de una neurosis infantil", sin más). Tampoco Ruth Mack Brunswick que publicó, en 1928, su "Suplemento a la 'Historia de una neurosis infantil' de Freud". Fue Muriel Gardiner quien le puso el apodo de "el Hombre de los Lobos" en su texto "La vida del Hombre de los Lobos años después". 

En cuanto a su nombre propio, estoy hecho un lío porque se le ha llamado de todo: Sergei, Serguei, Serguéi, (yo lo llamo Sergueï). En las conversaciones que mantuvo con la periodista Karin Obholzer, publicadas en castellano por Ediciones Nueva Visión, en 1996 (Conversaciones con el Hombre de los Lobos. Un psicoanálisis y sus consecuencias), primero se presenta como Sergei Konstantinovich y a su fallecida hermana, un penoso  y largo suicidio oral mediante la ingestión mercurio (que según él nos indica fue lo que verdaderamente le enloqueció y no la gonorrea, como se empeñaba, de modo reiterado, Freud), Anna Konstantinovna (ver página 95 del libro). Posteriormente, en la página 274 de la citada obra y refiriéndose a su detención por los rusos, por ir a pintar donde no debía, precisamente el cuartel general de los rusos que ocupaban una parte de la Viena derrotada, le dice a su interlocutora, literalmente, lo siguiente: "por el contrario, el oficial me llamaba por mi nombre y mi patronímico. Usted sabe cómo es en Rusia, Sergius Konstantinovich." ¿Le llamaré Sergius? Ya veremos. 

La cuestión es que tengo una biografía cronológica bastante amplia, escrita ya hace tiempo sobre él, que fui leyendo por partes a lo largo del seminario del Instituto del Campo Freudiano (ICF) de Castilla y León, que se celebró en el curso 2014-2015,  durante el cual estudiamos el libro de Jacques Alain Miller: El Hombre de los lobos, publicado en 2011 por la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis en la Editorial Gredos. El director de esta colección es Vicente Palomera (viejo conocido nuestro y amigo, que nos ha apoyado en los momentos más cruciales de nuestra corta existencia; nos acompañó, junto con Santiago Castellanos, presidente entonces de la ELP, en la inauguración del "Centro Lacan" en Valladolid) y el prólogo está escrito por Antoni Vicens, que también ha sido presidente de la ELP y que, asimismo, se ha pasado por nuestra tierra castellano-leonesa. 

Así que tengo un librito escrito sobre el "Hombre de los Lobos", al que José María Álvarez prometió realizar una introducción sobre su diagnóstico (psicosis por supuesto) y otras cuestiones que se le ocurriesen. Como está tan atareado dando conferencias, escribiendo libros (hace poco terminó y publicó el último: Estudios de psicología patológica), llevando un Seminario de Psicopatología Patológica en la Facultad de Medicina de Valladolid, formando a los PIR y MIR, trabajando en su consultas pública y privada, etcétera, creo que se olvidó de la promesa. Se lo recordaré este próximo curso que va a comenzar. En cuanto lo escriba, voy a intentar publicarlo. 

LOUIS ALTHUSSER ACUDE EN AYUDA DE LA PROSECUCIÓN DEL SEMINARIO DE LACAN. UN ALUMNO AVENTAJADO: JACQUES-ALAIN MILLER 

Lacan pidió entonces ayuda a Louis Althusser ya que sabía que éste no sólo lo leía y le interesban sus ideas sino que, el año anterior, había recomendado a sus entonces numerosos alumnos su lectura ya que consideraba que las concepciones estructuralistas de la psique humana, que Lacan profesaba en aquel entonces, coincidían bastante con sus propias ideas filosóficas y que había muchos puntos de encuentro entre ambas.

Louis Althusser, entonces Secretario de la Escuela Normal Superior, se la prestó y logró que se le concediera la Sala Dussane de la ENS para que prosiguiese allí su seminario. La primera clase de su onceavo seminario que Lacan tituló Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, la dio el 15 de enero de 1964 y la tituló, precisamente, "La excomunión", comparándose con lo que le había sucedido, muchos años antes, a Spinoza. 

A esta clase acudió, por vez primera, a escucharlo, un joven licenciado en filosofía, uno de los alumnos favoritos de Althusser, que había seguido la indicación de su maestro (no como otros que lo que les diga el maestro se la trae floja) de leer a Lacan, dada el año anterior: Jacques-Alain Miller que además de casarse con la menor de los cuatro vástagos de Lacan (Judith Lacan; por cierto hermanastra, por parte de madre, de la ya fallecida psicoanalista Laurence Bataille, de la cual tengo un libro, muy hermoso, que compré en 1988, cuando iba a psicoanalizarme a Madrid: El ombligo del sueño. De una práctica del psicoanálisis, publicada por la editorial Paidós y que posteriormente me enteré que es el único libro que escribió en su vida).

Jacques-Alain Miller fue su albacea y el responsable del establecimiento del texto de cada seminario anual, nominado expresamente por el mismo Lacan para dicha labor, ya que existía una versión estenografiada, donde abundaban los malentendidos y repeticiones, propias de un discurso oral y por consiguiente, no escrito de antemano y, sobre todo, no había nada que pudiera reemplazar los singulares gestos, silencios y entonaciones de Lacan a lo largo de su enseñanza oral. J.-A. Miller ha realizado, y prosigue su trabajo, de versionar esta estenografía, como él mismo dice, sine qua non, sopesada y armada punto por punto.

Jacques-Alain Miller, que aún sigue presidiendo el Departamento de Psicoanálisis de la Universidad Vincennes-París VIII (que fue creado por el psicoanalista Serge Leclaire en 1969) y que dirige desde el año 1974. A partir 1981 y hasta la actualidad, dicta allí un curso anual bajo el título general de La orientación lacaniana, donde viene elucidando, de modo concienzudo, la enseñanza que Lacan nos legó a quienes ejercemos esta labor, nada fácil, muchas veces ingrata pero apasionante, yo no lo quiero dejar hasta que me muera, de ocupar el lugar de un psicoanalista (ya que el psicoanalista no existe, es un no-todo, en el goce fálico, al igual que la mujer). 

La lectura de sus textos y de sus muchas conferencias y artículos han sido muy esclarecedoras para mí, en especial todo aquello que se refiere al "giro" dado por Lacan a partir del curso 1972-73 (en el seminario 20, Aún), aunque me atrevería a decir que dicho giro ya se anuncia, de modo claro, en su seminario del año anterior (1971-72) titulado por Lacan de un modo extraño: ...o peor, título, nos dice, que es producto 'de una elección' y que reseñó el propio Lacan en el Annuaire de l´École practique des Hautes Études, donde entonces daba sus seminarios.

Jacques-Alain Miller fundó en 1992 la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP), que presidió hasta 2002, así como dio un impulso definitivo para la fundación de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis del Campo Freudiano (ELP), fundada en Madrid, en mayo de 2000, que conforma, junto a otras siete Escuelas de varios países, la AMP. A ambas Asociaciones pertenezco, como AP (Analista Practicante) desde junio de 2007.

Y ahora, para ir finalizando este POST SCRIPTUM, en el que me ha ayudado, hay que decirlo, Urania, la más joven de las nueve musas clásicas, que (casi) siempre, cuando se lo pido, me hecha una bondadosa mano (véanse mis "Cuatro relatos breves" en esta página Web), vayamos de nuevo a cuando Lacan, con el auxilio que le prestó, de modo generoso, Louis Althusser, prosiguió su enseñanza en la Sala Dussane de la Escuela Normal Superior de París, tras su "excomunión" de la IPA. 

LOS SEIS SEMINARIOS QUE DICTÓ J. LACAN EN LA ENS Y SU NUEVA EXPULSIÓN 

Allí dictó, además del reseñado Los cuatro conceptos fundamentales del Psicoanálisis (1964) sus siguientes seminarios: Problemas cruciales para el psicoanálisis, El objeto del psicoanálisis, La lógica del fantasma, El acto psicoanalítico y De un Otro al otro. Resulta que acudían muchos jóvenes, y no tan jóvenes, quizá demasiados para una Escuela tan elitista y elegante como la ENS, atraídos por su enseñanza (Lacan, en aquellos tiempos "arrasaba", o sea, que arrastraba tras sí a una parte muy amplia de la nueva y vieja intelectualidad parisina y francesa), que armaban mucho ruido y, además, fumaban todos como cosacos en la Sala Dussane. Se produjo su expulsión (otra) de la ENS el 26 de junio de 1969. En marzo de ese mismo año ya había recibido una carta del director de la Escuela Normal Superior (Robert Flacière), pero Lacan se lo quedó para sí, no se lo dijo a nadie, que se sepa. La expulsión "oficial" se produjo al día siguiente de haber finalizando el último seminario, su dieciseisavo, señalado anteriormente, De un Otro al otro, el 25 de junio de 1969, con la clase que Jacques-Alain Miller ha titulado "La arrebatadora ignominia de la homelle", anunciándole que se le retiraba la Sala Dussane y que no podía celebrar en ella el curso siguiente.

Ya, un año antes, Robert Flacière le quiso expulsar  de la ENS, pero cedió ante las presiones tanto de Louis Althusser como del filósofo Jacques Derrida, también nacido en la Argelia francesa. Pero la suerte de Lacan estaba ya echada. Aunque hubo manifestaciones, la ocupación del despacho del Director y demás, todo fue en vano. 

Tras estos acontecimientos, Jacques Lacan consiguió un anfiteatro en el marco de la Escuela Práctica de Altos Estudios, donde, el 26 de noviembre de 1969, prosiguió su enseñanza con su diecisieteavo seminario al que tituló El reverso del Psicoanálisis. Pero ésta es ya harina de otro costal. Por cierto que Jacques-Alain Miller aún no versionó varios de ellos, cuatro en concreto, cosa que le fue encargada, por escrito, por su suegro. No sé a qué estará esperando pues tiene ya cierta edad... Yo los tengo todos estenografiados.