«ESCRITOS PSICÓTICOS» (V)

ALFREDO CIMIANO : AURELIO DORNA

EL DESENCADENAMIENTO DE LA PSICOSIS Y LA FUNCIÓN DEL DELIRIO

 

Finalizo en este número, que hace el quinto, en los "Cuadernos de Psicoanálisis de Castilla y León", la publicación de los dos primeros tercios del contenido del libro Posible Fin del Mundo (Revelaciones del clariaudente desdoblado que pudo más), escrito por Aurelio Dorna. El último tercio lo ocupa una obra de teatro (según el autor una «comedia arrancada de la vida real española») compuesta de un prefacio y cuatro escenas, de las que nos indica que tienen la particularidad de que escribió las tres últimas antes de morir Franco y la primera después de su muerte. El título elegido para dicho guión teatral es el de «¡ESTOS SALVAJES DE ESPAÑA!», que ocupa una extensión de veinticuatro cuartillas mecanografiadas, con correcciones realizadas con bolígrafo por las dos caras, que quizás, en un futuro, pueda ser publicado.

Esta pieza teatral tiene el interés de condensar, dramatizándola, la problemática delirante del sujeto con respecto a su Otro perseguidor, encarnado en diversos personajes que ostentan diferentes títulos de nobleza —todos ellos «hispano-pamireños», por supuesto—, quienes, acaudillados por la condesa de Provolone, de continuo intentan subvertir la Ley en su provecho para perjudicarle, para robarle el doble y para ingresarle, finalmente, en el manicomio (donde tampoco estará a salvo de sus embates, intrigas y desmanes), animados por el odio ancestral que le profesan, por ser él descendiente legítimo del Príncipe Don Juan, el hijo de los Reyes Católicos (que según Aurelio Dorna no murió sin descendencia, como se viene estudiando en los libros de historia, sino que hubo una «boda estorbada» que dio su fruto). En los diálogos de los distintos personajes de dicha obra las referencias al «Tío del Saco» o al «Mil Uno» son tan repetitivas que este personaje que no aparece en el escenario, y que representa a nuestro sujeto, termina por inundar todo un texto en el que el autor se da el gustazo de infligir, siempre mediante la letra, continuos castigos, golpes y humillaciones a sus nobiliarios perseguidores.

Es muy curiosa porque hay en ella diversas participaciones del público asistente, a quienes denomina "concurrentes". Esto supondría que, durante su representación, algunos de los actores estarían sentados en las sillas del teatro. La obra finaliza cuando un espectador, enardecido por la representación a la que ha asistido, se dirige al público, que está ya abandonando la sala, con estas palabras:
«Concurrente.— ¡Un momento! ¡Gran acontecimiento folklórico-taurino! ¡Se lidiarán tres marqueses españoles de pura sangre pamireña! ¡Gran acontecimiento! ¡Gran acontecimiento! ¡Los marqueses españoles de pura sangre pamireña llegarán a la plaza de Las Ventas en sillas de mano, escoltados por lacayos con vistosos uniformes! ¡Gran acontecimiento! ¡Gran acontecimiento!».

Dicha pieza teatral me recordó al "teatro del absurdo" de Samuel Beckett, Eugène Ionesco, Arthur Adamov y otros. Pero esto es accesorio; voy a lo principal.

Quisiera abordar en este último "Escrito" el tema del desencadenamiento de la psicosis. Ya en los anteriores indiqué, guiándome de la enseñanza lacaniana, que debemos distinguir, en el ejercicio de la clínica mental, lo que es la estructura psicótica de lo que sucede tras su posible desencadenamiento. Decía también que la estructura psíquica que llamamos psicótica tiene la particularidad de estar construida y articulada en torno a la ausencia radical de un significante mayor, el significante del Nombre-del-Padre, que además de ser un significante puro, sin imagen, es quien hace de clave de bóveda de todo el edificio simbólico del ser hablante, ya que en el interior del sistema significante su función es precisamente la de autorizar a existir a dicho sistema y la de hacer su ley. Mientras quien habita esta estructura no se vea obligado a confrontarse con este significante, que, por razón de la estructura misma, no se encuentra en el Otro en oposición simbólica al sujeto, todo irá más o menos bien y éste podrá llevar una vida adaptada al entorno familiar, laboral, e incluso social. Se la ha denominado "psicosis blanca" por algunos autores.

Puede que, en ocasiones, sea ya desde pequeño un introvertido esquizotímico, de carácter «raro», hasta el punto de que sus mismos allegados puedan calificarle de «diferente»; a veces presentará, especialmente a partir de su adolescencia, cualesquiera de los síntomas de la serie neurótica —lo que algunos clínicos han venido llamando una «pseudoneurosis»; Lacan, con su gran perspicacia clínica apuntó: «Nada se asemeja tanto a una sintomatología neurótica como una sintomatología prepsicótica» (1)—, e, incluso, alguna de las conductas de la serie psicopática. Pero bastantes veces será el ciudadano más normal donde los haya, todo un ejemplo de lo que es la normalidad reinante, es decir, una normalidad impecablemente ajustada a la norma social televisiva —creo que no es ninguna casualidad que Aurelio Dorna denomine a su doble, ese del que fue de modo ignominioso desposeído, tras ser desdoblado, su «televisión psíquica».

Sabemos que esta inestable estabilidad psíquica es lograda por el sujeto mediante el recurso a una masiva identificación imaginaria al otro, al semejante. En el conocido esquema de la dialéctica intra e intersubjetiva realizado por Lacan y conocido como «esquema Lambda», se trataría de una dialéctica que se despliega siempre en el interior del circuito imaginario a-a’ (yo-otro), que denomina «el velo del espejismo narcisista»(2), con exclusión del eje simbólico S-A (sujeto-Otro), por estar éste gravemente afectado por la preclusión originaria, por la Verwerfung del significante paterno. Por lo tanto y a falta de una identificación simbólica, esa que sólo procura el significante paterno, que le haría acceder a un espacio subjetivo propio y le otorgaría una identidad sexuada, el sujeto de la psicosis se mantendrá capturado en las identificaciones especulares (preñadas de un odio y de un amor cervales) con ese otro imaginario que le sirve de sostén y equilibrio.

Que en la psicosis hay un sujeto no debiera haber ninguna duda porque, por definición, el sujeto del que hablamos en psicoanálisis no es la persona, no es ni siquiera el yo, sino un efecto del sistema significante, quien lo determina en su ser. Otra cosa muy diferente es la relación que ese sujeto mantenga con el conjunto del lenguaje y por tanto con la Ley, ya que Ley y lenguaje están indisolublemente ligados. Precisamente su mayor tragedia consiste en estar ubicado dentro del lenguaje pero fuera del discurso (común). Es por lo anterior por lo que, muy tempranamente, el futuro psicótico ya advierte la enorme dificultad en la que se halla para comprender y acatar las leyes, para realizar un «lazo social» con los otros y los atolladeros sentimentales a los que se ve abocado al mantener, no sin un conflicto desgarrador, las llamadas «relaciones interhumanas» más allá de su círculo propiamente familiar, lugar donde también saltarán las chispas encendidas de un radical maniqueísmo. Pronto advierte que los demás no son sinceros, pues aprecia, con una gran claridad de pensamiento, que son hipócritas y egoístas, y que, además, actúan en el teatro de este mundo, muy especialmente en el teatro de la relación sexual, siguiendo un guión cuyas claves él ignora por completo, cuyas leyes se le escapan por no concernirle.

Pero puede, o no (en ciertos casos la estructura psicótica no se desencadenará jamás porque el sujeto encuentra un elemento estabilizador que ocupa el lugar de ese significante primordial ausente; tal es el conocido caso de James Joyce y de su escritura, mediante la cual se hizo en lo real un nombre —del Padre— (por los siglos de los siglos), que llegue un fatal día en que tenga que «cambiar de chip», como dicen ahora muchos psicólogos contemporáneos y algunos médicos que se califican de «humanistas», quienes como infalible remedio a todos los múltiples males mentales que nos afligen a los ciudadanos que habitamos esta sociedad que se autodenomina, pomposamente, del Bienestar, recetan la siguiente prescripción: «¡Cambie usted de chip y verá que bien le va!». Y es que, siguiendo este modelo mental electrónico, el psicótico sólo posee un chip, no tiene ningún otro de recambio: está tajantemente alienado en el significante del Deseo de la Madre (constituido a partir de la primigenia oposición presencia-ausencia del Otro materno) y carece del significante que Lacan llamó del Nombre-del-Padre para, mediante la llamada «metáfora paterna», acceder al sentido, a la significación de dicho Deseo; esta operación significante que se produce en el orden simbólico de los seres hablantes, de los seres humanos, fue llamada por Freud «Complejo de Edipo» a partir de su ensayo «Sobre un tipo especial de la elección de objeto en el hombre» (1910) cuando indica, en referencia a las peripecias psicosexuales del niño varón, que «el sujeto queda dominado por el complejo de Edipo»(3); y dos años después, en el primer ensayo de Tótem y tabú, lo consideró nada menos que «el complejo nuclear de la neurosis»(4). Ya en vida de Freud, y mucho más después de su muerte, se fue fraguando, por parte de los que decían ser sus seguidores, toda una pululante fantasmagoría imaginaria en torno a este concepto clave de la teoría y de la práctica freudianas. Tuvo que advenir al mundo un psicoanalista de genio, llamado Jacques Lacan, para que, separando el grano de la paja, nos mostrase el oro puro de su verdadero alcance.

Este complejo —vocablo que nada tiene que ver con la idea popular, derivada de la psicología adleriana, que lo hace sinónimo de un afecto o sentimiento negativo y patógeno que hay que erradicar— para la teoría psicoanalítica consiste en un conjunto de relaciones que se presentan de una forma compleja y sería sinónimo de lo que la moderna teoría de los conjuntos designa como un «conjunto reticulado», el cual es una red sincrónica tal que sus elementos se articulan de modo independiente y arbitrario, siendo las interrelaciones entre los elementos que pertenecen a ese conjunto complejas. Se trata entonces de una estructura relacional. Freud usó el nombre del conocido protagonista de la tragedia griega para significar el conjunto complejo de relaciones que se entablan dentro del grupo familiar entre el niño y sus padres, o sus subrogados, siendo éstos sus primitivos objetos tanto de amor y de deseo como de resentimiento, hostilidad y celos. Y siempre insistió en la gran importancia del elemento paterno para equilibrar y hacer progresar la relación materno-filial desde la indiferenciación simbiótica inicial hasta la asunción por el sujeto infantil del estatuto de sexuado y deseante, separado del deseo materno, para lo cual debe sufrir antes una pérdida inicial, que llamó castración, tras de la cual emergerá el deseo, ya que no hay deseo si antes no hubo pérdida.

Pues bien, en la formación de la estructura clínica que llamamos psicótica (a diferencia de lo que sucede en las otras dos estructuras clínicas, a saber, la neurótica y la perversa) el complejo de Edipo está ausente porque falta el significante paterno. En ausencia de la metáfora inducida por la posición paterna sobre el Deseo de la Madre que, castración mediante, le haría nacer a su propio espacio subjetivo y a su propio deseo, que le haría ocupar un lugar en la cadena de las generaciones y habitar un cuerpo sexuado, el sujeto vivirá en un idílico limbo de completud, como la crisálida en su capullo, merced al recurso de la pregnancia imaginaria que le pone a resguardo de toda posible pérdida. Este mecanismo de compensación imaginaria fue denominado mecanismo del como si por la psiquiatra y psicoanalista Helene Deutsch, discípula de Freud y esposa de quien, hasta 1923, fue su médico de cabecera (Felix Deutsch).

De este metafórico limbo de los justos el sujeto será expulsado de modo brusco cuando la psicosis se desencadene, pues será arrojado al infierno inefable de lo real de la vivencia psicótica, experiencia atroz que terminará por hundirle en las entrañas del desgarramiento, del extrañamiento subjetivo más feroz y doloroso que un hombre o una mujer deban soportar sin merecerlo (cuando escribo esto estoy pensando en la experiencia psicótica del magistrado Daniel Paul Schreber, quien, tal como nos indica José María Álvarez en su ilustrador libro, La invención de las enfermedades mentales, entre las últimas letras que garabateó antes de fallecer puede leerse, subrayada, la palabra Unschuldig —«Inocente»—(5). Para que esa estructura psicótica, esa llamémosla «psicosis latente» se desencadene, nos indica Lacan que «es necesario que el Nombre-del-Padre, verworfen, precluído, es decir sin haber llegado nunca al lugar del Otro, sea llamado allí en oposición simbólica al sujeto»(6). «Pero ¿cómo puede el nombre-del Padre ser llamado por el sujeto al único lugar de donde ha podido advenirle y donde nunca ha estado?», se pregunta Lacan, para responder a continuación: «Por ninguna otra cosa sino por un padre real, no en absoluto necesariamente por el padre del sujeto, por Un-padre […] Basta para ello que ese Un-padre se sitúe en posición tercera en alguna relación que tenga por base la pareja imaginaria a-a’, es decir yo-objeto o ideal-realidad, interesando al sujeto en el campo de agresión erotizado que induce. Búsquese en el comienzo de la psicosis esta coyuntura dramática»(7).

En otras palabras, la estabilidad de la estructura psicótica, hasta ese momento lograda mediante el recurso a las identificaciones especulares con el otro (que también es su yo), se va a ver seriamente comprometida por la aparición de «Un-padre» real en ese espacio libidinalmente cargado de agresividad y erotismo que se interpone entre el yo del sujeto y su doble especular, su otro. Un-padre real que impone, con su sola presencia viviente, la triangulación simbólica donde antes sólo existía una línea recta imaginaria entre dos términos. Esta precisa encrucijada traerá como consecuencia inmediata el que el ser del sujeto, que hasta entonces se había mantenido oscilando entre su yo y su doble especular, se vea apremiado a realizar un llamado, una invocación, a una terceridad simbolizada en el significante del Nombre-del-Padre para «cambiar de chip» (esa lámina delgada de material semiconductor que se emplea para formar un tipo de circuito integrado). Pero como dicho significante no se encuentra presente en su Otro simbólico, en la cadena del armazón significante de la cual él mismo es efecto, se abrirá allí un agujero abismal pues, como dice Lacan, «la psicosis consiste en un agujero, en una falta a nivel del significante»(8), y, entonces, el circuito integrado, sobre el que el sujeto venía apoyando tanto su subjetividad como su identidad y que le había dado hasta ese momento un mundo de sentido, se desintegra, se va a hacer puñetas. Esta experiencia de desintegración, de cataclismo subjetivo, es en ocasiones descrita, a posteriori, como la vivencia de asistir al crepúsculo, al fin del mundo (tal es el caso de Daniel Paul Schreber, quien lo describe detalladamente en el capítulo VI de sus Hechos dignos de ser recordados de un enfermo de los nervios)(9), vivencia que, nos enseña Freud, se trata de una proyección al exterior de la catástrofe subjetiva sobrevenida en el interior del ser del sujeto.(10)

Este “Un-padre” lacaniano, en la medida en que no es el padre del sujeto ni tampoco el significante del Nombre-del-Padre, puede ser encarnado tanto por un hombre como por una mujer, tanto por un adulto como por un niño; tal es el caso del recién nacido, quien con su presencia real irrumpe exigiendo de quienes le concibieron que se representen como madre y como padre. Si uno de ambos está completándose imaginariamente en su partenaire, si esa relación sólo es narcisística, apoyada exclusivamente en el circuito imaginario a-a’, y su única función es la de tapar la ausencia simbólica, la Verwerfung del significante del Nombre-del Padre, la irrupción del tercero (“Un-padre” encarnado en lo real del neonato) va a resultarle fatal. A mi juicio se habla mucho de las psicosis puerperales en las madres, pero muy poco de las psicosis puerperales de los padres, esos grandes olvidados. Así es que, según vengo indicando, la cardinal propiedad de este “Un-padre” es la de emerger en tanto real vivo en la realidad hasta entonces construida por el sujeto a partir de su alienación imaginaria y simbiótica al otro. Esta aparición de «Un-padre» real exige del sujeto que se represente de otro modo a como hasta entonces venía haciéndolo, para lo cual debe disponer de una movilidad tal de la cadena significante que dicha nueva representación sea posible; pero esto es precisamente de lo que radicalmente está desprovisto pues él no ha atravesado encrucijada edípica alguna, a diferencia de los sujetos que habitan las estructuras neurótica y perversa, como escribí anteriormente.

Al no poder responder a esta exigencia, todo el sistema significante, en su conjunto, mediante el cual el sujeto había logrado hasta entonces disponer de una cierta representabilidad, se viene trágicamente abajo, se derrumba como un castillo de naipes entre «la espuma que provoca ese significante que no percibe en cuanto tal»(11). Es el desabrochamiento de los significantes en la psicosis lo que constituye el desencadenamiento propiamente dicho, pues como indicó Lacan: «En la psicosis el significante está en causa, y como el significante nunca está solo, como siempre forma algo coherente —es la significación misma del significante— la falta de un significante lleva necesariamente al sujeto a poner en tela de juicio el conjunto del significante. Esta es la clave fundamental del problema de la entrada en la psicosis, de la sucesión de sus etapas, y de su significación»(12)

Como el sujeto se encuentra absolutamente inhabilitado para tomar la palabra, la suya («Hay, en la psicosis, exclusión del Otro donde el ser se realiza en la palabra que confiesa.»(13), la palabra misma se emancipa o se detiene coagulándose o se acelera hasta la dispersión de la aproxesia. El cuerpo del lenguaje («La palabra en efecto es un don del lenguaje, y el lenguaje no es inmaterial. Es cuerpo sutil, pero es cuerpo»)(14) se hace autónomo e irrumpe en el espacio subjetivo proviniendo de su afuera, viniendo de lo real no simbolizado, bien sea duplicando su pensamiento y haciéndolo eco, sonorizándoselo, robándoselo, deteniéndoselo, refutándoselo, anticipándoselo, sustituyéndoselo o también imponiendo palabras extrañas, extranjeras, palabras neológicas sin significación alguna o cuya significación se remite a sí misma, por las que el sujeto se siente íntimamente concernido porque precisamente se dirigen o se refieren a él: alusiones provocadoras a su quehacer cotidiano, jaculatorias, enunciación intencional, interferencias, ruidos, juegos silábicos, siseos, zumbidos, runrunes, patrañas, chismorreos, ignominiosas injurias. Estos primeros momentos del desencadenamiento psicótico, su microfenomenología, fueron luminosamente descritos, de un modo minucioso, bajo una hipótesis órgano-mecanicista, por el ilustre psiquiatra Gaëtan Gatian de Clérambault, a quien Lacan homenajea como su «único maestro en psiquiatría» (15), y que los agrupó bajo la denominación de «automatismo ideoverbal».

También fue un estudioso de las primeras fases de la entrada en la psicosis, al modo esquizofrénico, el profesor de psiquiatría y neurología Klaus Conrad, que fue director de la Clínica Universitaria de Enfermedades del Sistema Nervioso en Göttigen (Alemania), quien se acercó a sus aspectos vivenciales y los sometió a un análisis estructural gestáltico en su libro La esquizofrenia incipiente. Ensayo de un análisis gestáltico del delirio. Las bautizó con los nombres de trema, o estado prodrómico, que es el nombre del estado de tensión emocional que sufren los actores inmediatamente antes de entrar en escena y hace referencia a un aumento intolerable de la tensión psíquica con sentimientos de que «hay algo en el aire», de que «pasa algo, pero no sé qué» o de que algo sucederá de modo inminente —a este propósito dijo Lacan: «Un mínimo de sensibilidad que da nuestro oficio, permite palpar algo que siempre se vuelve a encontrar en lo que se llama la pre-psicosis a saber, la sensación que tiene el sujeto de haber llegado al borde del agujero. Esto debe tomarse al pie de la letra. No se trata de comprender qué ocurre ahí donde no estamos. No se trata de fenomenología. Se trata de concebir, no de imaginar, qué sucede para un sujeto cuando la pregunta viene de allí donde no hay significante, cuando el agujero, la falta, se hace sentir en cuanto tal.» (16)—, acompañado de un estrechamiento del campo existencial que conduce a una pérdida de libertad, al tiempo que emerge un abismo de desconfianza y una limitación en la relación con los otros.

El siguiente estadio del proceso psicótico lo constituiría la apofanía o revelación (algo que permanecía oculto se hace, de pronto, manifiesto), que es la auténtica vivencia delirante primaria, la cual se impone al sujeto desde el campo o espacio externo a través de «nuevas significaciones» y se expresa con percepciones, representaciones e interpretaciones delirantes. Corresponde esta fase a la «conciencia anormal de significación» de Karl Jaspers o al «establecimiento de relaciones sin motivo» de Hans Walther Gruhle, donde estos hechos vivenciales rompen la continuidad del sentido mismo de la existencia, el cual se detiene y, al mismo tiempo, se derrumba. Si la apofanía afecta al campo o espacio interno aparecen «la difusión, sonorización y las voces que comentan la propia actividad», pues ahora ya no son los objetos del campo externo los que adquieren nuevas significaciones, sino que es el mismo pensamiento el que las posee sobre el mundo externo. Ante esta revelación apofánica el sujeto no muestra ninguna duda, produciéndose el fenómeno de la llamada «creencia delirante», y no entiende que los demás duden de ella. Dentro de esta fase también se produce la anastrofé o la vivencia omnipotente de ser el centro y la referencia esencial de todo el acontecer del mundo, de que «todo gira en torno a sí». Y, finalmente, la fase apocalíptica, donde se produce una exacerbación de todas las anteriores vivencias reseñadas y que se manifiesta clínicamente por la desorganización del pensamiento, desintegración del lenguaje, alucinaciones auditivas y vivencias catatónicas del fin del mundo.(17)

Al tiempo que este desastre subjetivo se consuma, se desata un goce (Genuss) más allá de todo principio de placer (Lust), un goce indomeñable que desborda todo juicio de existencia por estar radicalmente separado de todo sentido; este goce, al no estar sometido a ninguna simbolización previa y pertenecer a lo real, vehiculiza la pulsión muda de muerte (Tánatos) y no es tratable mediante el recurso al sistema simbólico significante del que dispone el sujeto pues en él también falta el significante fálico para atemperarlo. Esta falta puede considerarse secundaria a la ausencia primera del significante del Nombre-del-Padre, que es quien aporta este otro significante -Falo- al sujeto durante la encrucijada edípica, mediante la castración simbólica, para que pueda, en adelante, domesticar el goce pulsional ilimitado de lo real primero, resultando de esta operación la formación de una estructura clínica no psicótica y la aparición del principio del placer, con sus indudables limitaciones, con su cortejo de sudores y lágrimas.

En la psicosis, debido a la ausencia del significante fálico, brota un goce indomesticable, ilimitado, errático, no reabsorbible por el sistema significante que, en adelante, estará precisamente al servicio de la mortificación misma del sujeto. El efecto subjetivo que produce este goce tanático, desarrimado y fragmentante al que me estoy refiriendo lo saben muy bien todos aquellos clínicos que dedican toda o una parte de su labor profesional al posible tratamiento de la psicosis: una angustia tan profunda que es sin límites, una angustia que en nada se parece a la angustia (de castración, diríamos con Freud) que aparece habitualmente en las desestabilizaciones neuróticas. Como el significante es lo que separa el goce del cuerpo, este último se sentirá sometido a la violación cenestopática —«apofanía en la esfera corporal» de K. Conrad—(18) y a la automatización; el cuerpo, tras el desencadenamiento, se transforma en una especie de marioneta que se mueve a su antojo, fuera de toda voluntad del sujeto, pues el llamado «esquema corporal» se desmembra y se fragmenta y entonces los diversos sentidos, órganos, superficies y agujeros que componen lo real mismo de ese cuerpo viviente se verán sometidos a este goce pulsional sin sentido, ruinoso, aterrador y mortificante. Clérambault llamó a estos fenómenos de la psicosis «automatismos motor y sensitivo-sensorial».

¿Cómo reacciona el sujeto ante esta debacle de lo que constituía su existencia, su humanidad misma? En un primer momento con la estupefacción, con la perplejidad más absoluta («En el fondo, se trata en la psicosis, de un impasse, de una perplejidad respecto al significante»)(19), ya que lo que le está ocurriendo es algo que no acierta a comprender, por ser un impensable, pues la ausencia de un significante que lo represente en el Otro va a abrir, a su vez, un agujero en el significado, lo que dará lugar a que la significación quede en suspenso, en el aire (vacío de significación), o bien que ésta se vuelva opaca, enigmática y amenazante. Pero la experiencia misma de la caída en la psicosis le aporta, no obstante, una certeza que inunda la comprehensión misma del sujeto: en algún lado sucede algo que le impide ser dueño de su pensamiento y de su cuerpo, los cuales han pasado a ser manipulados y parasitados por un real intrusivo ante el que desaparece como sujeto y adviene convertido en el puro objeto de un innombrable goce.

Hasta aquí el sujeto está ubicado dentro del polo más esquizofrénico de la psicosis, polo donde dominan los automatismos alucinatorios mentales, sensitivos y motrices y el «síndrome de acción exterior», que Clérambault bautizó como «Síndrome de Pasividad». José María Álvarez ha rescatado un término de Paul Guiraud, el de «xenopatía», para nombrar a este fenómeno consustancial de la psicosis. «Entiendo por xenopatía —nos dice— la inefabilidad de experimentar el propio pensamiento, los propios actos, las propias sensaciones corporales o los propios sentimientos como ajenos o impuestos, como determinados o provenientes de otro lugar —no importa que sea exterior o interior— del que el sujeto, perplejo y sumido en el enigma, no se reconoce como agente sino como una fuente parásita o un mero y exclusivo receptor»(20)

Pero pasado un tiempo lógico, que puede ser variable en el tiempo cronológico, el sujeto reacciona, abandona la posición de pasividad y trata de reconstruir ese mundo que se le ha venido abajo de forma tan dolorosa. ¿Cómo lo logrará? Responde Sigmund Freud: «Lo reconstruye con la labor de su delirio. El delirio, en el cual vemos el producto de la enfermedad, es en realidad la tentativa de curación, la reconstrucción. Esta es conseguida mejor o peor después de la catástrofe, pero nunca completamente»(21). Esta genial apreciación de Freud es corroborada por el gran clínico que fue Clérambault (que a pesar de su acérrimo organicismo mecanicista se vio obligado a echar mano de la hipótesis del inconsciente cuando tuvo que situar el origen último de los fenómenos intrusivos xenopáticos), quien escribió lo siguiente: «El delirio propiamente dicho no es más que la reacción obligatoria de un intelecto razonante, y a menudo intacto, frente a fenómenos que salen de su subconsciente, es decir frente al automatismo mental. El delirio es en este caso una reacción sobre todo imaginativa»(22). Y también: «El trabajo interpretativo y la disposición sistemática de las concepciones no son más que epifenómenos; son el resultado de un trabajo consciente y en sí mismo no mórbido o apenas, sobre una materia que es impuesta por el inconsciente. Puede decirse que en el momento en que aparece el delirio, la psicosis es ya antigua. El Delirio no es más que una Superestructura»(23)

La puesta en juego del mecanismo delirante, la invención del delirio, es, entonces, sólo una labor defensiva privilegiada que adopta el sujeto (recordemos los escritos de Aurelio Dorna donde nos repite «yo sólo soy defensa») tras haber asistido, inerme, a su propio desmoronamiento subjetivo. Con el delirio el sujeto trata de construir un universo imaginario (por eso el perspicaz G. G. Clérambault lo consideró una «reacción imaginativa») que remede al universo simbólico destruido, y que le permita reconstruir algo que funcione como equivalente a esa unidad imaginaria que llamamos el Yo. Léase con qué constancia, en sus escritos, Aurelio Dorna reivindica la devolución de su doble, de su otro imaginario del que fue expoliado, tras la experiencia de su enfrentamiento con su Dios, para así poder reconstruir su unidad yoica. El delirio es, por tanto, secundario y sólo trata de suturar el desgarrón primario en el devenir existencial acaecido tras la experiencia del desanudamiento del orden significante y sus devastadores efectos en los otros dos órdenes de la experiencia (real e imaginario).

Quien quiera buscar una significación al delirio de un sujeto cualquiera y, por consiguiente, aplicar parámetros en términos edípicos, tal y como sucede con la significación del síntoma en la neurosis, está en su pleno derecho, pero creo que el delirio carece de significación o bien su significación es ésta: ocupa el lugar de la ausencia radical de significación sobrevenida, ocupa el lugar de la inexistente «metáfora paterna», y por eso Lacan lo llamará «metáfora delirante»(24), cuya función es estabilizar la deriva, la dispersión ad infinitum de los significantes y de los significados que acaece en el orden simbólico tras el desencadenamiento. Si el sujeto no ha atravesado el complejo de Edipo por preclusión paterna, y ese es su principal problema, las interpretaciones que le hagamos se le van a traer floja, caerán en el mayor de los vacíos, o, lo que es peor, pueden ubicar a quien con los mejores deseos se las ofrece, en la serie de sus perseguidores. Por eso quien se dedique al tratamiento psicoanalítico de las psicosis debe saber muy bien que la interpretación analítica, en su sentido clásico, no debe tener cabida en su práctica y que, además, es perjudicial en bastantes de los casos para el tratamiento mismo «pues utilizar la técnica que él (Freud) instituyó, fuera de la experiencia a la que se aplica, es tan estúpido como echar los bofes en el remo cuando el navío está en la arena»(25)

Decíamos que un tiempo después de la eclosión de la psicosis el sujeto se pone a la tarea de crear un delirio que le devuelva una identidad posible, que le sirva para relacionarse con ese mundo que, pese a todo, sigue ahí, aunque profundamente transformado, un mundo poblado de otros seres humanos que debe ser reinvestido libidinalmente tras el gran cataclismo. Esta construcción delirante es, por consiguiente, esencial para la recuperación de su humanidad misma; por eso se apega tanto a ella. Esta inconmovible fijación del sujeto a su delirio fue señalada por Freud, quien escribió en una carta a Wilhem Fliess: «En todos los casos, la idea delirante se sustenta con la misma energía con la que el yo combate alguna otra idea insoportable. Ellos —se refiere a los paranoicos— entonces aman al delirio como a sí mismos. He ahí el secreto».(26) También es cierto que el sujeto puede decidir no delirar, no tratar lo real mediante lo simbólico, y quedarse en ese primer momento esquizofrénico de la psicosis donde lo simbólico se torna real (recuérdese el «lenguaje de órgano» propuesto por Freud) (27). Tal sería el caso del catatónico, del hebefrénico, del simple, del indiferenciado, del residual, del injertado (cuando trabajé en el Hospital Psiquiátrico «San Juan de Dios» había algunos ingresados que tenían el siguiente diagnóstico: «esquizofrenia injertada», que hacía referencia a que el sujeto afectado de psicosis era, previamente, oligofrénico), quienes no se ponen al trabajo reconstructivo y se quedan, por consiguiente, en el papel de ser los puros objetos de un oscuro goce, y que como muñecos ecolálicos, como pavos glugluteadores, lo más que hacen es denunciar la disgregación absoluta de su ser en el agramatismo y la esquizofasia. Esta posición «a-subjetiva» les conduce de forma irremisible al deterioro intelectivo, volitivo y afectivo que conforma el estado defectual esquizofrénico, al debilitamiento psíquico propiamente kraepeliniano (Verblödung).(28)

Pero, por regla general, tras el desgarro esquizofrénico el sujeto virará hacia el polo paranoico de la psicosis como una tabla de salvación posible. También es posible que el mecanismo paranoico, y por tanto el delirio —ya que delirio y paranoia son consustanciales— se instale en el mismo instante en que la psicosis se desencadena y entonces tendríamos la paranoia pura (delirio sensitivo de relación de Kretschmer, delirio de interpretación de Sérieux y Capgras, delirios de persecución y de reivindicación), la hipocondría verdadera y la dismorfofobia delirante (subtipos de paranoia referidos a la esfera corporal), y las psicosis pasionales (celotipia y erotomanía). Asimismo, puede acaecer que el derrumbe de la representación del sujeto no sea tan radical, pero trastorne gravemente el afecto a ella adherido produciendo la frenalgia, «el dolor de existir»(29),dolor generado por la existencia de una herida abierta en el corazón mismo del ser por donde manará una incoercible hemorragia libidinal; tal es el caso de la melancolía con o sin su reverso maníaco. Las ideas delirantes que en el transcurso de su evolución se presentan han sido llamadas «deliroides» por los clásicos de la psiquiatría por el hecho de que éstas serían comprensibles en referencia a la timia que presenta el sujeto y que desaparecen una vez que se restablece en el humor básico la tan cacareada eutimia; pero que las comprendamos, es decir, que por nuestra parte les demos una significación («Claro, me dice esto o aquello porque está hiper o hipotímico») no quiere decir que no sean delirantes. El melancólico no es que no acepte la existencia de la pérdida sino que él se constituye en representación viviente de lo absoluto de la pérdida misma, en representación de la muerte. Sus exaltaciones maníacas están destinadas a rebatir y negar lo que él sabe de sobra: sólo es un objeto de desecho, un muerto, una escoria que aspira, vanamente, a la inmortalidad. Un ejemplo máximo sería el llamado «Síndrome de Cotard» o delirio nihilista.

De todo lo expuesto anteriormente se deduce que la estructura psicótica es única, construida merced y en torno al mecanismo preclusivo del significante del Nombre-del-Padre, descrito por Lacan, y que las manifestaciones clínicas que surgen tras el desencadenamiento de la misma, son variadas, tan variadas como lo son las respuestas individuales del sujeto afectado por el derrumbe psicótico. Que tome una u otra vía y dé una u otra respuesta a la ausencia del significante paterno en su economía subjetiva tras la irrupción de la psicosis, también tiene que ver con una disposición moral previa: si es valiente o un cobarde, si decide gestionar o no aquello a lo que, inevitablemente, se enfrenta, si decide o no encararlo; también si posee ciertas dotes, pues como indicó Clérambault: «El grado de sistematización del delirio está en función de las cualidades intelectuales preexistentes»(30)

Es por completo diferente, en su quehacer profesional, el clínico que identifica delirio y psicosis, considerando a éste la perturbación, la enfermedad misma, de aquel otro que concibe la construcción delirante como un intento de autocuración, como una respuesta subjetiva ética a la irrupción previa de la psicosis. El primero tratará de sofocar el delirio a toda costa creyendo que sofoca con ello la enfermedad; pero, en realidad, esta postura le impide al sujeto reconstruirse de nuevo y le aboca a la demencia (precoz). El segundo —mantener esta posición es mucho más difícil porque compromete hasta el tuétano— permitirá que el delirio se vaya desplegando, digamos, dentro de un orden y un concierto, bajo el cierto control que permite la existencia de la transferencia, psicótica por descontado pues no existe en ella el Sujeto supuesto al Saber (S.s.S.), que es una creación del sujeto neurótico derivada del discurso de la Ciencia. En este caso el único que en verdad sabe, en el orden de la certeza en la que nada como pez en el agua, es precisamente el psicótico mismo, pues a diferencia del neurótico, cuyo sino es nadar en la duda, núcleo formal de la neurosis, él posee la certeza (no la creencia, que también es propia de la neurosis como respuesta a esa duda original acerca del sexo y la existencia) de que ese real extranjero a su subjetividad le inunda, le asfixia y le martiriza; el psicótico no tiene ninguna duda, en su sentido más literal. Por ello es absolutamente estéril, incluso un delirio del mismo profesional que le atiende («el médico, tal como aquel que le opone al loco que lo que éste dice no es cierto, no divaga menos que el loco mismo»(31), el intentar convencerlo de lo errado que está, de que sus percepciones, pasiones e ideas son desvaríos de una mente enferma. Lo real psíquico proporciona una certeza tal a quien lo sufre que no se quebranta ante ningún «tratamiento moral», tratamiento persuasivo inaugurado por Philippe Pinel que terminó degenerando en una explosión de sádico autoritarismo con el alienista François Leuret(32), que llegó a ser médico-jefe en el Hospital de La Bicêtre.

Escribo todo lo anterior con conocimiento de causa pues durante una buena parte de mi estancia frenocomial, como médico alienista, practiqué con los alienados en la psicosis el tratamiento moral de los clásicos, con tan desalentadores resultados que me vi empujado a abandonar la Institución ya que, como indiqué en mi anterior escrito (33), mi misión, a la que me entregué con ardor, consistía en curar a los locos allí recluidos de su locura y como esto no me fue posible, lo más ético fue retirarme (de la escena fantasmática) e interrogarme sobre qué clase de loco era yo mismo, enigma que me condujo al diván de un psicoanalista. Que acojamos su delirio no nos obliga, en absoluto, a delirar con él, cosa que hacen algunos clínicos creyendo que le ayudan o, más frecuentemente, debido a su propia predisposición a delirar a todo trapo, pues no creo faltar a la verdad si afirmo que en el heterogéneo colectivo que agrupa a los «profesionales psi» existe una elevada tasa de morbilidad en lo mental; y es que, en contra de las apariencias, la profesión no se elige sino que se es elegido por ella. Para perla veamos qué exigencia formuló W. von Weizsäcker para lograr la «comunión» psicoterapéutica del médico con el enfermo: «Sólo cuando la naturaleza en el médico es afectada por la enfermedad, infectada, excitada, espantada, sacudida; sólo cuando la enfermedad es traspasada a él, continuada en él, referida a sí mismo por sobre su conciencia, sólo entonces y sólo en la medida en que eso ocurre, es posible su dominio por él»(34). Lacan, mucho más humilde, nos indicó que debíamos contentarnos con "hacer de secretarios del alienado". Habitualmente se emplea esta expresión para reprochar a los alienistas su impotencia. Pues bien, no sólo nos haremos sus secretarios, sino que tomaremos su relato al pie de la letra; precisamente lo que siempre se consideró que debía evitarse»(35).También nos señaló que «la primera regla de un buen interrogatorio, y de una buena investigación de la psicosis, podría ser la de dejar hablar el mayor tiempo posible»(36)

Es, entonces, nuestro cometido el respetar y tomar buena nota de la producción delirante ya que el alienado en la psicosis construye toda esa fantasmagoría irrisoria y sobrecogedora, que eventualmente nos ofrece, precisamente para seguir existiendo, para dejar atrás la inhumanidad a la que se vio precipitado cuando el Otro, su universo simbólico, se le vino abajo. Y cuando se ha sufrido de la desposesión del ser, cuando se ha perdido la identidad misma, para volver a reconstruir ésta es necesario, en primer lugar, reconstruir al Otro. Para ello es necesario localizar a ese Otro que le transiere, causa de su martirio, causa de su desgracia, de su extrañamiento desgarrador, a ese Otro gozador del sinsentido que aqueja en su cuerpo y en su pensamiento. Es así como el paranoico construye un Otro a su medida, un Otro perseguidor, perjuicioso, malvado y, sobre todo, dueño del goce. De este modo se produce el viraje de la psicosis desde su polo más esquizofrénico, xenopático y disgregante hacia el polo paranoico, reunificante y reconstructivo. De ser Nada a ser Todo, estos son los polos del ser en la psicosis, donde nunca se aceptaría la castración de ser Algo para Alguien.

Este empuje paranoico, que puede suceder en el comienzo mismo de la psicosis o un tiempo después de su desencadenamiento esquizofrénico, está preñado de un encomiable espíritu científico: nada se debe al azar, nada es casual sino que todo es causal en ese nuevo mundo que, en sus manifestaciones, le hace signo y apuntala su precaria existencia; y le añade algo por lo que el científico, generalmente, no está azuzado: su malsana intencionalidad. Y es que el paranoico no solamente no ha perdido la razón sino que maquina con ella y, además, intenta imponérsela a los demás con la ley de su corazón: «El loco quiere imponer la ley de su corazón a lo que se le presenta como el desorden del mundo, empresa ‘insensata’ […] por el hecho de que el sujeto no reconoce en el desorden del mundo la manifestación misma de su ser actual, y porque lo que experimenta como ley de su corazón no es más que la imagen invertida, tanto como virtual, de ese mismo ser»(37)

En algunas ocasiones sus producciones pueden hacer lazo social, aunque éstas no muestren un especial refinamiento, sobre todo si el sujeto logra ubicarse en la palestra política, religiosa o militar; entonces subyugará a los demás con su obsceno mensaje de poder, como es el caso de la actual presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, ocupada por un sujeto de quien se sabe, porque él mismo se apresuró a propalarlo a los cuatro vientos, que, en la cuarentena, se le presentó la Revelación apofánica en la que Dios mismo le conminó a abandonar la senda de la degradación alcohólica, prometiéndole, en recompensa, ese mando que ocupa en la actualidad. Si se mira bien, la historia de la Humanidad no es sino la continua puesta en escena del maniqueísmo disyuntivo paranoico: o conmigo (el Bien) o contra mí (el Mal). Y es que cuando un sujeto paranoico, amén de caudillo de una camarilla de fanáticos religiosos, logra detentar la dirección del poder económico, político, mediático y armamentístico que supone el Imperio de los EEUU, y al que, además, le crecen adláteres como hongos en las presidencias de otros países, tal y como está sucediendo en estos primeros balbuceos históricos del siglo XXI, hay verdaderas razones para echarse a temblar.

Para construir el edificio delirante, que constituirá en adelante su morada, su identidad reunificada, el sujeto necesita argamasar los restos, los significantes dispersos que quedan a mano tras el naufragio en la psicosis (teniendo especial cuidado de agrupar aquellos significantes que se le manifiestan alucinatoriamente), como un trágico Robinson aislado en un mundo que se le muestra hostil y sin contar siquiera con la huella de Viernes. Por ello, como apunta Fernando Colina, el psicótico «ni habla en vacío ni habla sin saber lo que dice. A menudo, de hecho y como prueba de su paradójico poder, lo que más nos aparta del psicótico no es su soledad o su silencio, sino precisamente su penetración espiritual»(38). Quien eligió la salida paranoica a su derrumbamiento psicótico se debe poner a la ardua y fatigosa tarea de investigar de dónde parte el disturbio, quién lo provoca, cuáles son sus intenciones y sus razones, y por qué es elegido precisamente él dentro del conjunto de los demás seres humanos. Opino que un delirio bien articulado y sistematizado es una creación discursiva que tiene que contener una amalgama de respuestas a las anteriores preguntas. La articulación que consiga finalmente será sólida o precaria; cuanto más sólida sea más paranoico se nos aparecerá en la clínica mental, cuanto más precaria, más esquizofrénico.

Una vez construido el delirio, que estabiliza la estructura psicótica desencadenada y atenúa los fenómenos elementales xenopáticos al procurarlos una significación, loca por supuesto, es muy importante lo que el sujeto haga con él. No es lo mismo quien, infatuado, se hace su adalid y trata de imponerlo, de vocearlo en los lugares más inadecuados, o de dirigirlo al mundo entero, que aquel otro, menos soberbio, que procura callárselo y no lo va pregonando, aún a costa de unos grandes esfuerzos, y lo mantiene dentro de una cierta intimidad, en un círculo social o familiar restringido y que elige cuidadosamente sus interlocutores para contarlo. Uno de los lugares más discretos para exponer la verdad que todo delirio conlleva, para contar con un «secretario» que tome buena nota, siempre fue y seguirá siendo la consulta de un seguidor de aquel gran hombre que vislumbró y transmitió que el delirio era, ante todo, una producción creativa del alma humana destinada a reparar la desintegración y la muerte del alma misma.

Quisiera finalizar mi último escrito de esta serie de “Escritos Psicóticos” agradeciendo a los demás miembros del Consejo de Redacción de estos Cuadernos de Psicoanálisis de Castilla y León, especialmente a su Director, el apoyo prestado y el ánimo infundido para que estos escritos a dúo, estos “Escritos Psicóticos”, fueran algo más que un proyecto. También deseo compartir con sus eventuales lectores el gozo que siento por el cumplimiento de, como diría Freud, una pretérita fantasía optativa y el honor que me cabe de haber acompañado con mi letra, con mi escritura, la de este anónimo escritor, que se llamó Aurelio Dorna Dorado (1900-1983), con quien a continuación les dejo.


BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

(1) Lacan, J. El Seminario, Libro III: Las Psicosis. Paidós, Barcelona, 1981, p. 273.
(2) Lacan, J. «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis». Escritos II, Siglo XXI, México, 1984, p. 532.
(3) Freud, S. «Sobre un tipo especial de elección de objeto en el hombre». Obras Completas, tomo V. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972, p. 1.626.
(4) Freud, S. «Tótem y tabú». Obras Completas, tomo V. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972, p. 1.758.
(5) Álvarez, J-Mª. La invención de las enfermedades mentales. Ediciones DOR S.L., Madrid, 1999, p. 373.
(6) Lacan, J. «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis». Escritos II, Siglo XXI, México, 1984, p. 558.
(7) Ibídem, p. 559.
(8) Lacan, J. El Seminario, Libro III: Las Psicosis, p. 287.
(9) Schreber, D-P. Memorias de un neurópata (Legado de un enfermo de los nervios). Argot, Barcelona, 1985, p.p. 85-91.
(10) Freud, S. «Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (‘dementia paranoides’) autobiográficamente descrito». Obras Completas, tomo IV, p. 1.522.
(11) Lacan, J. El Seminario, Libro III: Las Psicosis, p. 201.
(12) Ibídem, p.p. 289-290.
(13) Ibídem, p. 231.
(14) Lacan, J. «Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis». Escritos I, p. 289.
(15) Lacan, J. «De nuestros antecedentes». Escritos I, p. 59.
(16) Lacan, J. El Seminario III: Las Psicosis, p. 289.
(17) Conrad, K. La esquizofrenia incipiente. Ensayo de un análisis gestáltico del delirio. Fundación Archivos de Neurobiología, Madrid, 1997.
(18) Ibídem, p.p. 206-211.
(19) Lacan, J. El Seminario III: Las Psicosis, p. 277.
(20) Álvarez, J-Mª. «Significación personal y xenopatía». Freudiana, nº 19. Escuela Europea de Psicoanálisis. Paidós, Barcelona, 1997, p.p. 83-91.
(21) Freud, S. «Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (‘dementia paranoides’) autobiográficamente descrito». Obras Completas, tomo IV, p. 1.522.
(22) Clérambault, G-G. El Automatismo Mental. Colección «Clásicos de la Psiquiatría». Ediciones DOR-EOLIA, Madrid, 1995, p. 51.
(23) Ibídem, p.p. 59-60.
(24) Lacan, J. «De una cuestión preliminar ante todo tratamiento posible de la psicosis». Escritos II, p. 559.
(25) Ibídem, p. 564.
(26) Freud, S. Cartas a Wilhem Fliess (1887-1904). Amorrortu, Buenos Aires, 1994, p. 111.
(27) Freud, S. «Lo inconsciente», Obras Completas, tomo VI, p. 2.079.
(28) Álvarez, J-Mª. La invención de las enfermedades mentales, p. 440.
(29) Lacan, J. «Kant con Sade», Escritos II, p. 756.
(30) Clérambault, G.G. El Automatismo Mental, p. 58.
(31) Lacan, J. «Acerca de la causalidad psíquica», Escritos I, p. 167.
(32) Leuret, F. El tratamiento moral de la locura. Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid, 2001.
(33) Cimiano, A. «El Nombre-del-Padre y su metáfora». Cuadernos de Psicoanálisis de Castilla y León, nº 5, 2002, p.p. 35-36.
(34) Jaspers, K. Psicopatología General. Editorial Beta, Buenos Aires, 1975, p.p. 914-915.
(35) Lacan, J. El Seminario, libro III: Las Psicosis, p.p. 295-296.
(36) Ibídem, p. 175.
(37) Lacan, J. «Acerca de la causalidad psíquica». Escritos I, p. 162.
(38) Colina, F. El saber delirante. Editorial Síntesis, Madrid, 2001, p. 42.

POSIBLE FIN DEL MUNDO
o
LOS FUGITIVOS DE CHINA QUE SE REFUGIARON EN EL PAMIR, ¿SON ACASO EL FIN DEL MUNDO?

(Revelaciones del clariaudente desdoblado que pudo más)

Por Aurelio Dorna

(Este libro fue escrito durante el franquismo)

Quiérase o no, los clariaudentes a los que obligan a defenderse
son los que provocan los mayores Movimientos de la Historia,
y cuando los desdoblan y triunfan, ya son hombres dioses.
Es entonces cuando tienen que defenderse
de las adelantadas del diablo, que conocemos por brujas.
Lo que escribo, pues, a continuación, muestra algo de lo que son las brujas.


YO Y LAS BRUJAS DE LA ARISTOCRACIA HISPANO-PAMIREÑA

La condesa de Provolone entró en los Grandes Almacenes San Mateo acompañada de una marquesa, y mientras hacían la compra, la condesa, mujer piadosa, desahogaba su piedad de esta manera:
—Ese pobre hombre, que pasa por aquí, cargado con tantos sacos de papel. ¡Qué lástima de hombre!
Pagaron la compra y dieron sus respectivas direcciones domiciliarias para que les enviasen lo comprado. Al marcharse, la condesa todavía dijo:
—Ese pobre hombre. ¡Qué lástima de hombre! ¿Cómo podríamos ayudarlo?
Volvieron, pocos días más tarde, para tratarse con los mismos empleados y mientras compraban, la condesa volvió a desahogar su piedad de esta manera:
—¡Ese pobre hombre, siempre cargando con tantos sacos de papel!
Pagaron, dieron la dirección y la condesa de nuevo dijo:
¿Cómo podríamos ayudarlo?
En atención, entonces, a los títulos de nobleza de esas caritativas, que tan buenas clientes parecían, los vendedores les hablaron de los papeles que ellos tenían, y como observasen que ellas estaban dispuestas a pagarlos, se apresuraron a decirles que no tenían que pagar nada. Al quedarse solos lo comentaron. Se trataba de mujeres muy caritativas. Resultaron ser muy buenas clientes. Y eran aristócratas. Después se dirigieron al empleado que se ocupaba de esos menesteres: había que ayudar a ese pobre hombre.
Al verme, pues, pasar con los sacos de papel por la calle Fuencarral, que era por donde yo iba a recoger, el encargado de esos menesteres salió corriendo para alcanzarme. Llegó sin las mantillas piadosas de esas aristócratas, resplandeciente y, por cierto, sinceramente satisfecho de poder ayudar a ese pobre hombre. Pero cuando me ofreció sacos de papel, le dije que “no iba a las casas”. Insistió. “Son muchos”, me dijo. Pero yo volví a decirle que “no iba a las casas a buscar papeles”.
El hombre me dio entonces la espalda y pensó, camino de los Grandes Almacenes: “Ese Tío del Saco no debe ser tan pobre hombre”.
Después esperaron en vano a esas dos clientes que, encima, honraban la casa con sus títulos de nobleza. Pero ellos no sabían que sólo se trataba de dos brujas que buscaban la forma de rebajar y derrotar al hombre dios.

Cuando la Inmobiliaria que construyó la Ciudad Lineal dispuso continuar la ciudad hasta el Cerro de las Vacas, yo compré tierra en lo alto del cerro para construir un hotelito. Pero la condesa de Provolone atropelló con sus títulos de nobleza por escudo, y de resultas de esa atropellada (una atropellada muy convencional), destruyeron el barrio de trabajadores que había próximo al cerro y detuvieron la continuación de la Ciudad Lineal. Después vendieron por allí tierras del ducado del príncipe Don Juan para que construyesen el barrio San Blas, entonces una ciudad casi incomunicada con Madrid. Esa condesa sabe cotizar a muy buen precio su título nobiliario, y por condesa, para ella los hombres que viven del trabajo son seres inferiores; pero en ese escalón de la inferioridad humana todavía puede distinguir un poco a los profesionales. La condesa, en fin, atropelló con su título nobiliario a los ingenieros que construían el barrio San Blas. Quería que fuesen a ver qué casa había construido ese “trapero”. Y los ingenieros, aún sabiendo que la condesa los ponía a su baja altura, ¿qué iban a hacer?
Pero ellos no sabían que la condesa de Provolone, una mujer que se les presentó en una limousine que la distinguía entre los demás automóviles de la ciudad, sólo era una bruja. Después de que yo vendí el hotelito, la Condesa lo recompró para destruirlo. Ella no podía aguantar su ponderación.

La condesa de Provolone supo detenerse con su chófer y su aristocrático limousine en una altura que hay entre el poblado del Cerro de las Vacas y el hotelito (el mío) que se destacaba en lo alto. Sin embargo, mi hotelito no estaba blanqueado por fuera, pero a su fachada no le faltaba estilo. Mas lo que ella miraba desde aquella altura distante era la caída frontal del tejado, una caída de tejas planas, relucientes y rosáceas, que tengo para mí que fue lo que la obligó a comprar el hotelito para destruirlo. Sin embargo, las cuatro caídas del tejado de mi hotelito eran un poquitín asimétricas, porque yo no había querido comprar más ladrillos para simetrizarlas mejor. Cuando me propuse construir el hotelito sólo pensé en su garantía, y entonces me fui a la oficina pertinente y hablé así:
—Tengo que construir una casa, pero un hombre que ya construyó la suya me dijo que pagase permiso para construir un porche y que con ese permiso podría construir la casa.
El funcionario que me escuchó se mosqueó mucho. Él era de los que veían la paja en el ojo ajeno y no veían la viga en el propio. Y yo tuve que marcharme de allí sin el permiso para construir la casa. Pero el Gobierno venía entonces luchando contra el chabolismo y las cuevas, y había terminado por dar facilidades para que construyésemos libremente en ese lugar. Moraleja: se nos habla de “dios y hombre verdadero”. Verdadero es el hombre. Pero cuando vienen hombres con fuerza de dioses, ya no quedan casi hombres.

Sé que la condesa de Provolone procuró convencer a la gente de que “ese trapero era un loco rematado y de que mi vivienda no era mi vivienda”. Sin embargo, en la maleta que sus chulos se llevaron del interior de mi vivienda, se hallaba el recibo del pago total de la tierra y el título provisional de la propiedad. El título oficial quedaron en dármelo cuando los demás compradores terminaran de pagar los plazos. Esa es la verdad. Y si hubo cobardes que por miedo a los títulos de nobleza de esos fugitivos se prestaron a falsear testimonios, aquí ya sólo cabría, precisamente por negárseme la Justicia, el llamado Juicio de Dios. La fuerza económico-social del empresariado no es poco para mí, y yo no sé, en verdad, por qué persiguen a Iberduero. Pero Iberduero, que tanto influyó en el pasado en el precio de los kilowatios, supo tener por presidente a un marqués hispano-pamireño, y hasta no hace más de un decenio, los kilowatios españoles eran muchísimo más caros que los del resto de Europa, cosa que no tiene tanta explicación. Bueno; llegó a mis oídos que Iberduero regaló acciones a los aristócratas hispano-pamireños, y si es fundada esa acusación, los consumidores de kilowatios españoles le están pagando un tributo feudal a esos aristócratas de la otra cara, entre los que espero que se encuentre la condesa de Provolone. “El zorro pierde el pelo pero no pierde las mañas”.

Eran los tiempos triunfales de la condesa de Provolone y de sus compañeras. Toda la vida del mundo ya iba a estar a sus pies, pues yo ya era un manicomiado. Ya era, en fin, un derrotado. Ya estaba listo. Las brujas, en fin, empezaron a entrar en el manicomio de Leganés con muchos aleluyas y “como Pedro por su casa”. Las monjas, por su parte, sólo estaban para reverenciar en ellas a sus títulos de nobleza. Pero allí siempre tropezaban con el espanto de un gato negro, que mientras conversaban sentadas, paseaba por delante de ellas con sus cortas pisadas y su filosófico ensimismamiento. ¡Maldito gato! Yo casi no quería creer que en España hubiese aristócratas capaces de ir al correo a pisar sus reglas. Sin embargo, la Historia, una maestra que a veces necesitamos que nos vuelvan a enseñar, es pródiga en esta clase de hechos. ¿No intervenían ya el correo de las Postas? Yo, en fin, solía hacer despachar cartas en el correo de Leganés, pero terminé por mandarlas directamente a Madrid, donde también esos títulos de nobleza se atreven a meter la pata. ¡Pueden mucho todavía en España los señores feudales que tuvo Castilla!

Cuando pensé en copiar a máquina todo lo que tenía escrito, le dije al director del manicomio de Palencia que me diese permiso para salir a comprar unas gafas; pero observándolo vacilante, agregué:
—Yo las pago, se entiende.
El Director entonces me mandó al oculista, y a los pocos días fui a la Óptica a elegir la armazón de las gafas. Entonces pregunté cuánto costaban. La empleada dedujo el diez por ciento del descuento y dijo:
—Dos mil quinientas sesenta y dos pesetas.
Saqué el dinero para pagárselas, pero ella me dijo que pagase en el manicomio, cuando me llevasen las gafas. Al recibirlas en el manicomio, me dispuse a pagárselas al fraile, pero el fraile, un tal señor Enrique, vaciló como rechazando el dinero, y terminó por decirme que ya pagaría más tarde.
—¿Para qué? —respondí— Este dinero ya estorba en mi bolsillo. Él recibió con frialdad el dinero y yo me fui de allí con las gafas.
El fraile, al transcurrir unos días, me dijo en el comedor:
—¿Fue usted el que compró las gafas? Faltan trescientas y X pesetas (el descuento).
—Yo pagué lo que me dijo la empleada —le respondí—; pero si hay que pagar algo más, lo pagaré.
No se ocupó de cobrármelo, y a los pocos días supe que se había marchado de la casa. Y no faltó quien dijo que se había marchado también de la Organización religiosa. Para mí, en fin, hay frailes vocacionales, pero tampoco faltan los que sólo son un “modus vivendi” más. Yo sé que a las brujas de la aristocracia les irrita mucho el “toma y daca” de mi independencia económica, y pensé, porque sí, que pudieron haber sido ellas las que le dijeron al fraile que no me cobrase las gafas. Pero puesto que soy muy agradecido, ¿por qué me voy a dejar tragar?

Entre los médicos que la condesa de Provolone mandó al manicomio de Salamanca, también llegó una doctora que se apresuró a llamarme para hacerme no sé qué análisis. Pero yo no le hice caso. Entonces llamó a un médico de la casa, y al médico también le dije que no. Días más tarde, los estudiantes de la Facultad de Medicina se fueron al manicomio para perfeccionar su cursillo de psiquiatría, y la doctora ésa se fue a la reunión en representación de la casa. Yo ese día estaba un poco indispuesto, y al inquirir alguien el motivo, respondí:
—El matadero que abastece este manicomio tiene que reservar semanalmente una partida de lenguas, y cuando llegó ese día, al no alcanzarles las lenguas para completar la partida, se fueron a buscarlas a donde estaban quemando cascajo tumefacto. A mí me tocó comer esas lenguas chamuscadas por el fuego, pues si eran para los locos, podían pasar. Pero el manicomio les pagaba lenguas comestibles. Tengo entendido que la condesa de Provolone es viuda de un capitán del ejército que no murió accidentalmente ni en el campo de batalla. Ella, a pesar de que es envenenadora, no lo envenenó. El pobre capitán cayó batallando consigo mismo, pues la conducta de su mujer no era tan ejemplar, y cuando él intentaba corregirla, siempre tropezaba con la barrera de sus títulos de nobleza. Sin embargo, la condesa era aficionada a lucir un capote semi-militar y, encima, le gustaba visitar acuartelamientos. Cuando yo estaba en el manicomio de Salamanca, la condesa se fue a un acuartelamiento a visitar a un oficial del ejército; y yo pensé, con fundamento, que esa bruja de condesa le había hecho un daño mental al ayudante que tenía ese oficial.
Es que las persecuciones a distancia, llámeselas radiestesia o como se las quiera llamar, son casos probados; y lo cierto es que al ayudante del oficial que la condesa fue a visitar, lo tuvieron que internar en el manicomio de Valladolid. Pero la calculadora condesa consiguió que lo trasladaran al manicomio de Salamanca. Sin embargo, para que ese “tocado” se sentase en mi misma mesa, una mesa de cuatro comensales, personalmente la condesa no influyó. Pero lo que nosotros solemos atribuir a la casualidad no siempre es tanta casualidad, porque las fuerzas del Otro Mundo suelen mover nuestros actos sin que nosotros lo advirtamos. Ahora, ¿por qué ese compañero de mesa, que la condesa visitaba, se empeñaba en querer afeitarme con navaja barbera, si allí sólo afeitaban con maquinilla? Yo ya sabía cómo domina la voluntad de los perseguidos a distancia.

Bastó que yo ponderase el colchón que tenía en el manicomio de Salamanca, para que la condesa de Provolone le hablase a la monja de esta manera:
—Hay ahora locos en esta casa que nunca tuvieron un colchón para dormir. ¿Por qué en el manicomio han de tenerlo? Es cierto que en mi casa de Madrid no tenía cama ni colchón, pues si tenía cama, en el local no habría quedado espacio para la enfardadora. Mi cama, en fin, era una enfardadora doble tan larga como una cama; sobre la enfardadora echaba sacos de papel, pero no sin dividirlo en dos mitades con el mismo papel. Me acostaba de esa forma sobre un lecho mullido, blando, que nada le tenía que envidiar a una muelle cama. Pero los títulos de nobleza de esos fanfarrones no son poco talismán; y una noche, cuando llegó la hora de acostarse, me encontré con que el colchón que había ponderado por el éter había sido cambiado por una colchoneta.

Sin embargo, la envidia de esas brujas de la aristocracia española sólo me hizo sonreír; pues, después de todo, si bien supe dormir en buenas camas, también supe lo que era improvisarlas en medio del campo, sin más techo que el cielo estrellado. Me impresionaba ver en el manicomio de Palencia que algunos internados andaban en pleno invierno con el pecho desnudo y sin más abrigo que una chaqueta sobre una camisa a medio abrochar. Yo, en cambio, y muchos otros internados, andábamos también con camiseta. Pero lo que yo veía, lo veían igualmente los que me observaban a distancia a través del doble; por lo que al enterarse la condesa de Provolone, se fue corriendo a buscar tratos con las mujeres de la ropería para que me dejasen desnudo, si podía ser. Para esas mujeres de la ropería, los locos no somos mucho, y si se dirigen personalmente a ellas una condesa, no somos nada. Mi ropa, pues, ya sólo estaba para ser ropa del común. Sin embargo, aunque no es mucho tener en el manicomio ropa de pago, por el momento las pretensiones de la Condesa no pudieron ir lejos.
Cuando la condesa de Provolone mandó a unos chulos a violar mi vivienda, éstos retornaron a su casa llevándose mi maleta, alguna ropa de vestir y una máquina de escribir. En el interior de la maleta encontraron mil quinientas pesetas de esa época, y al entregárselas los chulos a la Condesa, ésta les dijo:
—Para vosotros. Diviértanse con ellas.
Pero también les dijo que procurasen cobrar el dinero que había en mi libreta de la Caja de Ahorros. Los chulos fueron después a la Caja de Ahorros para ver si podían continuar divirtiéndose con mi dinero.
La condesa de Provolone vive pendiente de lo que escribo, y puesto que no consigue cohibirme y frenarme a distancia, se dirige a unos y a otros para que no pueda disponer de bolígrafo y papel. Pero yo quiero lo que ella no quiere, y la condesa terminó por comprar en las papelerías bolígrafos de rechazo para que los frailes nos los vendiesen al precio de los buenos. Yo entonces me fui a Palencia a comprarlos; y los frailes, por su parte, ante la protesta de los que los compraban, terminaron por retirarlos de la venta.

Terminaron por meterme en el manicomio de Palencia, donde puede gozarse de una mayor libertad, y a pesar del empeño de las brujas, conseguí salvar algún dinero. Un día, pues, que necesitaba doce mil pesetas, me fui a la Caja de Ahorros a buscarlas. Descubrí entonces, ya lejos de la Caja, que me habían dado mil pesetas de más. Comprendí que se trataba de una limosna muy sucia. Pero yo, por agradecido, también tengo que defenderme de las limosnas, aunque éstas no sean sucias. Ahora, a los manicomiados se les niega personería jurídica. Tienen que tener tutores. Se les quitan los Derechos. ¿Por qué, pues, podía yo disponer de dinero a nombre propio en una Caja de Ahorros? Pero esos cálculos de las brujas no tenían nada que hacer. ¿Para qué soy el Mil Uno de los manicomiados sin motivo?
La condesa de Provolone puede doblar la cerviz de muchos españoles con esta sola presentación:
—Soy la condesa de Provolone.
Así, correo, comisarías, manicomios; ninguno termina por cogerla de un brazo y por sacarla a patadas de allí. Y yo, naturalmente, me pregunto:
—¿Los españoles tenemos la ley de los hombres libres o seguimos atados al señor feudal? La mentalidad feudal de los hispano-pamireños nunca estuvo bien con una España unida, pues ellos no son poco para pensar en ser los amos absolutos de sus parcelamientos. ¿Y por qué pensó la condesa de Provolone que su título de nobleza podría ser el amo de la Isla de Lanzarote? Sé que esos fugitivos se consideran superiores a nosotros. Y, en verdad, mientras los españoles no me prueben lo contrario, casi no puedo discutírselo. Están en nuestras mayores alturas. La Condesa de Provolone es condesa, pero es Provolone, pues sólo se trata de un toponímico que le puse en la Comedia. Sin embargo, esa Condesa no tiene por qué ser tan desconocida por algunos españoles de Madrid).

La Justicia encauza la venganza.
Si nos quitan la Justicia, renace la Venganza


CONCLUSIÓN

En el manicomio de Palencia, donde estoy ahora, no están para gastar sin motivo medicinas psiquiátricas; pero puesto que eso no conforma a las aristocráticas brujas, me hicieron cambiar de pabellón para que otros médicos me tratasen locuras que nunca tuve. Así, el primer médico que me llamó, que en ese momento todavía debía estar embrujado, sin preguntarme nada, sin mirarme y sin saber siquiera quién era, se puso a recetar una larga tanda de esas drogas que embotan y que le quitan a los nervios su gobierno. Pero al saber yo que todos aquellos medicamentos eran para mí, me erguí, cosa que bastó para que el médico se desembrujase y dejase sin efecto todo lo que había recetado. Y aunque hacía años que venía a esta casa, no volvió a poner los pies en ella.
El sucesor de este médico me dijo: “Yo voy a ser ahora su médico”. Pero yo también me erguí, y si bien el médico no se marchó de la casa, no se ocupó más de mí.
Había que cambiarme, pues, de pabellón para que me tratase un médico nuevo. Pero al médico nuevo le dije:
—¡Aquí se muere! Los hombres que pudieron más no son locos. Por lo demás, si uno fuese loco, la calle no lo perseguiría. Sin embargo, no le dije que él también moría. Pero el presentimiento actuó.
Para eso, “caigo como debo caer” y “mi muerte ha de decidir si soy loco o no soy loco”, ya eran lemas de mi lucha. También tenía a flor de labios esta respuesta burlona, para los que intentasen hacer algo: “Eso va en contra de mi victoria”.
Nadie, en fin, ha de estar bien conmigo, puesto que tendrá que volverse contra esa nobleza gamberra; pero a mí no me importa. Yo sólo procuro estar bien conmigo mismo, que no soy poco para ser la Vida de todos.
Mientras, así como me hallo controlado a distancia, procuro difundir este caso, para que la gente haga algo por salvarse. A la Prensa le vengo enviando por correo este SOS de la Vida; pero también como llamamiento a sus deberes primordiales. En la carta que les adjuntaba con los manuscritos sobre el cambio de lecho de los mares, escribía: “Señores Periodistas: Vengo procurando que este SOS de la Vida sea conocido, pero siempre en vano, pues por hallarme controlado a distancia, los escritos que vengo enviando a los diarios son interceptados por los títeres que tienen a su servicio los que procuran que no se conozca la verdad, porque la verdad los pierde. Pero no van a tener nada que hacer. Yo tengo que ir adelante. Y si los escritos adjuntos llegan al fin a su destino, ustedes verán”. La Prensa, en fin, podría ganar la batalla con sólo divulgar la verdad de lo que se nos viene encima por falta de Justicia. Pero si la Prensa Española no llega al fin a decidir esta lucha, ¿para qué nació?
(La imprenta nació porque la Vida necesitaba una mayor ventilación social; sin embargo, esa ventilación siempre es más efectiva en los pueblos gregarios que en los pueblos individualistas, pues los pueblos individualistas no están para ver mucho los problemas de los demás.
España tiene la prensa de los pueblos individualistas, cosa que no es tan beneficiosa para la ventilación de su sociedad.
En fin, no pensé porque sí que a la sanidad social de la vida española le convendría importar periodistas de otros países más gregarios y menos prudentes que el nuestro.

Bueno; ahora el hombre que pudo más en el Otro Mundo se va acercando a su muerte y es posible que no falten interrogantes apocalípticos. Pero si no fuese para salvar esta evolución, a mí me bastaría con defenderme en la lucha directa, y no habría necesitado ocuparme de cambios de mares, ni de Eras Geológicas, ni de la desviación del progreso con la explotación de la energía nuclear en punta. Luego, si todo eso encaré, ha sido porque luchaba por salvar esta evolución. Y salvarme.
No han de faltar, sin embargo, rebajados que pretendan salir del paso diciendo que soy “un bulero”. Pero los cambios de mares y las Eras Geológicas no fueron “bulos”. Ni tampoco lo son los mundos incendiados, que con el nombre de cometas, amenazan a veces la Tierra. ¿Y qué fuerza espiritual mueve esa Vida, si no ha de ser la Justicia que nosotros ya no queremos defender? ¿Y por qué ha de ser menos la fuerza espiritual que mueve los mundos que la fuerza motora que mueve nuestra vida animal?
Bueno; a veces ya me pregunto: ¿Por qué tengo que tropezar con tantas dificultades en España para despejar los horizontes de la vida de todos, si este caso no perjudica el espíritu español? ¿Y por qué vengo lidiando con títulos de nobleza que se infiltran y se meten por todas las partes sólo porque son títulos de nobleza? ¿Es una sociedad feudal la española? Nobles o lo que sean, se trata de inferiores que carecen de las barreras interiores de los hombres. Pero lo cierto es que nosotros no hemos respondido a la ley histórica de la evolución social.

Ahora, yo no tengo la costumbre de mentar a Dios. Pero “tuve que hablar de Dios porque lo exige el metro” (Núñez de Arce). También hablé de “Dios jurisdicción Tierra” porque para mí el universo es una confederación espiritual de mundos; porque no hay nada absoluto; porque todo en los mundos, e incluso en las galaxias, es interdependiente.
También hablé de las “escuelas de la Vida que plasman las costumbres sociales”, que son las religiones que Dios le da a los hombres a través de los profetas. Ocupándonos, pues, de nuestra religión (los desdoblados triunfantes somos fuerzas de la Justicia realista y no venimos a fundar religiones), pienso que unos siguen costumbres ya vacías, que otros las siguen llenando con un poco de emoción, y que muchos otros ya sólo se preguntan: ¿Pero existe Dios? Ocurre, en fin, que los hombres se cagan en Dios impunemente. Pero para Dios ya son fuerzas adversas. Y como la Justicia de Dios es una batería que se va cargando, al fin se produce su estallido. Sin embargo, a mi juicio no es mucho negar superficialmente la existencia de Dios. Pero hay que ser legales. Correctos. Esa es la respiración de su mundo.
Ahora, ¿qué son los sobrevivientes cuando Dios termina por ajusticiar?
Hércules fue un hombre como lo soy yo ahora, pero los negadores de Hércules que consiguieron salvarse le levantaron templos para besarle después el culo.

QUÉ ES LO QUE ME INTERESA:

Que los pueblos diriman sus conflictos intestinos por sí mismos, para que los gobierne en la paz la altura espiritual que les corresponda.
Que con el príncipe que nos eligieron para que sea rey, sea el pueblo el que gobierne por la voluntad del sufragio y que si la Opinión Pública lo solicita, sea el pueblo consultado cada cinco años para saber si ha de continuar el rey y su sistema. En la práctica, los privilegios aristocráticos deben desaparecer; pero puesto que ya no hay diferencias sociales de fondo entre Monarquía y República, yo me abstengo de buscarle cuestiones.
Que la libertad de los pueblos organizados, esto es, las leyes, no deben presionar la libertad de las conciencias, por lo que los legisladores deberán partir de su libertad natural para crear los órganos que defiendan el orden constructivo.
Que la ley debe ser la directora de todos y que la policía sólo debe estar para defender el orden legal como autómata de la ley.
Que España deberá ser una Confederación de Regiones con gobierno propio y con leyes más o menos comunes, pues podrán legislar sobre peculiaridades regionales, y sólo en caso de violación de leyes nacionales básicas, podrán ser intervenidas por el Poder Federal.
Que las Regiones podrán cultivar sin traba alguna sus respectivas lenguas-madre y todos los demás dones del espíritu regional; pero sin olvidar la base de entendimiento mutuo, la lengua nacional o castellana, que es la que le abre ancho campo en el mundo a los hijos de España.
Que la democracia española deberá asentarse sobre tres partidos políticos que representen, respectivamente, los intereses social-económicos de la sociedad, y que la oposición política legalizada pueda fiscalizar libremente la actuación de los gobernantes.
Que deberá agavarse por ley, fiscalizada por Tribunales “adhonorem” de Justicia Popular, las responsabilidades de los que nos gobiernen.
Que importa mucho la aritmética del Estado, los déficits presupuestarios, por lo que deberá exigírseles responsabilidades a los que por esos motivos trastornen la solvencia nacional y la estabilidad económica de la población.
Que los impuestos deberán de ser asequibles, pero que en España no deberá haber privilegios fiscales para nadie, y que los latifundios, si no han de ser cultivados intensivamente, deberán de satisfacer un impuesto especial, para que lleguen a ser asiento de nuevas familias de agricultores dotadas de todos los adelantos de la civilización.
Que España continental, extracontinental o insular es una unidad económica que empieza por tener en sus mercados interiores su propia seguridad.
Que por encima de divisiones continentales o marítimas, allí donde esté nuestra raza gobernando a los españoles, debe de estar España.
Que histórica y geográficamente, esa llave marítima de muchas naciones que llamamos estrecho de Gibraltar es española; pero aunque hagamos algo por reivindicar su posesión, no tenemos por qué jugar cartas para cargar con esa responsabilidad internacional, y si llegásemos a cargar con esa responsabilidad, debiéramos quitarle la fuerza al Peñón. El mar debe ser libre para los españoles.
Que una nación libre no se concibe sin la libertad de sus habitantes.
Que importa mucho en el concierto político-jurídico de las naciones nuestro peso demográfico y geográfico, y aunque hemos de regirnos por el Derecho Internacional, no debemos olvidar las enseñanzas históricas sobre lo que realmente significa la defensa.
Que España deberá de defenderse unida por la contribución de todos los españoles. Su integridad territorial es indivisible.
Que España, en defensa activa, debe de procurar vivir en justa paz con todas las naciones.
Que los hispanoamericanos que vengan a vivir en España, ya por persecuciones ideológicas, ya por intereses particulares, podrán incorporarse a nuestra vida automáticamente y sin discriminación alguna, y si no se hallan incursos en leyes penales, serán simplemente, en la lucha económica, unos españoles más.
Que aunque las sociedades que crecen y maduran avanzan necesariamente, en defensa de la Justicia Social, hacia nuevas socializaciones, España, velando por su juventud, por sus libertades individuales y por la defensa de su economía, se asienta sobre el principio social económico de la libre concurrencia y la propiedad privada, pues aunque las mayorías idealistas sean capaces de sacrificarse por sus ideales, en extenso, siempre ha de importar más la lucha por los intereses de la familia que por los de la comunidad. Sin embargo, las regiones españolas podrán hacer ensayos económicos comunistas, pero respetando el tripartidismo político de nuestra democracia.
Que la policía y el ejército deberán se ser custodios institucionales de la voluntad popular y de su libre ejercicio; que deberá exigirse fidelidad absoluta y que el resultado de las votaciones secretas no podrá discutirse ni desacatarse.
Que la Prensa deberá tener Poderes legales para defender la información y la verdad, y sólo podrá ser sancionada si se prueba que calumnia o traiciona su bandera, mas no por sus ilimitaciones en el campo del espíritu, cosa que deberá regir para todas las publicaciones.
Que el trabajo deberá partir del derecho del trabajador a la defensa, por lo que podrá asociarse sin dependencia estatal alguna.
Que, puesto que los hombres luchan por su propia altura espiritual, deberá procurarse que los falsos importantes no nos quiten desde el gobierno la importancia, por lo que sólo deberá elegirse, para gobernarnos o representarnos, hombres de ley.
Que en la función pública deberá exigírsele al personal el estricto cumplimiento de sus obligaciones, por lo que deberán de ser despedidos todos los que disfruten de emolumentos sin haberlos ganado.
Que los juramentados de la Organización hispano-pamireña, que son la mafia, deben de ser fichados en la policía.
Que para peticionar a las Autoridades o para festejar victorias, los españoles podrán manifestarse pública y espontáneamente; pero si desembocan en el pillaje, el pillaje deberá de ser reprimido con las armas que sea menester.
Que en los nauseabundos negociados que se vienen haciendo con los sentimientos familiares, la Justicia española sólo mande que en España no haya más rescate que el puñal de Guzmán el Bueno.
Que los españoles expatriados por las luchas separatistas podrán retornar libremente a sus hogares; pero se les ha dado libertad legal, gobierno propio y partidos políticos capaces de interpretar sus intereses ideológicos, económicos y sociales, por lo que, puesto que los castigos dependen de las necesidades de la defensa, si insisten en separarse de España, deberán tropezar con la efectividad de las leyes que sea menester.
Que por encima de las banderas regionales, que ya a veces tienden a ser banderas de división, debe flotar la que nos une a todos los españoles en la lucha por la libertad individual y nacional.
Que por encima de la ley no debe haber patrones en España, por lo que el Patronato Nacional de Psiquiatría, un intermediario superfluo, no sólo debe ser suprimido, sino que también debiera ser procesado.
Que el fuego del cielo (la vida atómica, la energía nuclear) no es el fuego de la Tierra, por lo que queda terminantemente prohibido explotarlo en España. El fuego del cielo supera la resistencia térmica de la materia. Si ha de ser explotado, sólo ha de estar para ser el fin de nuestro planeta.

Manicomio de Palencia. Año 1975.

Aurelio Dorna

Por último, se presenta este caso porque la Vida lo necesita. Pero la lucha toma un camino o toma otro. Yo procuro, lógicamente, salvarme, salvando con eso la vida de esta evolución vital; pero si no lo consigo, debo salvar, con el cambio de lecho de los mares, algunos retoños de vida. En cambio, si triunfase la fuerza negativa, sería la caída total de la Vida durante millones de años.

Las realezas fueron las jerarquías que simbolizaron las naciones.
“¡Francia soy yo!” no fue una exclamación egolátrica.
Los guerreros españoles descubrían y conquistaban para sus reyes, que eran España.
Yo, descendiente directo de la mayor legitimidad dinástica española,
que, encima pude más en el Otro Mundo, ¿qué soy?
No aspiro a ser rey ni debo serlo, porque lo mío no guarda relación
con la relatividad de los Poderes Internacionales.
Pero como fuerza marginada, puedo ocuparme de lo que exijo personalmente
y de lo que me interesa para la vida del país y para la vida del mundo.


APÉNDICE. QUÉ ES LO QUE EXIJO:
Que se me haga justicia personal a puertas abiertas, pero devolviéndome, de paso, la intimidad, esto es, el doble, la Vida Eterna que mis perseguidores le compraron a mis desdobladores de la Argentina. La mancha del manicomio tiene que serme lavada.


*** Texto publicado en Cuadernos de Psicoanálisis de Castilla y León, nº 7, diciembre de 2003, p.p. 85-104.