INTRODUCCIÓN

El ser humano necesita del lenguaje para vivir. Esto que afirmo de entrada no es algo metafórico sino real en su literalidad como lo muestran los resultados de ciertas experiencias, a las que me referiré a continuación, que fueron realizadas en unos tiempos en los que no existían ni los derechos humanos ni, por supuesto, los derechos del niño. La primera de ellas es mítica pero las otras tres están documentadas.

El historiador y geógrafo griego Heródoto de Halicarnaso dejó escrito en el segundo volumen de su «Historia» que cuando estuvo visitando Menfis unos sacerdotes le contaron que el faraón Psamético I, que fue el fundador de la XXVI dinastía de faraones egipcios, había querido averiguar cuál era la lengua original de la Humanidad, es decir, qué lengua hablaría un niño de modo espontáneo sin que nadie le enseñase a hablar. Para ello tomó dos niños recién nacidos de padres humildes, los encerró en una cabaña solitaria y los puso al cuidado de un pastor de cabras con instrucciones estrictas de que nadie hablara con ellos. El cabrero tendría que alimentarlos y escucharlos para tratar de comprobar cuáles eran sus primeras palabras. Según le contaron los sacerdotes egipcios a Heródoto, después de haber estado dos años en estas condiciones, los niños pronunciaron la palabra «bekos», lo que le permitió al faraón Psamético I concluir que la lengua original de la Humanidad había sido el frigio, puesto que en esa lengua era así como se llamaba al pan. 

Dieciocho siglos después de que este relato mítico fuese escrito, el emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico Federico II, que vivió entre los años 1190 y 1250 y fundó la Universidad de Nápoles en 1224, tuvo conocimiento de esta historia al mandar traducir los textos griegos (entre los que se encontraban los de Aristóteles y, por supuesto también, los de Heródoto). Así es que, picado por la curiosidad —a este excéntrico emperador le apasionaban los experimentos—, pensó en realizar una tentativa propia para saber qué tipo de lenguaje y qué manera de hablar tendrían los niños a los que no se les hubiera enseñado previamente ninguna lengua. ¿Hablarían quizás el hebreo, pues era la lengua más antigua, o el griego, o el latín, o el árabe, o tal vez la lengua de sus padres? Para saberlo, el emperador Federico II hizo criar a 40 niños, separados de sus padres desde el nacimiento, en una institución en la que las nodrizas recibieron como consigna «amamantar a los niños, lavarlos y tenerlos limpios y adecuadamente vestidos, pero no hablar con ellos de ninguna manera». También tenían prohibido cantar y hablar entre ellas en su presencia. Se trataba, en definitiva, de que aquellos niños no escuchasen nunca cómo era el sonido de la voz humana. El resultado final de dicho ensayo fue que ninguno de los cuarenta niños habló y que todos ellos murieron antes de cumplir la edad de 8 años. 
  
Esta misma experiencia, con los mismos resultados (es decir, con la muerte prematura de todos los niños sin haber dicho ni una sola palabra), fue realizada posteriormente tanto por el rey de Escocia Jacobo IV (1473-1513) como por Jacobo I (1566-1625), rey de Inglaterra, Irlanda y Escocia, que fue hijo de María Estuardo y del barón Damley.
    
Pero, como se deduce de estos experimentos, aunque el lenguaje en un principio nos salva de lo peor porque desaloja una parte del goce masivo y mortífero de la pulsión muda de muerte sobre nuestro cuerpo, a su vez nos genera un vacío irreparable, una ausencia, y nos exilia, nos enferma, nos condena, nos pervierte, nos desquicia, nos extravía, nos interroga, nos mortifica, nos asedia y nos persigue. Sabemos que hubo, y hay, grandes escritores y poetas que escribieron, y escriben, su obra como método curativo, con la intención de quitarse de encima, o de aligerar al menos, ese sufrimiento parasitario, ese tormento que el lenguaje produce en el animal que habla y que por el hecho de hablar y ser hablado, por estar sometido al lenguaje y a sus leyes (las articulaciones metafórica y metonímica), no es un animal como los otros, como se nos viene haciendo creer por parte de los propagandistas del cientificismo actual, quienes trasladan al sujeto humano los hallazgos realizados en la experimentación de laboratorio con ratas, con monos antropomórficos (chimpancés, orangutanes, gorilas y bonobos) y con toda clase de bichos.

Aunque compartamos con ellos un real de vivientes, un cuerpo biológico compuesto por una serie de órganos y sustancias que desempeñan las funciones para las que están programados, resulta que los cuerpos de la especie humana están enfermos de la verdad, porque sin el auxilio del lenguaje, ésta, la verdad (y también la mentira) no podría ser planteada de ninguna de las maneras.

Ninguno de los demás animales de la Creación podrá interrogarse nunca nada sobre cuestiones tan enfermantes, por angustiosas, por enigmáticas, como las que atañen a nuestra condición de seres sexuados: ¿qué es ser un hombre?, ¿qué es ser una mujer?, ¿soy hombre o mujer?, ¿qué es una mujer para el deseo de un hombre?, ¿qué es un hombre para el deseo de una mujer?, ¿qué es un hombre para el deseo de otro hombre?, ¿qué es una mujer para el deseo de otra mujer? Y de seres prometidos a la muerte: ¿qué es estar vivo?, ¿merece la pena vivir?, ¿estoy vivo o estoy muerto?, ¿por qué he de morir?, ¿cuándo y en qué circunstancias llegará la hora de mi muerte?, ¿dónde iré cuando muera? 

Éstas, éstas son las preguntas que nos enferman. Los demás animales no se hacen preguntas, ellos se limitan a obedecer los ciclos instintivos que los impone la Naturaleza y sanseacabó. Los demás animales no se enamoran, no sufren los efectos de placer y de dolor que nos proporciona el amor porque como nos dejó escrito Françoise VI, duque de La Rochefoucauld en sus Máximas: reflexiones, sentencias y máximas morales, "nadie se enamoraría si no hubiese oído hablar del amor". Por cierto, que también nos dejó escrito, ¡qué satírico era!, que el ‘verdadero amor’ es como los fantasmas: todos hablan de él pero nadie lo ha visto.
   
El lenguaje, como vengo indicando, es imprescindible para la vida del animal humano. Dice Lacan en su escrito "Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis" lo siguiente: «La palabra en efecto es un don del lenguaje, y el lenguaje no es inmaterial. Es cuerpo sutil, pero es cuerpo».

El feto ya oye en el claustro materno a partir del 5º mes de gestación. El nervio acústico o auditivo (sobre el que, por cierto, investigó Sigmund Freud como neurólogo) es el primer nervio sensorial del cuerpo del feto que va a funcionar. Los científicos ya han publicado el resultado de sus investigaciones acerca de cómo le llegan los sonidos del exterior. A través de unos minúsculos micrófonos colocados junto a la cabeza del feto descubrieron que dentro del útero se produce un sonido rítmico similar al del agua a baja presión mezclado con el ruido sordo del aire que pasa por el aparato digestivo de la madre. También se oyen los sonidos de la respiración materna, los del flujo sanguíneo, los latidos del corazón (tanto el de la madre, que va más despacio, a un ritmo menor, como el suyo) y las vibraciones óseas. Asimismo se oye la música, los sonidos y las voces que provienen del exterior. Primero las graves y luego las agudas. El feto, pues, está inmerso ya antes de nacer en un universo de lenguaje y de sonidos propios de lo humano.

Tras la excorporación materna, tras el nacimiento, son las palabras, en primer lugar las de quien ejerce la función maternal, las que van poniendo nombre a las múltiples urgencias que inundan el cuerpo biológico del niño. Con la suposición de que existe un sujeto a advenir en ese organismo, de que ese cuerpo puramente biológico es más que un trozo de carne, mucho más que una masa organizada de músculos, huesos, pelos, uñas y fluidos, quien se ocupa de él le habla mientras atiende a sus necesidades vitales: bañarle, amamantarle, limpiarle, moverle... Esta actitud por parte del Otro parental facilita al sujeto del lenguaje encarnarse y habitar en su puro organismo de ser viviente. De este modo se constituye el sujeto, en una dependencia radical del Otro que lo acoge en lo simbólico cuando nace.
    
A partir de los seis meses de vida y hasta los dieciocho, durante la fase aislada por Lacan que denominó «fase o estadio del espejo», se comienza a formar en el bebé el cuerpo imaginario, que es el cuerpo formado por su identificación a la imagen completa que ve reflejada en el espejo. Ese otro que ves ahí eres tú, se le dice al niño cuando éste ve reflejada su imagen, imagen donde él se contempla como una totalidad, como una unidad, como un cuerpo completo y no como un cuerpo fragmentado (que es lo que siente en lo real de su organismo, en su sensibilidad propioceptiva y protopática, pues aún su motricidad está desorganizada por no haberse mielinizado aún el sistema nervioso central).

El júbilo que aparece en el infante (infans, el que no habla) durante esta experiencia de contemplarse en el espejo da cuenta de una satisfacción libidinal pues siendo presa de esa desorganización orgánica original, propia de la especie humana, se anticipa a un futuro en el que coordinará y dominará su propio cuerpo, aunque si bien es cierto, nunca lo hará por completo. Sobre esa imagen de sí se construirá el Yo (recordemos que para Freud la instancia psíquica que denomina ‘Yo’ «es la proyección psíquica de la superficie corporal»). El nombre propio y el apellido de cada uno/a nos identificará y nos engarzará al cuerpo simbólico, al cuerpo formado por la cadena de los significantes y de las generaciones. Al ser animales hablantes, y por consiguiente sujetos de deseo (el deseo es introducido por el lenguaje), estamos separados, estamos exiliados del organismo porque el lenguaje nos aparta radicalmente de la Naturaleza y nos introduce en la Cultura, que está gobernada por el orden simbólico. Existe, pues, una incompletud, una falla (“dehiscencia vital” la llama Lacan), un desajuste entre el cuerpo real (el organismo) y el medio para el cual estaría preformado.

Esta falla entre el cuerpo orgánico y el cuerpo especular o imaginario es la matriz donde se van a alojar tanto los fenómenos de agresividad como los de erotización del yo con el otro, con los otros. Obsérvese los fenómenos del llamado «transitivismo infantil» cuando ponemos juntos a dos niños cuya edad sea similar (menos de un año y medio entre ellos).  Cuando uno de ellos le da, por ejemplo, una bofetada, al otro, acude después a su mamá o a su papá llorando y diciendo que el otro le ha pegado. ¿No lo habéis observado nunca quienes sois padres o madres? Si yo os dijera que ese transitivismo perdura en los adultos, sólo que a otros niveles, ¿me creeríais?
    
Por otro lado, creo que lo más importante de la experiencia del infante contemplándose jubilosamente ante el espejo es cuando éste vuelve la cabeza (eso sí que ya puede hacerlo, mover el cuello) para mirar a quien lo está sosteniendo. En este movimiento busca el reconocimiento de éste y la confirmación por su parte de que ese otro semejante y del otro lado del espejo que está frente a él es, efectivamente él, puesto que es nombrado e introducido en un discurso, familiar, por los Otros parentales. Aquí, en esta encrucijada del ser, se produce la juntura del cuerpo real con el cuerpo imaginario y es el cuerpo simbólico quien lo favorece de modo primordial. Más adelante veremos cómo, por una ausencia significante en este cuerpo de lo simbólico, el sujeto de la psicosis no podrá hacerse un cuerpo tal y como se lo hacen los sujetos de las otras dos estructuras clínicas: la neurótica y la perversa. 
    
La mente y el cuerpo están unidos y separados a la vez por la palabra. Es impropio decir «Soy un cuerpo». Se dirá más bien «Tengo un cuerpo». Porque el cuerpo es una morada en la que habita el sujeto, una morada preñada de dificultades, una morada que conserva siempre un carácter de ajeno debido a que es a la vez lo más íntimo y también lo más éxtimo que poseemos. Es fuente y destino de lo pulsional que lo inconsciente trabaja como motor del deseo. Si no es porque el lenguaje, el orden significante, desaloja el goce pulsional primigenio del cuerpo biológico, ese organismo se consume a sí mismo bajo la dirección de la pulsión muda de muerte.

No fue otra cosa lo que les sucedió a aquellos infelices niños, objetos de experimentación de emperadores y reyes a los que me referí al comienzo. Y también a aquellos otros niños que, según nos relató el psicoanalista René Spitz, morían de marasmo —como trayecto final de un cuadro clínico que él denominó «depresión anaclítica»— porque en la institución donde estaban acogidos (una Casa de Expósitos), aunque eran debidamente atendidos en cuanto a las necesidades físicas (alimentación, higiene, cuidados médicos) no existían allí personas que los amasen, que cumplieran la función de desear, hablar y querer algo para ellos, que es precisamente la función maternal, aparte de los cuidados propiamente físicos. Eran, las profesionales que allí trabajaban, unas pocas niñeras muy atareadas, que atendían sólo a las necesidades de los niños, que eran tratados más bien como objetos que como sujetos. Es interesante observar cómo Spitz considera que los infantes allí recluidos sólo obtenían una décima parte del amor que normalmente recibirían en una relación habitual entre el hijo y su madre. (Lectura de la página 205 del libro El primer año de la vida del niño, de René Spitz). 

Entonces, el ser humano tiene que construir un cuerpo sobre el organismo (cuerpo real). Y para ello debe asociársele a una imagen (cuerpo imaginario o cuerpo especular) y un nombre (cuerpo simbólico). Debe constituirse como una combinación de tres conjuntos anudados entre sí (Lacan utilizó la figura topológica del ‘nudo borromeo’): lo real del organismo, lo imaginario de la apariencia y lo simbólico del nombre. Esta combinación va a construir lo que en psicoanálisis llamamos «un cuerpo». El cuerpo significante atraviesa, transformándolo, el cuerpo anatómico. Poéticamente nos dijo Lacan que el cuerpo es un regalo del lenguaje porque para el psicoanálisis, como vengo diciendo, el cuerpo no existe desde el inicio (sí el organismo viviente) sino que se trata de una construcción a devenir. Y esta construcción no es nada fácil porque las herramientas que poseemos para lograrlo son limitadas. Así es que siempre quedan trozos sueltos o perdidos, pedazos de cuerpo real no sometidos al abrigo, a la mediación, del orden simbólico.
                   
Para el discurso médico el cuerpo es el organismo que se ve. Para el psicoanálisis el cuerpo es el cuerpo libidinal, el cuerpo pulsional, el cuerpo de las palabras, el cuerpo que habla y que goza, más allá del placer, a través de los síntomas. La voz y la mirada también son cuerpo. Aunque vayan más allá de la piel (que es una frontera para el organismo pero no para el cuerpo). Salen del cuerpo y contactan con otros cuerpos; son ‘transcorporales’.

EL CUERPO EN LAS NEUROSIS

El psicoanálisis surgió del encuentro de un médico neurólogo (Sigmund Freud) con los cuerpos sufrientes de mujeres afectadas por una enigmática enfermedad, ya descrita por los tratados médicos desde la Antigüedad Clásica, llamada histeria cuyo polimorfismo y rebeldía a los tratamientos tradicionales producía el rechazo del estamento médico, compuesto por entonces únicamente de varones, que las consideraba unas simuladoras conflictivas e incurables, unas actrices de pacotilla que lo único que perseguían era el llamar la atención quejándose de múltiples males ficticios, inventados por ellas mismas.


Freud las fue acogiendo en su consulta y comenzó a escucharlas. Ellas le fueron enseñando que los múltiples síntomas corporales que aquejaban (anestesias y parálisis localizadas, dolores corporales generalizados, estados de trance estuporoso, anorexia, vómitos, convulsiones, cegueras, desmayos, alucinaciones visuales, etc.) eran el resultado de conflictos psíquicos, generalmente relacionados de una u otra forma con el deseo amoroso y con el propio cuerpo erógeno, que, al no poder ser resueltos, en parte porque ellas los desconocían de modo consciente por tenerlos reprimidos. Le enseñaron que el cuerpo (en su vertiente imaginaria, es decir, como representación yoica) se transformaba en ellas en una especie de escenario donde el síntoma se mostraba como siendo una metáfora del conflicto psíquico, del deseo reprimido, y, por consiguiente, al tener una expresión simbólica, era descifrable e interpretable. Freud consideró las conversiones y las somatizaciones de sus pacientes como formaciones del inconsciente, al igual que los sueños, los lapsus y los olvidos.
        
El psicoanálisis, desde sus inicios hasta ahora mismo, siempre ha tenido muy en cuenta el cuerpo y lo que le propone al cuerpo es que hable, que asocie los pensamientos y decires libremente. Por eso el psicoanálisis no puede realizarse sin que estén presentes tanto el cuerpo del psicoanalista como el del psicoanalizante. Sé que hay analistas que se ofrecen a analizar por teléfono o por Internet. En mi opinión eso es imposible porque en esa relación está ausente el cuerpo real, el cuerpo erógeno pulsional, aunque estén presentes los otros dos cuerpos (el imaginario y el simbólico).

El síntoma en la conversión y en las somatizaciones neuróticas no afecta al organismo, al cuerpo real, pues no lo lesiona histológicamente. Es un síntoma «funcional», es decir, que perturba sólo a la función de tal o cual órgano, sistema o aparato, pero no a la integridad anatómica, como explicaré al final de mi intervención que sucede en el caso del FPS (fenómeno psicosomático). Suele afectar a la musculatura voluntaria, a la inervación neurológica periférica, a la sensibilidad, a los sentidos y a la conciencia. No respeta las leyes de la anatomía ni las de la fisiología, como señalaba Freud en su «Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas», escrito a petición de Jean Martin Charcot. Allí escribe: «Afirmo que la lesión disfuncional o dinámica de las parálisis histéricas debe ser completamente independiente de la anatomía del sistema nervioso, puesto que la histeria se comporta en sus parálisis y demás manifestaciones como si la anatomía no existiese o como si no tuviese ningún conocimiento de ella. Toma los órganos en su sentido vulgar, popular, del nombre que llevan». 
    
Así es que, como vengo diciendo, el cuerpo en la neurosis, especialmente en su vertiente histérica, es un cuerpo que habla, que se da a ver, que porta una verdad censurada no conocida por el propio sujeto y que, por así decirlo, hace lazo social a través de los síntomas que aqueja. En su vertiente obsesiva los síntomas que padece el sujeto, al menos en un principio, suelen estar referidos más bien a trastornos en el pensamiento o en la conducta, y dejan al cuerpo de lado, como si no existiera.

Pero no hay que olvidar que Freud nos enseñó que la obsesión es un dialecto de la histeria, es decir, que en todo sujeto obsesivo hay un núcleo histérico, que la histeria es la lengua fundamental de las neurosis y que la obsesión sólo es un dialecto que se debe traducir a su idioma fundamental (esto se viene conociendo en el argot psicoanalítico como «histerización» de la neurosis obsesiva).
El sujeto obsesivo también padece de síntomas corporales (particularmente cefaleas y somatizaciones y disfunciones variadas del aparato y del tubo digestivo) así como temores hipocondriacos referidos a diversas zonas de su cuerpo, temores angustiosos que vuelven una y otra vez a su pensamiento rompiendo su seguridad yoica porque en cualquier momento puede aparecer lo no controlable: la enfermedad y la muerte, la muerte real, la de verdad, la definitiva, no la muerte imaginaria con la que él se suele regodear en su sufrimiento mental de índole masoquista.

Por otro lado tampoco es infrecuente que el sujeto obsesivo padezca del conocido como «tabú del contacto», es decir, que se mantenga al abrigo del contacto físico con los demás cuerpos, los cuales se convierten en peligrosos a la vez que son intensa y secretamente deseados.
            
Y, finalmente, tenemos a la angustia, que golpea los cuerpos y no discrimina si su sujeto es histérico u obsesivo. En la angustia el goce, el más allá del placer del cuerpo se pone de manifiesto en todo su esplendor. Veamos cómo describe el escritor Paul Auster el ataque de pánico que sufrió a los dos días de la muerte de su madre, a la que no había llorado. En el ataque de angustia, como refiere muy bien el escritor, dejas de ser sujeto y te conviertes en un objeto corporal incontrolado e incontrolable que, a semejanza de un guiñapo berreante y asfixiado, puede ser tirado sin más escrúpulo por el Amo Absoluto (la muerte) a la basura del cementerio. (Lectura páginas 138-139 y 164 de su Diario de invierno).

EL CUERPO EN LAS PERVERSIONES

Para provocador de angustia y de dolor en el cuerpo tenemos al sujeto perverso, un especialista en inducir la señal de la angustia en su víctima. Ahí tenemos al sádico que tortura, que golpea el cuerpo del otro con la intención de extraer el más allá del placer, el goce del cuerpo.
Debe quedar claro que para el psicoanálisis lacaniano el goce (Genuss) y el placer (Lust) no son sinónimos como sucede en su acepción corriente en castellano. Lacan —siguiendo en esto la estela de la lengua alemana de de los filósofos G. W. F. Hegel y A. Kojève— los opone y considera que el goce (donde va incluida la pulsión de muerte) comienza cuando cae, cuando es derribada, la barrera del placer. En una conferencia dictada por Lacan el 16 de febrero de 1966 en el hospital parisino de La Salpêtrière (el mismo hospital donde Freud conoció y trabajó con Charcot y sus alumnos), titulada Psicoanálisis y Medicina, dijo lo siguiente: «Lo que yo llamo goce, en el sentido en que el cuerpo se experimenta, es siempre del orden de la tensión, del forzamiento, del gasto, incluso de la hazaña. Incontestablemente, hay goce donde comienza a aparecer el dolor, y sabemos que es sólo a ese nivel del dolor que puede experimentarse toda una dimensión del organismo que de otro modo permanece velada».

El masoquista erógeno, no el masoquista moral, que pertenece a otro registro, se apuntará sin dudarlo a experimentar ese goce más allá del placer que procura el dolor en el cuerpo. Y buscará, generalmente una mujer, que lo insulte, lo humille y lo flagele con el látigo de las siete colas; si no encuentra alguna voluntaria que se preste a realizar un trabajo tan poco agradable, acudirá a los servicios de la prostitución.
        
Tanto el exhibicionista como el voyeurista intentan atrapar la mirada (que ya dije que era una parte del cuerpo en psicoanálisis). El exhibicionista atrapa la mirada angustiada y horrorizada de la niña ante la mostración de una parte de su cuerpo (los genitales) y el voyeur la mirada de otro que le sorprenda mientras está observando la escena a contemplar por el ojo de la cerradura. El frotista hace su trabajo perverso en las colas y en las aglomeraciones (el metro sería su lugar de trabajo ideal) poniendo en contacto sus genitales con el cuerpo del otro sexo, siempre con la esperanza de que ellas se violenten y se angustien ante sus maniobras que a continuación negará haber realizado de modo taxativo.
        
En resumen, el sujeto perverso se zafa en su acto de su dolor propio y de su angustia de existir poniéndolo a cuenta de su víctima, y todo para que Otro, al que el perverso supone existir, goce contemplando la ejecución de su acto. En su realidad última el sujeto perverso no obtiene placer, éste se le escapa. Lo único que hace es trabajar infatigable y perversamente para saciar la sed de goce de ese Otro que supuestamente contempla el espectáculo (para Donatien-Alphonse-François, el Marqués de Sade, su Dios sin rostro, su ‘Ser-supremo-en-maldad’).

EL CUERPO EN LAS PSICOSIS

Os decía anteriormente que para construir un cuerpo tal y como lo conocemos en psicoanálisis es necesaria una cierta conjunción, un anudamiento (borromeo) entre los registros real, imaginario y simbólico. Es este último, el cuerpo de lo simbólico, el que está afectado en el caso de las psicosis porque se haya ausente en él un significante primordial, que hace de clave de bóveda de todo el edificio simbólico, que Lacan denominó significante paterno o del Nombre-del-Padre (N.d.P). En el caso de la psicosis, en especial en su vertiente más esquizofrénica, el cuerpo permanecerá fragmentado porque debido a esa ausencia (‘forclusión’) no puede realizarse la experiencia unificadora del cuerpo real con el cuerpo imaginario durante la fase del espejo. O bien se construye de modo muy débil, siempre en dependencia vital con la imagen del otro, del semejante (Lacan lo llamará «muletas imaginarias»).

La angustia que padece el sujeto neurótico es, por así decirlo, una broma al lado de la angustia propiamente psicótica ya que ésta se trata de una angustia masiva y dolorosa de fragmentación, de estallido inminente de la identidad corporal. Cuando se desencadena la psicosis se puede comprobar, clínicamente, como el lenguaje se descompone y los significantes, las palabras, se ponen en movimiento de forma autónoma e incontrolable; pero el cuerpo también se independiza, sus funciones se rebelan y los órganos hacen su aparición dotados de lenguaje propio («lenguaje de órgano» lo llamó Freud). 
    
Para instruirse en los fenómenos alucinatorios mortificantes que procura la psicosis en el cuerpo no hay nada mejor que leer las memorias de Daniel Paul Schreber: Sucesos memorables de un enfermo de los nervios (también traducidas como Memorias de un neurópata), texto que será nuestra guía para el próximo curso 2012-2013 del Seminario del Campo Freudiano en Castilla y León (SCF-CyL) que se dedicará al Seminario nº III Las Psicosis, de Jacques Lacan.

Según el testimonio de Schreber, un «gusano pulmonar» le provocaba crisis asfícticas por haberle absorbido los lóbulos pulmonares; las costillas, las vértebras y los huesos del pie, sobre todo el talón, se le necrosaron; estuvo en posesión de otro corazón durante unos días; vivió una larga y angustiosa temporada sin estómago; el esófago, los intestinos, así como el conducto espermático le eran desgarrados o se volatilizaban; se tragó parcialmente la laringe en varias ocasiones; se le producía un estado de podredumbre en el bajo vientre, y a veces en todo su cuerpo, el cual desprendía un olor cadavérico y nauseabundo; la médula espinal se le licuó y su cráneo era cortado simultáneamente en planos diferentes; no podía controlar ni los ojos ni los párpados que sufrían de movimientos espasmódicos, por padecer de una dirección forzada de la mirada, y tenía daños irreparables en sus rótulas, etc.

Tal era la experiencia de mortificación de su cuerpo a la que era sometido por parte de los hombrecitos (‘homúnculos’) y los ‘rayos’ alucinatorios que, durante una buena temporada, Schreber se consideró a sí mismo como un cadáver leproso llevando encima a otro cadáver leproso. Y leyó en un periódico la esquela de su fallecimiento. Por otro lado, en el cuerpo de Schreber también se producían, en los momentos que él llama «de beatitud y voluptuosidad del alma» ante el espejo, una hinchazón de sus senos y una transformación corporal en mujer tal que atraía los nervios de la voluptuosidad de su Dios doble (Ormuz y Arimán), ese Dios que, según testimonio de Schreber deseaba mantener relaciones íntimas con él para procrear una nueva raza de seres que repoblaría la Tierra tras una especie de fin del mundo anunciado por las voces alucinatorias que lo intimidaban. Y cuando ese Dios, que hablaba en una «lengua fundamental» (un alemán arcaico) y que gozaba de manera continuada de él a través de los ‘nervios de la voluptuosidad’, se retiraba, y por fin podía abandonarse a no pensar en nada, su cuerpo sufría de unos insoportables dolores, produciéndose entonces lo que él llamaba «el milagro del alarido» que Lacan asemeja al momento en el que el lobo aúlla ante la presencia de la luna llena.

A falta de un cuerpo anudado en sus tres registros por la forclusión simbólica, el sujeto de la psicosis, mediante grandes esfuerzos y mucha valentía, puede llegar a conseguir una especie de suplencia de ese cuerpo que no ha podido construirse. Es el caso del gran filósofo francés, Louis Althusser, fallecido en 1990, quien padeció una grave psicosis maníaco-depresiva que se le desencadenó a raíz de mantener por primera vez una relación sexual con una mujer y plantearse, tras dejarla embarazada, la cuestión simbólica de la paternidad. Gracias a sus dos autobiografías contenidas en su obra póstuma El porvenir es largo sabemos de su profundo sentimiento de no tener un cuerpo y de cómo logró hacerse con él mediante el artificio de adherirse al cuerpo teórico (Corpus) del marxismo, del materialismo dialéctico, que en último término no es sino un cuerpo simbólico.

Leo tres párrafos extraídos del libro El porvenir es largo donde se refiere a esta cuestión:
—«¿A través de qué tenía yo acceso al mundo que me rodeaba cuando era niño? ¿A través de qué podía relacionarme con el deseo de mi madre, introduciéndome en él? Pues como ella, es decir no por el contacto del cuerpo y de las manos sino por la utilización exclusiva del ojo. Era por tanto, el niño del ojo, sin contacto, sin cuerpo, porque es a través del cuerpo que pasa todo contacto. Como yo no me sentía ningún cuerpo, no tenía siquiera que guardarme del contacto con la materia de las cosas o del cuerpo de la gente. Ahora bien, mi cuerpo deseaba profundamente tener una existencia propia».
—«Cuando encontré el marxismo me adherí a él por mi cuerpo. En la teoría marxista encontraba un pensamiento que tenía en cuenta la primacía del cuerpo activo y trabajador sobre la conciencia pasiva y especulativa y consideré aquella relación como el materialismo mismo».
—«Por fin era feliz en mi deseo, ser un cuerpo, existir antes de nada dentro de mi cuerpo, en la prueba material irrefutable que el cuerpo me daba de existir verdaderamente y al fin».
        
Para finalizar este apartado os recuerdo, una vez más, que para el psicoanálisis la voz (la pulsión invocante) y la mirada (la pulsión escópica) forman parte del cuerpo libidinal. Tras el desencadenamiento psicótico, éstas, la voz y la mirada, se adueñan del campo del cuerpo y, a su vez, se hacen independientes, tomando, por así decirlo, vida propia y se ensañan con el sujeto, de tal modo que éste tiene la experiencia de ser permanentemente mirado, vigilado, espiado y hablado por una o más voces que lo interpelan o que se refieren a él de modo alusivo.

Un resumen muy abreviado de los avatares del cuerpo en las tres estructuras clínicas podría ser el siguiente:


—El sujeto neurótico tiene un cuerpo pero no es totalmente suyo y padece en él las desventuras de su ser, o más precisamente, de su falta en ser.
—El sujeto perverso usa su cuerpo o partes del mismo para obtener en el cuerpo del otro la señal de la angustia y el goce más allá del placer.
—El sujeto psicótico no tiene cuerpo y sufre sobremanera de no tenerlo pero es posible que logre inventarse uno que le permita seguir viviendo.

UNA INTRODUCCIÓN AL FENÓMENO PSICOSOMÁTICO

Podríamos definir como FPS (fenómeno psicosomático) a un trastorno orgánico, es decir que afecta al cuerpo real del organismo, cuya causalidad es desconocida por la ciencia médica y que tiene una relación evidente con factores psíquicos y emocionales.
Cuando estuve explicando los efectos del lenguaje sobre el cuerpo, recordad que decía que puede ser que en la dificultosa construcción del cuerpo por parte del sujeto haya pedazos, trozos de cuerpo real de su organismo que no queden al abrigo de lo simbólico, es decir, que no puedan ser simbolizados. Al ser resistentes a la acción del orden simbólico no podrán ser significados, incluidos en un sentido, o bien metafórico o bien metonímico, del discurso. Estos trozos, según nos enseña Lacan, gozan de sí mismos más allá del principio del placer y gozan hasta en ocasiones poner en grave peligro la vida del sujeto que los soporta. En una conferencia que dio Lacan en Ginebra, en 1975, sobre el síntoma, propuso que el FPS no era un síntoma como el conversivo, no estaba como éste en el registro del lenguaje. Pero indicó que, no obstante, era una forma de escritura, una especie de marca jeroglífica que se escribía en el cuerpo, un simple trazo que no tenía relación con los otros y que, por eso mismo, carecía de toda posibilidad de significación.
 
Diríamos, de forma muy burda, que así como el síntoma neurótico es listo, es inteligente, se puede resolver con el sentido, es dialectizable y es analizable, el FPS es tonto porque no se resuelve mediante el sentido. Se trata sólo de una marca en lo real del cuerpo. El FPS depende modo habitual de alteraciones relacionadas con el sistema nervioso autónomo (también llamado visceral, vegetativo o inconsciente) y produce una lesión tisular anatómica detectable macroscópica o microscópicamente que sigue procesos bioquímicos, fisiológicos y anatómicos en general bien establecidos y estudiados por la medicina. Pero ésta ignora su causa, son de etiología desconocida.

No obstante, no es infrecuente detectar en la anamnesis que previamente a que se desencadene el fenómeno psicosomático existe un traumatismo psíquico importante en lo real de la vida del sujeto que no puede ser asimilado, que no puede ser simbolizado con la maquinaria significante que éste posee: una pérdida crucial para su existencia, un evento o una encrucijada existencial que, en definitiva, se le hace insoportable. Este traumatismo psíquico o emocional no será elaborado por la vía significante sino que se inscribirá directamente en el organismo, en el cuerpo real, mediante el FPS.
 
Frecuentemente la enfermedad psicosomática es soportada con gran indiferencia, incluso en ocasiones con su negación, en contra de toda evidencia. El sujeto afectado por el FPS no hace una demanda de saber sobre su padecimiento sino que eso le sea quitado. Por ello es muy frecuente la sorpresa de estos pacientes cuando algún médico les indica la posible raíz psicopatológica de su dolencia. Su respuesta suele ser de rechazo. Alguno de ellos aceptará visitar al psicoanalista, al psicólogo, al psiquiatra, pero sin la menor convicción de que pudiera haber un sentido en su enfermedad.

Es más, algunos pacientes psicosomáticos dan la impresión de no sufrir angustia y de estar sobreadaptados a su medio. Suelen poseer lo que se ha venido en llamar «alexitimia» o «pensamiento operatorio» (P. Marty), es decir, que son incapaces de verbalizar sus emociones, que parecen estar congeladas y también su vida de relación con los demás, sobre todo la que atañe a sus seres más cercanos. Asimismo, su capacidad de ensoñación y de fantasía es nula o muy débil. También se le ha llamado «dis-simbolia», por la pobreza de su diálogo, por la sequedad y esclerosis de su expresión verbal. No obstante, estas personas realizan de un modo correcto sus funciones en el escenario del mundo y en su profesión pero no se plantean ningún tipo de pregunta y, por consiguiente, carecen de todo tipo de respuesta en lo que atañe a su vida emocional.

Una de las cuestiones éticas más espinosas que nos plantea a los médicos el FPS es la concerniente a si debemos tratar de suprimirlo o no. Esto es así porque la experiencia acumulada, tanto la personal como la relatada por otros colegas, nos indica que su desaparición puede ir seguida, en algunos sujetos, de la eclosión de un delirio psicótico. Por eso creo que debemos ser muy cuidadosos con el fenómeno psicosomático, es decir, que debemos tratar ante todo que se suavice en sus manifestaciones más dramáticas, que sea más llevadero para el sujeto, pero no tratar de erradicarlo a toda costa dejándonos llevar por el imperativo categórico, y por consiguiente ciego, del «furor sanandi» profesional.

¿Por qué digo esto? Porque el FPS puede que, en ocasiones (no estoy diciendo siempre), esté cumpliendo una función esencial en la economía subjetiva del enfermo: sería precisamente la de anudar, la de amarrar borromeamente los tres cuerpos (real, imaginario y simbólico) y hacer de barrera a la fragmentación, a la dispersión del cuerpo en el desencadenamiento psicótico. En otras palabras y para finalizar ya mi intervención, propongo que hay sujetos que pueden construirse la suplencia de un cuerpo mediante el recurso al fenómeno psicosomático. Si lo curamos, si le privamos al sujeto de él, lo dejamos desnudo frente al mundo y frente a sí mismo, le quitamos las únicas amarras que poseería para evitar el naufragio en la psicosis. Sería, como dice el refrán, peor el remedio que la enfermedad.

*** Lección impartida el 18 de abril de 2012 dentro de la programación del CURSUS «Leer el síntoma. Cinco lecciones de introducción al Psicoanálisis», convocado por el Seminario del Campo Freudiano de Castilla y León (ICF-CL) y la colaboración de la Universidad de Valladolid como «Curso de Extensión Universitaria y Formación Continuada» que se celebró en el Campus de Palencia, de enero a mayo de 2012 en el Palacio de los Aguado Pardo-Casa Junco. Publicada en «ANÁLISIS. Revista de Psicoanálisis y Cultura de Castilla y León», número 27. Diciembre 2013.