(REESCRITO Y AMPLIADO)

 

Constituye para mí una experiencia muy emocionante el presentar hoy aquí, por invitación de la Comisión de Docencia de este Centro y en representación de la Biblioteca de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis de Castilla y León, el libro titulado Estudios sobre la psicosis.

La causa es muy simple pues comenzaré diciendo que mucho de lo que sé referente a la locura, a la psicosis, se lo debo tanto a su autor, José María Álvarez, como a este Centro Asistencial de los Hermanos de San Juan de Dios en el que nos encontramos. Aquí adquirí mi formación psiquiátrica, primero como Médico Interno Residente, durante cuatro años, y, después, como Médico Adjunto, otros cuatro años más. 

Sobre todo durante el primer período, el de Médico Interno Residente, además de trabajar como ayudante de diversos psiquiatras que me tutelaron y que me fueron enseñando los intríngulis de la profesión (los doctores José Luis Moreno —en la Sección de Militares—, Carmelo Tovar, Limberg Reyes, Francisco Primo y Alejandro Del Riego), tuve la oportunidad de estar más en contacto con los internados puesto que conviví con ellos los 366 días (un año bisiesto) de guardia que realicé.

Además, deseo citar al Dr. Alfonso del Val, Médico Cirujano, que era más bien, por vocación, un gran Médico Internista, y que le ofreció su inmenso conocimiento a un alumno, deseoso de saber siempre. Gracias a sus excelentes enseñanzas clínicas y exploratorias, sobre todo con el fonendoscopio (en la Sección de Tuberculosos del antiguo Pabellón de San Rafael), cuando abandoné este Centro Psiquiátrico, incorporándome mediante unos brillantes exámenes que realicé, en 1982, durante las Oposiciones al Cuerpo de Médicos Titulares de APD (Asistencia Pública Domiciliaria), me ayudó sobremanera en aquella nueva labor profesional médica que mi deseo había elegido y en la que trabajé muy a gusto, pero luego, tras psicoanalizarme en Madrid, mi deseo me llevó a retomar la profesión que había abandonado un tiempo atrás y abrir, por mi cuenta y riesgo, una consulta particular en la ciudad de Palencia.

Estoy contento de haber seguido siempre mi deseo, aunque tanto mi familia como los/las amigos/as no me comprendieran mucho (tanto cuando me fui de aquí como cuando dejé mi puesto de funcionario del Estado del grupo A), la verdad. Pero Jacques Lacan dijo que no hay que retroceder ante el deseo y lo he seguido a pies juntillas. Y no me apoltroné en ningún lado, que el apoltronamiento es lo peor que hay para el espíritu. Lo sé porque he tratado bastante gente apoltronada y afectada por ello de «tristitia», el antiguo octavo pecado capital (estudiar a Evagiro Póntico, un monje medio anacoreta apodado "El Solitario", pero cuando se ponía a predicar era un fenómeno, el tío).

Por aquel entonces, yo padecía de una particular intolerancia a quedarme a solas conmigo mismo y, como consecuencia de ello, buscaba a los otros con cierto afán. Así es que procuraba no encerrarme en la habitación y, además de darme unos saludables paseos por los amplios y hermosos jardines del Centro —que me sirvieron para ampliar los pocos conocimientos que tenía por entonces sobre Botánica—, prefería ir al bar (que regentaban el matrimonio «Sole» y Antonio) o a las salas de juego y de televisión ubicadas en el pabellón de la Sagrada Familia, que era el lugar en donde se encontraba mi residencia (en la habitación de un enfermo). Así fue como, gracias a este síntoma que aquejaba, pude relacionarme con los enfermos de otro modo y en otros lugares que no fueran los habituales del despacho de la consulta.

Ellos, los sujetos internados, me mostraron que su desgarro, su pérdida vital, su soledad en el mundo y su angustia eran mucho más inmensas que las mías. Y aprendí en carne propia que el estar en contacto con el dolor psíquico y el desvalimiento humano radical no es inocuo ya que tiene sus efectos y consecuencias. Para mí ésta fue la mayor lección que experimenté. También intuí que las alucinaciones psíquicas que presentaban los ingresados (las «voces», dicho en sentido coloquial) eran, precisamente, la única compañía que poseían para combatir su radical soledad, y que, por eso mismo, se mosqueaban conmigo con frecuencia cuando se las intentaba suprimir mediante la pertinente prescripción neuroléptica. Otros, sin embargo, sí que me lo agradecían pues esa única compañía había llegado a serles insoportable, injuriosa, aplastante, e incluso mortífera.

Asimismo, recuerdo con nostalgia cuando me apunté a las sopas de ajo que preparaba, en un infiernillo, sobre la medianoche, un enfermo que era el ayudante del Sr. Ángel Bajo (el celador nocturno), llamado Dionisio. Recuerdo con cariño a dos Enfermeros-Jefe: primero fue el Hno. Rodolfo, un verdadero cascarrabias (una fachada) pero dotado de un corazón y una inteligencia fuera de lo común. Y después, el Hno. Matías, con quien compartí urgencias y emergencias sanitarias, mesa, lecturas, anhelos y algunas conversaciones metafísicas y teológicas en nuestros paseos nocturnos bajo la mirada atenta de la Vía Láctea, pues en aquellos tiempos existía bastante menos contaminación lumínica que ahora.

Por lo demás, he de decir que los internados me enseñaron a jugar mejor al dominó, a la brisca, al tute y al futbolín, y confieso que, durante una temporada, tomé como compañero de mis desvelos a un sujeto diagnosticado de esquizofrenia catatónica residual, que se encontraba ingresado en el pabellón de San Rafael, al que cogí bastante cariño y con quien logré «comunicarme», es decir, que hablamos (es verdad que sólo en algunos momentos puntuales) después permanecer muchos años en un atroz mutismo y en un aislamiento autístico absoluto. Recuerdo que tomaba Trifluperidol («Triperidol»), un psicofármaco neuroléptico que era mucho más potente que el «Haloperidol» (pues bloqueaba casi por completo los receptores dopaminérgicos D2), pero tenía muchos más efectos secundarios o no deseados que el anterior, sobre todo los extrapiramidales. Y que le fui disminuyendo mucho la dosis que tomaba por creer, con firmeza, que no lo necesitaba para nada; es más: mejoró bastante tras ello; los/las Auxiliares me lo corroboraron ya que realizaba con ellos/as una asamblea semanal donde se ponían sobre el tapete los problemas que iban surgiendo en dicho Pabellón.

Un recuerdo, asimismo, para Aurelio Dorna Dorado, paciente mío en la Unidad de Gerontopsiquiatría que fundé, con la anuencia del director, el Dr. Alejandro del Riego, y la Gerencia del Sanatorio, ayudado por Dña. Lucía Vargas, Asistente Social del Centro. Ubicado en la segunda planta del Pabellón de “La Sagrada Familia”, que era donde yo residía. Sus componentes eran enfermos que se habían hecho ancianos en el Centro y bastantes no tenían ninguna patología mental pero no tenían a dónde ir. Recuérdese que en aquellos tiempos los enfermos mentales no tenían derecho a nada de nada. Aurelio Dorna estaba diagnosticado de «Parafrenia fantástica» y escribió un libro con el título: «Posible Fin del Mundo» o «Los fugitivos de China que se refugiaron en el Pamir, ¿son acaso el Fin del Mundo?» (Revelaciones del clariaudente desdoblado que pudo más). Ver el escaneado del libro. Por cierto, Aurelio Dorna se consideraba a sí mismo como un "clariaudente y clarividente cuatrilateral" (¡toma ya...!).

Cuando me despedí de mis pacientes —pues ahí también nos reuníamos Lucía Vargas y yo con ellos todas las semanas, en un salón que había, hablábamos y hacíamos la quiniela, que por cierto, una vez nos tocaron 250 pesetas por barba— antes de irme, me llevó a su habitación y me dio una copia (tenía dos copias que yo ya conocía pues le cedía el despacho y la máquina de escribir cuando se le estropeaba, con frecuencia, la suya, mientras yo me dedicaba a otros menesteres) con el ruego de que lo diese a conocer al Mundo, para que éste se enterase bien de lo que iba a suceder cuando él muriera (su Fin), que lo publicase si era posible. Le dije que por mi parte lo intentaría, que se quedase tranquilo, que quizá lo lograría realizar (¡y me dio la mano con firmeza y un leve abrazo, él tan reservado que era, deseándome suerte en la vida!).

Diecinueve años y medio después pude hacerlo, a través de la revista que fundó el Grupo de Estudios Psicoanalíticos de Castilla y León (GEP-CyL): «Cuadernos de Psicoanálisis de Castilla y León», con cinco textos escritos a medias (uno o dos capítulos de su libro y un comentario mío sobre lo escrito por él y sobre cuestiones teóricas, muy sesudas, con muchas reseñas, acerca de la psicosis). Fueron cinco extensos textos bajo el nombre de «Escritos Psicóticos de Aurelio Dorna y Alfredo Cimiano», publicados en los primeros ejemplares de dicha revista, a partir de diciembre de 2000. Constituyeron un éxito total. Aurelio Dorna era un buen escritor, aunque deliraba a raudales en su escritura y yo no soy nada malo escribiendo.

Eran tiempos en los que este Hospital se encontraba encerrado sobre sí mismo, aislado de la ciudad (La tapia del manicomio, Roger Gentis, Editorial LAIA, Barcelona 1972). Después de mi marcha eso cambió, por fortuna, y se fue abriendo: primero con los pisos tutelados y después con la apertura del Centro de Consultas Externas de San Miguel y las dependencias específicas dedicadas tanto al tratamiento de sujetos toxicómanos como de afectados por demencias orgánicas.

En cuanto a José María Álvarez, quisiera decir que lo conocí hace once años —en concreto el 26 de abril de 1996—, durante unas Jornadas dedicadas a la esquizofrenia que se celebraron en Valladolid convocadas por el Hospital Psiquiátrico «Dr. Villacián». Tras escuchar con atención la exposición del tema que llevó a cabo, tuve la profunda impresión de que bajo un porte juvenil, jovial y desenfadado, se encontraba alguien que poseía un saber muy riguroso acerca de la locura, un sujeto que era, en definitiva, un ilustrado de la psicosis y del que podría aprender mucho.

Lo que en psicoanálisis llamamos «transferencia» se instaló en mí de inmediato. Por eso, dos años y medio después, me sentí muy honrado y feliz al aceptar el ofrecimiento, tanto por su parte como por la de otros dos estimados colegas, de cofundar y ser el primer presidente del «Grupo de Estudios Psicoanalíticos de Castilla y León» (GEP-CyL), grupo que se constituyó en el embrión de lo que hoy es nuestra actual Sede de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis del Campo Freudiano de Castilla y León (ELP-CyL).

Desde que José María Álvarez llegó de tierras catalanas —donde se licenció y doctoró en Psicología, amén de haber realizado su formación analítica— a su tierra natal, ésta de Castilla y León, ha hecho mucho tanto por la Causa psicoanalítica como por la denominada «Otra Psiquiatría», cuyos planteamientos clínicos y doctrinales expone, de modo sucinto pero genial, el psiquiatra, ensayista y escritor Fernando Colina (director del «Consorcio Dr. Villacián» de Valladolid) en el prólogo del libro que hoy presentamos.

Esta «Otra Psiquiatría» no es que menosprecie u obvie los desarrollos científicos (los conoce perfectamente) sino que para ella no son lo más importante ya que se ilumina con el descubrimiento freudiano de lo Inconsciente y los posteriores aportes lacanianos al mismo. Todo esto nos lo expone el autor en su libro de modo admirable pues ha logrado, con gran finura, conjugar el saber psiquiátrico y psicopatológico que nos legaron nuestros antepasados, los clásicos de la Psiquiatría, sus desavenencias teóricas y prácticas, con el discurso que inauguró de modo genial Sigmund Freud, prosiguió Jacques Lacan y que viene esclareciendo, con un loable e impresionante acierto, Jacques-Alain Miller.

La Psicopatología, al haber sido desdeñada por la imperante corriente de pensamiento neurobiologicista, por no interesarle, por serle algo superfluo, es, desde ya, el almácigo, el semillero de nuestras ideas y del futuro del Psicoanálisis. Así lo han demostrado José María Álvarez, Ramón Esteban y François Sauvagnat con la publicación, en 2005, de su voluminoso libro titulado Elementos de Psicopatología Psicoanalítica (El autor también publicó en 1999 —obra que tuve el honor de corregir, ortográficamente, pues dice que se fía mucho de mí— La invención de las enfermedades mentales, que va a ser reeditado próximamente y que él mismo presentó un año después en este mismo salón durante un acto muy similar al que hoy estamos celebrando.

Pues bien, este tercer libro de José María Álvarez, sus Estudios sobre la psicosis, está integrado por diez artículos, algunos ya publicados en monografías o en revistas de psicoanálisis y de psiquiatría, que ha reescrito para la ocasión, y otros que son inéditos. Estos diez estudios se presentan organizados en tres apartados («Pensar la psicopatología», «Alucinación y fenómenos elementales» y «Paranoia y delirio»).

A lo largo y ancho de sus páginas, escritas con una prosa vivaz y elegante, el autor va tomando el pulso a diversos temas: la responsabilidad subjetiva del sujeto psicótico, el modelo estructural unitario de la psicosis con sus diversos polos (melancolía, paranoia y esquizofrenia), su marco nosográfico y nosológico, la dimensión reconstructiva y autorreparadora que constituye la elaboración del delirio, las dos vertientes de la certeza psicótica, las relaciones entre el delirio y el paso al acto, la vinculación práctica entre la clínica y la ética, los fenómenos elementales patognomónicos de la psicosis, las alucinaciones y un amplio e ilustrador estudio monográfico sobre los avatares histórico-clínicos del concepto psiquiátrico de Paranoia, cuyo embrión fue su Tesis Doctoral en Psicología.

De todos ellos, y para comentar alguno en concreto, me voy a referir al tercero, titulado «Psicosis actuales», pues tuve la oportunidad de escucharlo de viva voz en la «II Conversación de los Hospitales Psiquiátricos Villacián-Siso», celebrada en Valladolid el 18 de junio de 2005.

Allí, José María Álvarez nos dijo que en la actualidad le parecía encontrarse con muchos más sujetos psicóticos de los que creía hallar en los comienzos de su práctica pues su concepto de la psicosis se ha ido ampliando merced a que ha ido contando con elementos conceptuales nuevos. Quienes nos dedicamos a la clínica mental debemos tomar buena nota y leer con atención las reflexiones que allí vierte, sobre todo aquella que afirma, escúchenlo bien, que «la psicosis es una dimensión de la experiencia que comparten sujetos muy trastornados y otros bastante estabilizados».
 
Cuestión ésta que creo de suma importancia puesto que una de las tareas fundamentales de una correcta praxis clínica —y que en nada se opone a la clínica que llamamos del «caso por caso» sino que la complementa— debiera ser el elucidar la posición subjetiva que ocupa quien acude a consultarnos. En otras palabras, se debe procurar diferenciar, con la mayor precisión posible, si éste padece un proceso neurótico o si se trata de una psicosis latente, larvada, que aún no se ha desencadenado y que, en ocasiones, puede presentarse tanto bajo el disfraz de alguno de los múltiples trastornos del comportamiento y/o de la personalidad, tanto con el ropaje de una conducta toxicómana o de un padecimiento físico catalogado como psicosomático.

Los psicoanalistas procuramos hacerlo en el transcurso de las denominadas «entrevistas preliminares», es decir, durante un tiempo, que es variable, en el que no usamos el diván y restringimos al máximo la interpretación. Lacan nos animó a realizar muchas entrevistas de éstas antes de comenzar un análisis de tipo clásico en toda regla. Cuestión de prudencia porque el planteamiento de la dirección de la cura va a ser muy diferente si se trata de un sujeto que está habitando en una estructura clínica neurótica que si lo hace en una psicótica, pues como muy bien nos indicó Lacan, hace casi medio siglo, en su excepcional Escrito «De una cuestión preliminar ante todo tratamiento posible de la psicosis» (diciembre de 1957-enero de 1958), el utilizar la técnica que Freud instituyó fuera de la experiencia a la que se aplica es tan estúpido como echar los bofes en el remo cuando el navío está en la arena.

En el ejercicio de la clínica mental debemos ser cuidadosos en extremo y no pensar, alegremente, que todo el monte es orégano. O quedar atrapados en las farragosas e insustanciales redes taxonómicas trenzadas por los Manuales de las Clasificaciones Internacionales —tan en boga—, las cuales no nos dejan ver más allá de nuestras propias narices; o bien ser lenguaraces y lanzarnos a interpretar a todo trapo, dándonoslas de listos. ¿Por qué? Porque podemos sacar de modo irresponsable al lobo de su cubil; y es bastante probable que, una vez que salga, termine hincándonos sus fauces, ya sean éstas persecutorias o erotomaníacas.

Por ello han sido para mí, en mi práctica cotidiana, cruciales las enseñanzas que me ha ido transmitiendo José María Álvarez a lo largo de todos estos, bastantes, años. Ellas me han indicado cuáles son aquellas manifestaciones sutiles relativas al cuerpo, al lenguaje y al lazo social o aquellas experiencias inefables o aquellos fenómenos elementales (se debe ser muy fino de oído con toda esta microfenomenología, inaugurada por el eminente psiquiatra, etnólogo y fotógrafo francés Gaëtan Gatian de Clérambault y continuada por su discípulo Jacques Lacan) que me deben alertar sobre la posible existencia de una psicosis no clínica, es decir, una psicosis que aún no se ha desencadenado y que se encuentra estabilizada ya sea mediante ciertas identificaciones en el espacio imaginario, ya sea con la invención de una suplencia en el orden simbólico o, inclusive, con la aparición de una lesión validada médicamente en lo real del cuerpo, tachada de psicosomática.

En mi experiencia clínica, trato de indagar, además de todo lo anterior, si hay rastros, en la biografía del sujeto, que me pongan sobre la pista de la existencia de una neurosis infantil, ya que toda neurosis hunde sus raíces en la infancia. Si el sujeto, después de algunas cuantas entrevistas, no me refiere nada en absoluto respecto a ciertos conflictos neuróticos —ya sean o no típicos— que le marcaron, en su infancia o en su adolescencia, sospecho que me encuentro ante una «psicosis normalizada», como con acierto la denomina José María Álvarez.

Así es que deberemos tener siempre presente, como él apunta —empleando con acierto los términos del ilustre frenólogo, director entonces del Manicomio de Carabanchel, el alicantino José María Esquerdo en la célebre conferencia que pronunció (en 1881) en la Academia Médico-Quirúrgica Española titulada Locos que no lo parecen: Garayo, el Sacamantecas, el caso de un violador y asesino múltiple que tuvo aterrorizada a la ciudad de Vitoria, hasta que le echaron el guante, que conmocionó por aquel entonces a la sociedad española— que «hay locos que no lo parecen». Y me gustaría añadir por mi cuenta y riesgo que, por el contrario, también hay quienes parecen locos pero no lo son. Pero ésta es ya harina de otro costal.

A continuación les dejo con José María Álvarez, quien, además de ser un apasionado y apasionante escritor, posee —qué envidia— un pico de oro.


*** Texto publicado en el nº 15 de «ANÁLISIS. Revista de Psicoanálisis y Cultura de Castilla y León» (Diciembre de 2007) y en el nº 281 de la revista «Hermanos Hospitalarios» (Agosto-Septiembre de 2007).