«ESCRITOS PSICÓTICOS» (I)

ALFREDO CIMIANO : AURELIO DORNA

PRESENTACIÓN DE POSIBLE FIN DEL MUNDO

DE AURELIO DORNA

Conocí a Aurelio Dorna en el mes de enero de 1978, fecha en la que me encontraba trabajando de alienista en el Hospital Psiquiátrico «San Juan de Dios» de Palencia y fui requerido para asistir a un enfermo encamado que padecía los lancinantes dolores de un ataque agudo de gota. Acudí, pues, a la habitación que me habían indicado y me encontré con un viejecito casi octogenario, completamente calvo, de pequeña estatura pero fornido, de amables modales y que se expresaba con acento argentino. Su diagnóstico psiquiátrico era el de «Parafrenia fantástica», pues en aquellos tiempos seguíamos la clasificación de Emil Kraepelin. No tomaba ningún medicamento psicotrópico.

Cuando estaba realizando la exploración visual y manual de su inflamado y rubefaciente pie derecho, me dijo, lamentándose, que si él moría toda la Humanidad se encontraba en peligro de muerte, porque nuestro planeta sufriría una inversión en sus polos magnéticos, lo que acarrearía el surgimiento de una nueva Era Geológica, acompañada del cambio de lecho de los mares y el desplazamiento de los continentes, lo que supondría, de modo irremediable, el fin del mundo. Como todo aquel discurso delirante que a continuación fue desplegando ante mis oídos me dejara en estado de perplejidad, le prometí hacer todo lo posible por liberarle de su ataque de podagra si él, a cambio, proseguía contándome su historia.

A partir de entonces y como la medicación analgésica y antiinflamatoria hiciese pronto efecto y se notase muy mejorado, comenzó a acudir con cierta asiduidad a mi despacho para tomarse la tensión arterial (padecía una hipertensión maligna de origen nefrógeno) ya que desconfiaba del buen hacer de los enfermeros y yo le había demostrado un saber hacer con su sufrimiento.

Durante una de estas entrevistas y ante mi queja de que no lograba seguirle en sus lucubraciones, me puso al corriente de que todo cuanto me había venido contando hasta entonces, lo tenía escrito en un libro cuya redacción había finalizado en el mes de septiembre de 1975. Le mostré mi interés por conocer ese libro del que me hablaba y ante mi solicitud acudió, al día siguiente, para mostrarme sus «escritos» (así los llamaba).

Sólo permitió que les echase una rápida ojeada y me reclamó su inmediata devolución porque a pesar de mis buenos oficios, no estaba del todo seguro que yo no fuera uno más de sus implacables perseguidores, un «hispano-pamireño» camuflado al servicio de la condesa de Provolone (ese era el nombre del Otro que gozaba de él persiguiéndole), tal y como le había sucedido en otras ocasiones, con otros psiquiatras, en otros manicomios, durante su ya larga experiencia de «manicomiado vitalicio».

Me contó que estaba perfeccionándolos con una antigua máquina de escribir que poseía. Como ésta se le estropease —era un verdadero cacharro— me dijo que si le podía conseguir alguna para proseguir con su trabajo. Le ofrecí la mía y mi despacho cuando yo tenía que dedicarme a otros menesteres. Me dijo: «Gracias doctor; se le nota que usted es una buena persona». También le conté que practicaba la corrección ortográfica desde joven y que de chaval había ganado un premio de redacción importante. Y me puse a sus órdenes en caso de que tuviera alguna duda, aunque por lo que me dejó leer, en varias ocasiones, él era un buen escritor. El halago le llegó al alma y sonrió complacido.

Pasaron los meses y los años. El que fue mi último día de trabajo en el Hospital Psiquiátrico —ya que al día siguiente comenzaba, tras siete años y medio de convivencia con los alienados, una “excedencia voluntaria por convenir a mis intereses” que aún prosigue—; esa mañana fiché en la portería, como de costumbre, y emprendí el camino entre los jardines escarchados y engullidos por la espesa niebla que conducía a los pabellones de cuya asistencia psiquiátrica era responsable; primero acudí al pabellón «San Rafael» (apodado el “pabellón de finales”) y posteriormente a la segunda planta del pabellón «La Sagrada Familia» donde dos años y medio antes y con la inestimable ayuda de Lucía Vargas, asistente social del Centro, habíamos logrado poner en funcionamiento una Unidad de Psicogeriatría de 60 camas que nos dio a ambos tantos disgustos como satisfacciones.

En esta Unidad nos reuníamos dos veces por semana con los residentes en el salón de la planta; hablábamos del fútbol, hacíamos la quiniela, contábamos chistes verdes, leíamos y comentábamos las noticias del periódico y escuchábamos a aquellos sujetos con una media de internamiento psiquiátrico superior a la veintena (un paciente llevaba 49 años ingresado) hablar de un pasado perdido entre tinieblas; además era también un espacio donde limar las asperezas surgidas de la convivencia diaria y donde poder criticarnos abiertamente los unos a los otros. En general, no padecían ya de trastorno mental activo, sino que no tenían dónde ir (sus familiares se habían desentendido de ellos) y en el Psiquiátrico encontraban un asilo. Por aquel entonces, los llamados enfermos mentales estaban por completo desprotegidos tanto sanitaria como socialmente, cuestión que, por fortuna, después cambió.  Y ese día coincidió que había asamblea.

¡Qué pena me causaron siempre las despedidas! Recuerdo un adiós apesadumbrado, como sintiéndome culpable de dejarles abandonados allí, separados por aquellas tapias y verjas de una sociedad que teme la locura a pesar de que la lleva dentro.

Tras finalizar la reunión y cuando me disponía a abandonar el pabellón, uno de los asistentes se dirigió a mí: era Aurelio Dorna que con voz queda y aire misterioso me invitaba a acompañarle a su habitación; le seguí y una vez que estuvimos en ella extrajo del cajón de su mesita de noche un cuaderno realizado de manera artesanal, con cuartillas escritas a máquina y algunos apuntes manuscritos, cosidas con alambre a unas tapas de doble papel de estraza. ¡Eran sus «escritos»!

Con una amable sonrisa extendió el brazo entregándomelos y haciéndome saber su deseo de que esos escritos suyos fuesen publicados, siendo esencial para él que la Humanidad entera tuviera conocimiento de ellos y le reconociese, al fin, como hombre-dios y legítimo descendiente de los Reyes Católicos. Ahora que me veía abandonar el manicomio ya podía confiar por completo en mí porque este acto le otorgaba la certeza de que no estaba a las órdenes de la condesa de Provolone, jefa de sus perseguidores, malvada guardiana de su «doble» y manejadora de los hilos de una sutil y despiadada trama conspirativa en su contra. Ante su machacona y angustiada insistencia no pude negarme y le prometí que haría todo lo posible para que algún día fuesen publicados. Un afectuoso apretón de manos (nunca me había imaginado a Aurelio Dorna saludar de ese modo tan efusivo) rubricó nuestro pacto.

Diecinueve años más tarde tengo la satisfacción de poder hacer en parte realidad aquel deseo de esta persona, que desde entonces también es el mío, publicando su Posible fin del mundo (Revelaciones del clariaudente desdoblado que pudo más) en estos «Cuadernos de Psicoanálisis de Castilla y León» que recientemente vieron la luz con el número 0 (el conjunto vacío), en el comienzo de una singular andadura que presiento será fructífera.

En este número 1 (el trazo unario) publicamos las 19 primeras páginas de su libro que corresponden a sus tres primeros capítulos: “Aclaraciones”, “Introducción” y “Cómo me apoderé de la Vida”. En próximos ejemplares iré añadiendo los demás capítulos de los escritos de este loco anónimo con el deseo de que sean leídos por aquellos que se interesen especialmente en las producciones escritas del sujeto llamado psicótico, tanto en su vertiente puramente literaria como en su vertiente sublimatoria y estabilizadora del desencadenamiento psicótico, es decir, en su función eminentemente sanadora.

Desde luego que estos escritos no pueden ser comparados con los schreberianos Denkwürdigkeiten eines Nervenkranken (Hechos dignos de ser recordados de un enfermo de los nervios según propone traducir José María Álvarez en la nota nº 2 de la página 318 de su brillante trabajo La invención de las enfermedades mentales), pero ciertamente tenéis ante vosotros, estimados lectores, el testimonio por escrito del delirio terminal de un sujeto que, tal y como nos indica en su “Introducción”, tras ser detenido por cuatro guardias fue ingresado en una casa de orates en diciembre de 1959, aunque (ver en “Cómo me apoderé de la Vida”) el cataclismo psíquico aconteció quince años antes, concretamente en el invierno de 1944.

Cuenta que encontrándose por entonces en el Mar de la Plata se le presentó de pronto la Revelación en forma de un encuentro con el que va denominando alternativamente Rey del Mundo Psíquico, Creador, Dios o Espíritu. Se trata del encuentro en lo real psíquico, sin mediación simbólica posible, con un Otro ambivalente, más bien pérfido, ya sea en forma de un Juez Espiritual que asalta su memoria y que ferozmente le somete al “Juicio de la Muerte en vida”, ya sea en forma de Poder sugestivo que intenta quitarle la Razón con “armas flamígeras más veloces que el rayo”, entablándose entre ambos una lucha de desgaste de la que nuestro sujeto nos cuenta que logró finalmente salir “triunfante e incluso ungido” a pesar de que “hasta ahora sólo se sabía que los desdoblados salían destruidos”.

Pero en este combate sufrió la amputación de lo que denomina “su doble”, pérdida que en adelante amargamente lamentará y reclamará su devolución en los alegatos que dirigirá a “los hombres del Derecho”. Nos informa Aurelio que este “doble”, esta “pantalla” era una parte esencial de su subjetividad: aquélla con la que de modo habitual venía defendiendo su Razón ante los embates de los fantasmas inconscientes que, proviniendo del “otro lado”, trataban de enloquecerle. Tras la pérdida sufrida en el “desdoble”, los espíritus del subconsciente, las fuerzas del otro mundo, ya no se entretienen mirándole a través de esa “pantalla televisiva” que le servía de defensa y límite entre los dos mundos (“el del consciente y el del subconsciente”), sino que le invaden captándole “todos los brotes de su pensamiento”.

A partir de entonces es continuamente vigilado, escrutado y profanado hasta en lo más íntimo de su ser mediante una persecución a distancia atroz e implacable, actividad que terminará siendo imputada a los aristocráticos enemigos ancestrales de su linaje directo con el príncipe don Juan, hijo de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, del cual hablaremos en otra ocasión, y que por cierto, murió sin descendencia casado con Margarita de Austria, cuestión que abrió en su tiempo una crisis sucesoria.

Sabemos gracias a la enseñanza de Jacques Lacan que en todo desencadenamiento de la psicosis el sujeto es testigo inerme de la ausencia en su universo simbólico de un significante (al que denominó “del Nombre-del-Padre”) que es la piedra de bóveda que le representa ante el conjunto formado por todos los demás significantes y que le permite acceder a la significación. Esta falla en la estructura simbólica está ahí desde siempre, desde los mismos orígenes del sujeto. Es durante el atravesamiento de cierta encrucijada en el devenir histórico cuando esta ausencia ab nitio del significante paterno se pondrá en juego.

Ante esa falta radical en la estructura, a fin de escapar del vacío mortífero que aparece en su real psíquico, el sujeto de la psicosis intentará elaborar un delirio, una “metáfora delirante”, para suplir la ausencia de esa “metáfora paterna” imposible que le deja en manos de lo real, le disgrega el ser y le aniquila. El delirio es pues, ante todo, un trabajo psíquico para ponerle un parche imaginario al inmenso agujero surgido en lo simbólico, un intento de sutura de la fragmentación y la desgarradura del ser. A falta de un significante que introduzca una ley en el goce del Otro (“La ley es la que puede salvarnos”, anota Aurelio Dorna en el encabezamiento al tercer capítulo de su obra), el delirio cumple una función apaciguadora de la mortificación psíquica que sufre el sujeto psicótico.

Invito pues a los lectores de estos «Cuadernos de Psicoanálisis» a iniciar la lectura, que he ido transcribiendo a mi ordenador, de Posible fin del Mundo (Revelaciones del clariaudente desdoblado que pudo más) de Aurelio Dorna, recordándoles que Sigmund Freud en su texto sobre Daniel Paul Schreber, Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia («dementia paranoides») autobiográficamente escrito, nos dice que la vivencia del fin del mundo suele ocurrir durante el estadio más tormentoso de la paranoia y que se trata de la proyección al exterior de una catástrofe interior sobrevenida en el enfermo. Tras la destrucción de su mundo subjetivo tratará de volver a ponerlo en pie, a reconstruirlo, mediante la labor del delirio. Y añade, subrayando en letras bastardillas: «El delirio, en el cual vemos el producto de la enfermedad, es en realidad la tentativa de curación, la reconstrucción.»

 

 

 

POSIBLE FIN DEL MUNDO

O

LOS FUGITIVOS DE CHINA QUE SE REFUGIARON EN EL PAMIR, ¿SON ACASO EL FIN DEL MUNDO?

 

(Revelaciones del clariaudente desdoblado que pudo más)

 

Por Aurelio Dorna

 

(Este libro fue escrito durante el franquismo)

 

 

 

PRIMERA ACLARACIÓN

 

 

Por televisado psíquico, ya no me defiendo a pecho descubierto sino a intimidad descubierta. Todo lo que aquí escribo, pues, empiezan por conocerlo mis poderosos enemigos de Madrid, que son los que retienen la Vida Eterna de los viejos hindúes, mi doble. Pero esa desventaja mía es, sin embargo, la fuerza que los ha de aplastar. (El control a distancia es hecho comprobado).

 

 

SEGUNDA ACLARACIÓN

 

 

Este libro, sin pretensiones literarias, que también podría titularse SI USTED NO SE DEFIENDE, TIENE QUE MORIR, es sin embargo importante por sus manifestaciones inéditas. Al escribirlo, sólo procuré mostrar para que la gente prevenga, si le queda fuerza para prevenir. Si no le queda fuerza, la Justicia tiene que ajusticiar.

Cuando escribí lo que antecede, en concreto no sabía que los desdoblados triunfantes éramos los hombres de las mayores encrucijadas, pues al iniciarse nuestra lucha defensiva, un camino conducía a la extinción total de la Vida (Eras Geológicas) y otro camino, al cambio de lecho de los mares, que a diferencia de las Eras Geológicas, salvan brotes de vida.

También, si los hombres le diesen justa satisfacción al desdoblado triunfante, podría continuar la evolución que vivimos. Pero si los hombres no atienden sus justas demandas, es posible que le haya llegado a esta creación la hora definitiva de caer. El átomo no es combustible de los hombres. Es un fuego que supera la resistencia térmica de la materia.

Por último, los desdoblados que pueden más son hombres dioses. Frente a ellos, están las esclavas del diablo y enemigas naturales de los hombres dioses: las brujas, que si consiguen quitarle el espíritu al hombre dios, hunden la Vida en la agonía precursora de la Eras Geológicas, la esclavitud. Sin embargo, desde que existe la vida en la Tierra, el diablo sólo ha podido ganar esa batalla cuatro veces.

 

 

 

Yo no empecé por disminuirme, yo

no salgo disminuido. Yo sólo soy

defensa, pero atacado si motivo,

me defiendo avanzando.

 

 

INTRODUCCIÓN

 

Señores Abogados: Tengo que decirles a los hombres del Derecho que al poder yo más en un desdoble me apoderé de la Vida. Luego, para que triunfen mis Derechos, que ya son también los Derechos de los demás, no hay más camino abierto que el de la Justicia que se impone. De lo contrario, antes que permitir que triunfe el delito, que es el que al quitarle los Derechos al hombre clave, se los quita a todos, tengo que ir a un ajusticiamiento casi total, igual que Hércules. Al dirigirme, pues, a los Abogados, empiezo por decirles que empujados por aristócratas nacidas para odiarme, cuatro policías de la fuerza armada fueron de noche en Madrid a arañar la puerta de mi vivienda, y yo, que me debo a la defensa de la Justicia, les hice frente. Mientras tuve el arma en la mano, los cuatro guardias no pudieron actuar, porque los HABÍA DESARMADO DIOS; pero después de haber yo arrojado el arma al suelo, me amarraron y me llevaron al manicomio.

Eso ocurrió en diciembre del año 59. Desde entonces se puede observar que la policía, aunque ande muy bien armada, siempre lleva las de perder frente a los terroristas, y debemos suponer que es porque el Rey del Mundo Psíquico continúa negándoles las armas interiores.

Ese desarme de la policía obliga a pensar asimismo en otras consecuencias, pues yo terminé por gritar, en una de las peleas que los hispano-pamireños me impusieron en la calle, que SE IBA A HUNDIR ESPAÑA.

(Los hispano-pamireños son los que nacieron para odiarme, por ser yo descendiente directo del hijo de los Reyes Católicos).

¿Y qué tendencias disgregantes venimos observando en casi todo el territorio español? ¿Por qué no puede también hallarse desarmado por dentro el ejército de España? La Justicia, en fin, es la que gobierna todos los equilibrios y la que nos defiende. La injusticia es la que nos desarma. En fin, el espíritu y su lucha. Sin embargo, es posible que en España ya no lo entiendan.

Yo, clariaudente y, por ende, clarividente cuatrilateral, pude más en un desdoble; esto es, me obligaron a ser un hombre dios. Me apoderé de la Vida. Luego no soy loco, ni siquiera puedo llegar a serlo. Encima, ya dije que mi muerte había de decidir si era loco o no era loco.

Ahora, si a los señores Abogados les llegara a interesar este caso, como garantía de los honorarios de su profesión, es sabido que no se puede privar a nadie de su libertad sin motivo legal y que si eso se hace, corresponde darle en justicia plena satisfacción.

Así, a mí ya va para los veinte y dos años que me mantienen privado de libertad en los manicomios sin motivo valedero, pues como ya dije, por haber podido más en un desdoble, ni siquiera puedo llegar a ser loco. ¿Y qué es la mancha del manicomio para el hombre que recobra la libertad? ¿Cuánto vale?

Sabemos que si el ex loco anda mal humorado o se olvida de saludar al vecino, siempre es un loco que debe correr el loquero a atarlo. Pero si hubo que pagarle a ese hombre X millones por haberlo convertido en loco falsamente, queda limpio de esos prejuicios.

Bueno; para responder de esta acusación, en primer término está el médico Antonio López Zanón, de Madrid, que me metió en las casas de orates presionado por gente adinerada que él conoce y que ha de conocer también la policía. Pero si eso no fuese bastante, estaría Televisión Española, que tuvo que ir a filmar un sepulcro en el interior de una iglesia de Ávila. Y si la gente de esa casa procurase tergiversar la verdad, habría que recurrir a sus archivos, puesto que la filmación de ese sepulcro muestra acabadamente las segundas intenciones de los adinerados que me persiguen; entre ellos la mujer, creo que condesa, que vino a este manicomio para que no le pagasen nada a los que aquí trabajamos. Ella es la que retiene mi doble y la que puso más empeño en que fuese manicomiado vitalicio. El médico Antonio López Zanón actuó dominado por esas fuerzas socialmente mayores. Pero de la otra cara.

Esa gente (y con mayor saña la susodicha condesa) también me impuso en la calle peleas, obligándome incluso a conocer la cárcel. Por lo demás, sé que violaron mi vivienda de Madrid, por lo que tendrán que responder de todo lo que en su interior había, comprendidos unos originales mencionados en un concurso que ahora para mí importan mucho. La vivienda era mía. La había pagado totalmente. Los demás compradores seguían pagando las tierras a plazos. Me habían dado una escritura provisional que quedó en el interior de una maleta. La llave para abrir la vivienda la fueron a buscar al manicomio de Salamanca y no se la negaron. Cómplices, sin embargo, en el reparto del botín no fueron; los coaccionaron los títulos de nobleza de esas inescrupulosas. Tuvieron miedo.

Sospecho que terminaron por destruirme la vivienda. Si es fundada mi sospecha, un millón de pesetas sería poco dinero para un hombre que tiene que ir a pagar hospedaje. Sin embargo, podrían reconstruírmela gastando poco. En ese caso, querría seguridad. Allí quedaron seis mil ladrillos que yo había comprado. El campito tendrían que devolvérmelo protegido por alambre tejido, igual que antes estaba.

Vuelvo a decirles que soy un cuerdo más que metieron en los manicomios, pero por eso mismo ya estoy muy bien armado. El arma que tengo la debo defender. Nada de chantaje, que lo de la ley no es chantaje. Mi honor, por lo demás, ya está muy comprometido. Por último, nos hallamos ante un caso de Justicia que no podrá discutirse, y yo sólo estoy para ser victoria, pues para que la Vida no pierda fuerza, la Justicia tiene que imponerse.

 

 

Para que la Vida se salve,

yo sólo soy el deber de los demás.

Eso no es mucho pretender.

La ley es la que puede salvarnos.

 

 

CÓMO ME APODERÉ DE LA VIDA

 

Yo, hombre de natural social encogido, nunca supuse que podría tener un pasado. No se me ocurría buscar, en fin, en un diccionario enciclopédico el apellido Dorna. Pero el subconsciente ocurre que a veces nos conduce por caminos que desconocemos. Y así, hace bastantes años, encontrándome en la Argentina, cayó en mis manos un pequeño enciclopédico, y lo primero que hice fue buscar el apellido Dorna. Lo encontré. Era un Dorna que figuraba como “hombre de Madrid”. ¿Por qué “hombre de Madrid”, así, a secas, sin profesión definida, si la costumbre era que figurasen como escritores, guerreros, pintores, etc.?

Sin embargo, entonces sólo me dije, haciendo caso omiso de ese hallazgo: “Un Dorna más”.

Transcurren después los años. A raíz del desastre de Annual, que coincidió con mi entrada en filas, escribí a la Embajada pidiendo instrucciones para retornar a España. Yo me pagaba el pasaje. Pero entonces me enfermé de reumatismo articular agudo, una enfermedad que ya había sufrido en la infancia, y en vez de retornar a España, fui a convalecer en el lejano norte argentino.

En el transcurso de esos años, cayó en mis manos un suelto de La Prensa que se ocupaba de los jueces que había tenido el Virreinato del Río de La Plata. Pero para La Prensa el único juez que lo había sido realmente era un señor Dorna.

Cuando estalló la Guerra Civil Española trabajaba temporalmente en Mar del Plata, donde me daba baños preventivos de agua caliente de mar. Sentía simpatía por la República, pues los españoles (un pueblo más que hizo Historia básica moderna en el mundo) respiramos mejor entre extranjeros si nos alienta el prestigio de nuestra raza, y con los hombres nuevos de la “república de los trabajadores”, me parecía que terminaba el gobierno de los decaídos que empujaban nuestra decadencia. Sin embargo, tropezaba, en algunos aspectos, con el Movimiento Republicano, entre ellos el boato que rodeaba la presidencia y, sobre todo, el cartel que le hacían al renacimiento de las lenguas vernáculas.

España es una unidad económica, y si se favorece el desentendimiento lingüístico, tiende a desmembrarse política y económicamente. Por otra parte, la única lengua que tiene ancho campo para los hijos de España es la castellana. Tenemos, en fin, una lengua para que se entiendan todos los españoles y, por lo demás, a todos los españoles nos conviene defender en España las proyecciones lingüísticas del castellano en el mundo.

No queremos, con eso, la hegemonía política de Castilla; las provincias son partes integrantes, en pie de igualdad, de la unidad nacional, y las regiones son muy dueñas de hablar sus respectivas lenguas madre. Pero —insisto— para entendernos todos a todos nos tiene que interesar una lengua nacional, que lógicamente debe ser la que le abre ancho campo en el mundo a los hijos de España. Todo eso no impide que España se descentralice políticamente, que sus provincias se gobiernen por sí mismas y que sus regiones, por ser obra de sus propios hijos, desarrollen su propia personalidad regional. Sin embargo, aunque todo eso sentía durante la Guerra Civil Española, no pensaba entonces que podría empujarme un sentimiento heredado, pues no sabía qué era, de quiénes descendía.

En el invierno del año 1944, encontrándome en Mar del Plata, Argentina, se me presentó la Revelación; y yo, hombre de las corrientes materialistas, tuve que admitir la existencia de Dios, que, por otra parte, nunca había negado. Pero el rey del Mundo Psíquico es para mí una fuerza de la relatividad de la lucha, en infinitud la más poderosa. Crea a su imagen y semejanza porque el espíritu, plasmático, cobra la forma de la idea. Pero crea porque tiene que crear para completar el crecimiento natural del planeta. Sus reservas químicas tienen que florecer en la creación. La creación es superación.

Se trata de una fuerza que actúa en nuestra vida sentimental, por sobre todo. Frente a ella está la otra cara, conocida por nosotros por el diablo, que también lucha, en lo que puede, en nuestros sentimientos. Si triunfa, provoca la inversión de las fuerzas morales, y entonces empieza a ser el infierno, polo negativo de la Vida, el que talla. Pero sólo para agotar totalmente en la Tierra el espíritu que la vivifica.

Las religiones, que no vienen porque sí, pero que como todo lo que nace, mueren, procuran enseñarnos para que las fuerzas del bajo, que son el delito, vivan reducidas.

Lo cierto, en fin, es que con las primeras revelaciones, y tras ellas, yo me vi metido en un lío mental desesperante. Sabía que era “un poco telépata”, esto es, muy receptivo; pero me encontré con que habían profanado mi intimidad hombres de la tierra, con que vivía íntimamente televisado, con que todos los brotes de mi pensamiento eran captados por ellos.

Yo, que no conocía esos fenómenos, pensé entonces en la radiotelefonía y en sus micrófonos (aún no se había divulgado la televisión), que vienen a ser calcos de la radiotelefonía de los espíritus; pero puesto que no podía tener intimidad propia, secreto alguno, me revolvía contra los autores de aquel maleficio, que había terminado por descubrir.

Entonces me dirigí, en telegrama colacionado, al Jefe de Policía de La Plata (Virgilio Dall Orto), denunciando a la policía marplatense. Escribí también “solicitadas” para los diarios locales. Y me dirigí asimismo, pero personalmente, al comisario Zanelli, preguntándole si había algo contra mí. Contra mí no había nada. Pero la persecución a distancia continuaba. Atroz. Implacable. Intrigas, provocaciones, fulminantes calumnias. Descubro entonces que todo ese acose no provenía solamente de los nigromantes que me habían hecho el daño mental; que allí, en combinación con ellos, tallaba también el Otro Mundo.

Había tropezado, pues, con una fuerza espiritual que sólo conocía por referencias y que se la reputaba justa. Pero lo cierto era que lanzaba contra mí, para obligarme a ceder contra razón, armas atroces. Yo me resistía. Mi razón era mi razón y no estaba para entregársela a nadie, por más ultraterrenal que fuese su Poder. Se trata, sin embargo, de un Poder que sugestiona, porque su voluntad suele ser más poderosa que la nuestra. Pero yo sólo estaba para ser Yo mismo, puesto que se pretendía quitarme la Razón. Ni amenazas, ni armas flamígeras, más veloces que el rayo, me hacían retroceder.

Encima, ese Juez Espiritual había asaltado mi memoria para revisar toda mi vida pasada, ensañándose con preferencia en los pasajes débiles que pudiese tener. Horas, días, meses, siempre excitando ferozmente la sensibilidad de esos “pelitos”. Pero no debían de ser tan vulnerables esos pasajes débiles de mi vida, puesto que esa implacable Inquisición no conseguía vencerlos. Si algo fuesen, esto es, si mis fallas de conducta hubiesen sido serias, me habría derrotado.

Soy un hombre, en fin, que pasó por el Juicio de la Muerte en vida; y aunque triunfante e incluso ungido, pude saber qué era el despecho de la fuerza espiritual que derroté en mi cabeza.

Con esto, terminó la revisación de mi vida pasada. Yo, seleccionado por la lucha, podía más que el Espíritu que gobierna nuestro planeta. En la Tierra ya no quedaba una fuerza más alta que la mía. ¿En qué lío estamos metidos entonces, si los destinos de la Vida quedaban supeditados a los destinos de mi defensa?

(Los desdoblados triunfantes somos los clariaudentes que no pueden encantar y, por ende, los hombres de las mayores encrucijadas. Con ellos, la Vida toma un camino o toma otro. Yo tengo que defender la legalidad fundada en la ley).

(Hará de esto unos treinta mil años, también hubo un hombre que pudo más. Estoy hablando de Hércules, que sólo fue un gigante mental. Sin embargo, pasó a la leyenda como un luchador físico extraordinario; pero por haber podido más su Razón que la de Dios, se convirtió en su brazo para intervenir directamente en los destinos de los habitantes del planeta. Provocó, por no haberle hecho justicia, el cambio de lecho de algunos mares; pero no sin haber trastornado previamente los polos magnéticos del planeta). Véase, más adelante, cómo cambian de lecho los mares.

(En la India, uno de los pueblos en los que más preocupa el fin del mundo, también hubo otro hombre que pudo más. El sánscrito, en fin, nos transmite el episodio de una Vida Eterna que terminó por pasar al cine. La turba, en la pantalla cinematográfica, se lanzaba enfurecida contra la casa donde tenían prisionera esa Vida Eterna, que a luces vistas era un doble. La Justicia entonces se impuso, ahorrándole a la Vida un nuevo cambio de polos o una nueva Era Geológica).

Los cambios de mares, en fin, son podas generales que se le hace a la Vida. En cambio, si triunfa la fuerza negativa, la Vida pierde su espíritu, se la esclaviza, agoniza y muere durante millones de años. Pero esos casos se presentan porque ya los necesitamos. Sin embargo, si a la especie le queda instinto de conservación, lucha por mejorarse sin necesidad de caer. (Véase, más adelante, cómo se producen las Eras Geológicas)

Los nigromantes que me habían hecho el daño mental estaban confundidos. “La tortilla se les había dado vuelta”; no habían conseguido, en fin, atontarme y enloquecerme. Habían actuado contra mí (en combinación inconsciente con fuerzas del otro mundo) para interferir mi pensamiento y mi actuación. Pero nada. Sin embargo, esos pedantes, étnicamente antagónicos, “no estaban —decían ellos— para ser pasto del ‘gaita’ que se revolvía contra ellos”. Y empezaron a rondar de noche mi casa, se metían en mi campo, acuadrillaban vecinos. Yo procuraba no comprometerme con gente de la policía, y los aguanté un poco; pero al fin salí a hacerles frente empuñando el revólver. Huyeron como ratas. Una, dos, y hasta tres veces. Y siempre “ponían pies en polvorosa”, saltando alambrados.

—“A ese gaita lo limpiamos”, dijeron al fin.

Entonces cargaron en un automóvil una pesada ametralladora y la fueron a apostar entre las ramas del ligustro que cercaba mi campo, frente a la puerta interior por donde solía salir a correrlos. Pero en vez de salir por esa puerta, salí por la del otro extremo de la casa, y protegiéndome detrás de una columna, esperé que ametrallasen. Si ametrallaban, las balas se estrellarían contra el cemento de la columna, caerían al suelo o resbalarían, desviándose. No ametrallaron, sin duda confundidos.

Pero yo, que empezaba a asombrarme de mi mismo, supe entonces que no era un tímido social sino un encogido. Un resorte comprimido por la prudencia, que de pronto saltaba contra todos. Y a todos espantaba. ¿Tenía acaso poderes mágicos mi revólver? Antes que yo, lo habían usado otras personas; y la verdad era que tenía motivos para pensar en las hazañas que habría protagonizado.

Nada de humorismo, que para jugarme la vida sólo era tensión dramática. Pero la burla, la ironía, incluso el sarcasmo no eran poca estrategia en la lucha de un hombre sin intimidad, televisado o, mejor, visto de continuo por dentro.

El cielo —aclaro— a tono con mi humor del momento, le había dicho a mis desdobladores:

—Tengan cuidado con ese gallego. ¿Es que todavía no le vieron la garra?

¿Qué garra era esa —me preguntaba confundido—, en un hombre como todos los demás, que ni siquiera sabía por qué había de ser tanto en la pelea?

Supe, más tarde, que mi garra era la mayor que podía tener un hombre en su lucha por lo suyo, porque al caer defendiéndome se producía una ligera interrupción del gobierno de Dios, provocando con eso uno de los mayores ajusticiamientos de la Historia.

Tiré la casa por la ventana y tomé el tren con destino a Buenos Aires. Los dos nigromantes iban en coche-cama en el mismo tren. En el trayecto, pensaba en el chalet que dejaba atrás. “Isotérmico como el de Sarmiento”, solía decir mi burla. Muy sólido, por cierto. Al comprador le había dicho lo que tenía que hacer en su techo y en sus columnas, para que le durase siglos. Lo había construido con mucha economía, sólo pensando en asegurar mi vejez y en terminar en él mis días. Se llamaba “El Refugio”.

Procurando saber qué me habían hecho, en Buenos Aires compré libros de parapsicología y afines. Entonces supe que era clariaudente, y por ende, clarividente cuatrilateral. También supe que había sido desdoblado; pues el doble de los clariaudentes, defensa extraordinaria, es televisión y micrófono espirituales que se desplaza para transmitirle a su dueño lo que traman contra él sus enemigos. Pero puede ser atrapado.

Los Archivos de la Sociedad Psíquica de Londres registran varios casos de esas persecuciones. En Viena, allá por principios de siglo, hubo unos titulados científicos entretenidos en penetrar en la intimidad de sus víctimas a través de los dobles que atrapaban. Y para los egipcios, el doble era una divinidad velando las momias de los faraones.

Para mí (y esto no lo leí en ningún libro), el doble es la defensa de la Razón, y la pantalla televisiva que le permite a las fuerzas del Otro Mundo vivir nuestra vida; pero excepto en sueños, en algunos casos de embriaguez o en trance, los espíritus tienen que conformarse con ver y actuar a través de esa televisión, sin poder avanzar sobre nuestro mundo racional. Mas al quitarnos el doble, esto es, la defensa de nuestra Razón, los espíritus avanzan y nos enloquecen. A mí no me han podido enloquecer.

En nuestra cabeza existen, en fin, dos mundos: el consciente y el subconsciente. Este es el que conocemos por el otro mundo. Pero los desdoblados triunfantes somos hombres de los dos mundos. La vida psíquica, por último, tiene patrones que libran su lucha en nuestro campo sentimental. Estoy hablando del diablo y de Dios, éste Padre espiritual de la creación, pero en conjunción con el espíritu de la hembra: la Madre Tierra.

Los clariaudentes son, pues, fuerzas de la Naturaleza, reservas extraordinarias de la Vida, que vienen a luchar contra sus desgastes; y Dios, que convive esa lucha desgastadora, resistiéndose sentimentalmente en lo que puede, tiene que enfrentarse al fin, en defensa de su Poder, con los clariaudentes que desdoblan. Hasta ahora sólo se sabía que los desdoblados salían destruidos.

Dios jurisdicción Tierra es la Vida que a mí me toca intervenir. Del resultado de esa intervención dependerán sus futuros destinos, pues si nuestra Razón pudo más que las fuerzas espirituales que la atacaron, nos apoderamos de la Vida. Eso es lo que en este caso ocurrió. Estamos, pues, al poder yo más que Dios, ante una Vida que se ha venido rebajando; y sólo cabe preguntarse, si serán capaces los hombres de subir de nuevo la cuesta sin necesidad de caer.

Yo sé que sólo jugándome la vida pude apoderarme de ella. Después, en mi lucha con los intereses sórdidos de los humanos, tendré sin duda que continuar jugándomela. Pero ya con una ventaja que comprende la vida de los demás, por lo que si los hombres no esconden la cabeza bajo el ala, tienen que ver mucho con lo que en este pequeño libro escribo.

 

***Texto publicado en «Cuadernos de Psicoanálisis de Castilla y León». Número 1. Diciembre de 2000, pp. 91-114.