INTRODUCCIÓN

Las circunstancias en las cuales fue concebida y modificada esta obra han dado origen a diversas indagaciones biográficas puesto que en esta época Freud sufrió diversas y dolorosas pérdidas afectivas: el brutal —por llamarlo de algún modo— suicidio de Viktor Tausk, la muerte de su amigo Anton von Freund (miembro del «Comité Secreto» y mecenas del movimiento psicoanalítico) y sobre todo el fallecimiento, a los 27 años de edad, de su hija preferida, Sophie, embarazada de su tercer hijo, acaecida el 25 de enero de 1920, víctima, por complicaciones neumónicas, de la epidemia entonces conocida como Gran Gripe o «gripe española». Le afectó tanto que fue incapaz de acudir a su entierro y desde entonces todos sus biógrafos coinciden en señalar que le cambió notablemente el carácter.

Por otra parte, quisiera reseñar también que Freud lo había pasado francamente mal durante la Gran Guerra que acababa de finalizar tanto a nivel de las penurias económicas que hubo de sobrellevar con toda su amplia familia como a nivel del miedo y desasosiego que había sufrido por la suerte de dos de sus hijos, Jean Martin y Ernst, los cuales participaron en la misma (su tercer hijo, Oliver, no estuvo en el frente, como sus dos hermanos, sino en la retaguardia a partir de 1916). 

Comenzaré mi intervención señalando que Sigmund Freud redactó este texto, que voy a comentar en el día de hoy, entre los meses de marzo y mayo de 1919; lo modificó, realizando una serie de agregados, en los primeros meses y durante el verano de 1920 y, finalmente, lo publicó a primeros de diciembre de ese mismo año. Con él inauguró su «gran giro» teórico de la década de los 20. 

En su ensayo de 1915 «Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte» ya había subrayado su profunda decepción por la inexistente moralidad de los Estados y la conducta brutal de los individuos. Además, en dicho texto, señaló tres características propias de lo inconsciente: es inaccesible a la muerte propia («en lo inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad»), es sanguinario contra los extraños y es ambivalente en cuanto a las personas queridas. Finaliza así este ensayo: «Recordamos la antigua sentencia 'Si vis pacem, para bellum'. Si quieres conservar la paz, prepárate para la guerra. Sería de actualidad modificarlo así: 'Si vis vitam, para morten'. Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte»

Las conexiones entre este texto de «Más allá del principio del placer» y las adversidades biográficas sufridas por Freud han sido tratadas tanto por el que fue su primer biógrafo (Fritz Wittels) como por su médico personal en la última fase de su vida, entre 1928 y 1939, Max Schur (Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida y en su obra, dos tomos).

Quisiera señalaros, para finalizar esta introducción, la existencia de una carta que Freud dirigió a Lou Andreas-Salomé, fechada el 1 de agosto de 1919, después del suicidio del que había sido su amante, Viktor Tausk —ocurrido el 3 de julio anterior—, que finaliza así: «He escogido, a manera de retiro, el tema de la muerte; he tropezado con una curiosa idea a partir de las pulsiones y necesito leer toda clase de cosas relacionadas con la materia, entre otras y por primera vez a Schopenhauer. Pero no leo con placer».

«Más allá del principio del placer» consta de siete capítulos que abordaré, a continuación, de modo resumido.

I

El primer capítulo comienza con una exposición de lo que la teoría psicoanalítica afirmaba hasta esos momentos: el curso de los procesos anímicos inconscientes (el «proceso primario») se encontraba regulado de modo automático por el llamado «principio del placer». Dicha teoría relacionaba el placer y el displacer —como sensaciones conscientes ligadas al yo— con la cantidad de excitación que se hallaba presente en la vida anímica, correspondiendo el displacer a una elevación y el placer a una disminución de esa excitación. 

Esta concepción, apoyada en las teorías del psicofisiólogo G. Theodor Fechner, estimaba que el aparato anímico tendía a conservar lo más baja posible, o por lo menos constante, la cantidad de excitación existente en él. Se trataba del principio de constancia (Freud) o la tendencia a la estabilidad (Fechner).  

Como declaración de intenciones de lo que pretende exponer y que, por así decirlo, va a contradecir toda su elaboración anterior anuncia: «Mas fuérzanos ahora que es inexacto hablar de un dominio del principio del placer sobre el curso de los procesos psíquicos. Si tal dominio existiese —razona Freud— la mayor parte de nuestros procesos psíquicos tendría que presentarse acompañada de placer o conducir a él, lo cual queda enérgicamente contradicho por la experiencia general».

II

En el segundo capítulo se ocupa del «oscuro y sombrío tema de las neurosis traumáticas» —los «trastornos de estrés postraumático» actuales— tanto en tiempos de guerra como de paz, resaltando el importante dato clínico de que el factor principal en la formación de dichas neurosis reside en la sorpresa del hecho, es decir en el sobresalto o susto experimentado por el sujeto. Otro dato relevante es que si en el encuentro traumático el sujeto recibe contusiones y heridas, éstas actúan, por así decirlo, en contra de la formación de la neurosis. O sea, que cuanto más ileso salga el sujeto del hecho traumático (accidente, terremoto, combate, etc) más propensión tendrá a desarrollar la neurosis, llegando incluso a aparecer en ocasiones sin que medie violencia mecánica alguna.

El factor principal es el susto. El susto —nos dice— es el estado que nos invade bruscamente cuando se nos presenta un peligro que no esperábamos y para el que no estábamos preparados. El susto se diferencia de la angustia (que es un estado de expectación del peligro y preparación para el mismo, aunque nos sea desconocido) y también se diferencia del miedo, el cual reclama un objeto determinado que nos lo inspire. 

En la vida onírica, en sus sueños, el sujeto afectado de neurosis traumática vuelve una y otra vez a rememorar la situación penosa sufrida. El enfermo se halla, pues, fijado psíquicamente al trauma. Añade que esta fijación al suceso traumático es similar al que se produce en el desencadenamiento de la histeria y nos recuerda que ya Breuer y él, en 1893, habían postulado en un texto conjunto (se refiere a la «comunicación preliminar» de los "Estudios sobre la histeria") que «los histéricos sufren de reminiscencias».

Por otro lado, observa Freud, esta repetición de los sueños penosos en los enfermos afectados de neurosis traumática entra en contradicción, pero solo aparente, con su reiterada afirmación de que los sueños son realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos. Esta contradicción queda salvada recordándonos «las misteriosas tendencias masoquistas del yo». O sea, que, finalmente, los deseos reprimidos se realizan en el sueño puesto que éstos son deseos de carácter masoquista.

A continuación, nos relata el famoso juego de su nieto mayor (Ernst Wolfgang Halberstadt, el hijo mayor de su hija Sophie, nacido en 1914 y que sería el único de los varones de la extensa familia Freud que fue psicoanalista, sobre todo infantil). Este niño, que tenía por entonces año y medio de edad, no lloraba cuando su madre le abandonaba por algún tiempo sino que se afanaba en jugar a tirar lejos de sí, a un rincón del cuarto, bajo la cama o en otros sitios parecidos todos aquellos pequeños objetos de los que podía apoderarse. Mientras los tiraba exclamaba un agudo y largo sonido: o-o-o-o, que a juicio de su madre y de Freud mismo no correspondía a una interjección sino que significaba «fuera» (fort).

Más adelante presenció ese mismo juego más elaborado: el niño tenía un carrete de madera atado a una cuerdecita y no se le ocurría arrastrarlo por el suelo, jugando al coche, sino que, teniéndolo sujeto por el extremo de la cuerda, lo arrojaba con gran habilidad por encima de la barandilla de su cuna, forrada de tela, haciéndolo desaparecer detrás de la misma. Lanzaba entonces su significativo o-o-o-o y tiraba luego de la cuerda hasta sacar el carrete de la cuna, saludando su reaparición con un alegre «aquí» (da).

Freud constata que el niño logró convertir en juego repetitivo un suceso desagradable (la ausencia de su madre) y se pregunta: «¿Cómo, pues, está de acuerdo con el principio del placer el hecho de que el niño repita como un juego el suceso penoso para él?».

III

El capítulo tercero trata sobre la llamada «compulsión de repetición» (Wiederholungszwang) que ya vimos en el capítulo anterior que estaba omnipresente tanto en los sueños de los sujetos afectados de neurosis traumáticas como en los juegos infantiles. Nos dice —cuestión que ya había abordado en su texto de 1914 "Recuerdo, repetición y elaboración"— que esta obsesión de repetición también se manifiesta de modo ostensible durante el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos comunes y constituye una resistencia al adecuado avance del mismo. 

El sujeto repite lo reprimido infantil, en vez de recordarlo, dentro de la transferencia con el psicoanalista, lo que hace que ésta se pueda tornar en una resistencia. Esta resistencia del analizado hacia el conocimiento de su inconsciente no es debida a lo inconsciente mismo sino a su yo coherente o consciente, que opone en este texto al yo inconsciente o reprimido (un adelanto de la división de la instancia del yo en consciente e inconsciente que haría posteriormente, en 1923, en "El yo y el ello").

Afirma Freud que esta compulsión de repetición debe atribuirse a lo reprimido inconsciente. Nos cuenta que hay personas, neuróticas o no, que tiene la impresión de que un destino las persigue, de que una «influencia demoníaca» rige su vida. Para el psicoanálisis —dice— este destino está preparado, en su mayor parte, por la persona misma y se encuentra determinado por las tempranas influencias infantiles. Pone como ejemplos a «los filántropos a los que abandonan todos sus protegidos con enfado al cabo de cierto tiempo de relación, a los hombres en los que toda amistad termina por la traición del amigo, a aquellas otras personas que repiten varias veces en su vida el hecho de elevar como autoridad sobre sí mismas, o públicamente, a otra persona, a la que tras un tiempo derrocan para elegir otra nueva y a amantes cuya relación con las mujeres pasa siempre por las mismas fases y llega al mismo desenlace». «Es el perpetuo retorno de lo mismo» apostilla parafraseando a Nietzsche.

Todos los datos expuestos anteriormente —colige Freud— nos hacen suponer que en la vida anímica existe realmente una obsesión de repetición que va más allá del principio del placer. Y finaliza este capítulo así: «Mas si en la vida anímica existe tal obsesión de repetición, quisiéramos saber algo de ella, a qué función corresponde, bajo qué condiciones puede surgir y en qué relación se halla con el principio del placer, al que hasta ahora habíamos atribuido el dominio sobre el curso de los procesos de excitación en la vida psíquica». 

IV

Comienza el capítulo cuarto con esta afirmación rotunda: «Lo que sigue es pura especulación y a veces harto extremada que el lector aceptará o rechazará según su posición particular en estas materias. Constituye, además, un intento de perseguir y agotar una idea, por curiosidad de ver hasta dónde nos llevará».

Freud nos invita a continuación a representarnos el organismo viviente en su máxima simplificación: una vesícula indiferenciada de sustancia excitable. Este trocito de sustancia viva flota en medio de un mundo exterior cargado de las más fuertes energías y sería destruido con seguridad si no estuviese provisto de un dispositivo protector contra esas excitaciones (Reizschutz) que se encuentra situado en su capa externa, haciendo de envoltura del mismo. De modo que esa vesícula viviente —metáfora biológica freudiana del órgano anímico— está protegida contra las excitaciones que proceden de su exterior pero, por desgracia, no tiene ninguna defensa contra las excitaciones provenientes de su interior que son portadoras de displacer. 

El origen y fundamento del mecanismo psíquico conocido como «proyección» —poseedor de un importante papel en la causación de los procesos patológicos— es debido precisamente a que estas excitaciones interiores que traen consigo un aumento demasiado grande de displacer son tratadas como si actuasen desde fuera y no desde dentro, empleándose los mismos medios de protección contra ellas. Aquellas excitaciones procedentes del exterior que poseen una suficiente energía atraviesan el dispositivo protector y por ello se convierten en traumáticas. «A mi juicio —escribe Freud— puede intentarse considerar la neurosis traumática común como el resultado de una extensa rotura de la protección que defiende al órgano anímico contra las excitaciones».

En este capítulo también somete a discusión el principio kantiano de que el tiempo y el espacio son dos formas necesarias de nuestro pensamiento ya que el psicoanálisis ha descubierto que los procesos anímicos inconscientes se hayan en sí «fuera del tiempo». «Esto quiere decir —asevera Freud— que no pueden ser ordenados temporalmente, que el tiempo no cambia nada en ellos y que no se les puede aplicar la idea del tiempo. Nuestra abstracta idea del tiempo parece más bien basada en el funcionamiento del sistema percepción-consciencia y correspondiente a una autopercepción del mismo».

V

En el quinto capítulo (que, por cierto, es citado por Lacan al menos un par de veces durante su seminario sobre Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis —páginas 57 y 69— que ya hemos estudiado en el ICF) vuelve a insistir sobre esa carencia que tiene el órgano anímico de un dispositivo que lo proteja contra las excitaciones procedentes de su interior y que identifica esta vez con las pulsiones, de las cuales nos dice que «son las representantes de todas las actuaciones de energía procedentes del interior del cuerpo transferidas al aparato psíquico y constituyen el elemento más importante y oscuro de la investigación psicológica».

Dado que los impulsos pulsionales parten del sistema inconsciente, correspondería entonces a las capas superiores del aparato anímico, que hacen a su vez de barrera protectora y se localizan en el sistema percepción-conciencia (P-Cc), el trabajo de ligar esta excitación interna de origen pulsional. Afirma Freud que el fracaso en esta ligadura de las excitaciones internas haría surgir una perturbación análoga a la que se produce en las neurosis traumáticas, donde la excitación procede del exterior.

Tras volver a tratar las manifestaciones que produce la compulsión a la repetición en la vida psíquica (neurosis traumáticas, juegos infantiles, repetición en la transferencia durante el tratamiento psicoanalítico de sucesos reprimidos de la infancia), Freud se pregunta: «¿De qué modo se halla en conexión lo pulsional con la obsesión de repetición?». Y contesta: «Se nos impone la idea de que hemos descubierto la pista de un carácter general no reconocido claramente hasta ahora [...] de las pulsiones y quizá de toda la vida orgánica».

El nuevo concepto de pulsión freudiana sería el de una tendencia propia de lo orgánico vivo a la reconstrucción de un estado anterior que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores. «Esta concepción de la pulsión nos parece extraña —advierte Freud— por habernos acostumbrado a ver en ella el factor que impulsa a la modificación y evolución y tener que reconocer ahora en ella todo lo contrario: la manifestación de la Naturaleza, conservadora de lo animado». Y más adelante: «Nos atrae la idea de perseguir hasta sus últimas consecuencias la hipótesis de que las pulsiones quieren reconstruir algo anterior [...] El fin de la vida tiene que ser un estado antiguo, un estado de partida, que lo animado abandonó alguna vez y hacia lo que tiende por todos los rodeos de la evolución [...] La meta de toda vida es la muerte [...] Lo inanimado era antes que lo animado».

También sostiene en este capítulo que es tan sólo un juicio personal el declarar que un grado evolutivo de las especies vivas es superior a otro y que la Biología nos demuestra que la superevolución en un punto se consigue con frecuencia por regresión de otro y declara que no cree en absoluto, aunque la considera una «benéfica ilusión», que los hombres tengan una pulsión interior de perfeccionamiento que les llevaría algún día hasta el desarrollo del superhombre.

VI

El sexto capítulo es el más largo y el que más dificultoso me ha resultado, desde siempre, de leer y me parece, aunque no puedo en estos momentos confirmarlo, que fue sobre el que Freud realizó las modificaciones y ampliaciones en el invierno y verano de 1920, tras la muerte de Anton von Freund y de su hija Sophie. Voy a resumirlo y no trataré de la cópula rejuvenecedora ("amphimixis") que practican los protozoarios porque superaría el tiempo que tengo estipulado para mi exposición.

Comienza dicho capítulo constatando la falta de acuerdo que reinaba entre los biólogos sobre la cuestión de la muerte natural y cita la «magna concepción» de su antiguo amigo Wilhem Fliess, según la cual todos los fenómenos vitales de los organismos, y por tanto también la muerte, se hallan en relación con determinados plazos. Tras rechazarla por considerarla una «fórmula rígida», se adentra en las teorías del biólogo y zoólogo alemán August Weismann (muy conocido entonces por enfrentarse a la teoría evolucionista de J.-B. Lamarck que postulaba que los hijos heredaban los caracteres adquiridos de los padres) por creerlas más acordes con lo que él pretende exponer.

A. Weismann consideraba que morfológicamente se reconocían en la sustancia viva dos componentes: uno destinado a la muerte (el somatoplasma) y otro componente inmortal constituido por el plasma germinativo (el germinoplasma), el cual servía a la conservación de la especie, a la procreación. Este plasma germinativo sólo muere cuando la especie se extingue. Pero esto sólo sucede en los organismos pluricelulares —es decir, a partir de los metazoarios— porque en los organismos unicelulares son el individuo y la célula procreativa, a la vez, una sola y misma cosa. Estos organismos son, pues, potencialmente inmortales. 

También cita Freud la observación por parte de un americano llamado Woodruff (creo que se refiere al biólogo Lorandes Loss Woodruff) de un infusorio que se reproducía por escisiparidad (que es un modo de reproducción asexuada en la cual se lleva a cabo una escisión o fragmentación del individuo progenitor en dos o más partes). Cada vez que el infusorio se reproducía, el americano cogía uno de los organismos resultantes y lo sumergía en agua nueva; así llegó hasta la generación 3.029 comprobando que el último descendiente del primer infusorio poseía igual vitalidad que éste y no mostraba ninguna señal de vejez o degeneración. Así es que, señala Freud, sólo fue con la aparición de los organismos multicelulares, compuestos de soma y plasma germinativo, o sea, sexuados, cuando se hizo posible y adecuada la muerte.

Las células germinativas mismas se conducen de modo «narcisista», o, en otros términos, precisan toda su libido para sí y no revisten ningún objeto. Y añade:«Quizá se deba considerar también como narcisista, en el mismo sentido, a las células de las neoformaciones malignas que destruyen el organismo. La Patología se inclina a aceptar el innatismo de los gérmenes de tales formaciones y a conceder a las mismas cualidades embrionales» (el último párrafo agregado en 1921). Ésta me parece que es una genial intuición freudiana en el campo de la Biología, pues, efectivamente, según estudios científicos recientes las células cancerosas no poseen lo que se ha denominado «muerte programada» o apoptosis; son células jóvenes («embrionales» dice Freud) y potencialmente inmortales que sólo mueren cuando matan al conjunto de las otras células del organismo dentro del cual se reproducen.

Por otro lado y sin que quiera relacionarlo, sólo apuntarlo, en 1921 Freud ya tenía consigo una «neoformación maligna» bucal que finalmente le conduciría a la muerte. Aunque fue intervenido quirúrgicamente por primera vez de ella en abril de 1923, se sabe que ya a fines de 1917 había advertido que tenía una tumefacción dolorosa en el paladar que le fue creciendo, con ciertas remisiones, hasta que decidió consultar con su médico personal de entonces, Felix Deutsch, porque su crecimiento era ya demasiado grande y persistente. 

Tras  citar a Schopenhauer —«pensador para el cual la muerte es el verdadero resultado y, por tanto, el objeto de la vida y, en cambio, la pulsión sexual la encarnación de la voluntad de vivir»—, nos revela que él ha llegado a distinguir dos especies de pulsiones: unas que quieren llevar la vida a la muerte (pulsiones de muerte) y otras que aspiran de continuo a la renovación de la vida (las pulsiones sexuales). «De este modo —afirma Freud— la libido de nuestras pulsiones sexuales coincidiría con el “eros” de los poetas y filósofos, que mantienen unido todo lo animado».

Prosigue repasando sus desarrollos teóricos anteriores acerca de las pulsiones (con la distinción que realizó entre las pulsiones del yo y las pulsiones sexuales y, más adelante, entre las pulsiones del yo y las pulsiones de objeto) y se reafirma en su dualismo libidinal en contra del monismo junguiano. Escribe: «Nuestra concepción era dualista desde un principio y lo es ahora más desde que denominamos las antítesis, no ya pulsiones del yo y pulsiones sexuales, sino pulsiones de vida y pulsiones de muerte. La teoría de la libido, de Jung, es, en cambio, monista».

Más adelante rinde homenaje, citándolas, a dos mujeres psicoanalistas. De Sabina Spielrein, muy de actualidad —también Freud y Jung— gracias a la película «Un método peligroso», del cineasta canadiense David Cronemberg, dice: «En un trabajo muy rico en ideas, aunque para mí no del todo transparente, emprende Sabina Spielrein una parte de esta investigación y califica de 'destructores' a los componentes sádicos de la pulsión sexual».

La otra cita hace referencia a la psicoanalista inglesa Bárbara Low: «El haber reconocido la tendencia dominante de la vida psíquica, y quizá también de la vida nerviosa —nótese aquí la diferenciación que hace Freud entre la “vida psíquica” y la “vida nerviosa”—, la aspiración a aminorar, mantener constante o hacer cesar la tensión de las excitaciones internas (el principio de nirvana, según expresión de Bárbara Low), tal y como dicha aspiración se manifiesta en el principio del placer, es uno de los más importantes motivos para creer en la existencia de pulsiones de muerte». 

Es cuando menos curioso que no aluda directamente a Schopenhauer como autor del concepto del «principio del nirvana» que, a su vez, tomó del budismo y en su lugar cite a Bárbara Low, quien, por así decirlo, lo copió de él. Imagino que debió pensar que con una sola cita, la que anteriormente comenté, Arthur Schopenhauer (recuérdese la carta a Lou Andreas-Salomé) ya tenía un suficiente espacio en el texto que estaba alumbrando.

Finalizo el comentario de este capítulo con algunas palabras de reflexión crítica que hace el mismo Freud sobre lo que está escribiendo: «Se me pudiera preguntar si yo mismo estoy, y hasta qué punto, convencido de la viabilidad de estas hipótesis. Mi respuesta sería que ni abrigo una entera convicción de su certeza ni trato de inspirar a nadie. O mejor dicho: no sé hasta qué punto creo en ellas. Me parece que el factor afectivo de la convicción no debe ser aquí tenido en cuenta. Podemos muy bien entregarnos a una reflexión y seguirla para ver hasta dónde nos conduce exclusivamente por una curiosidad científica [...] No niego que el tercer paso que aquí doy en la teoría de las pulsiones no puede aspirar a la misma seguridad que los dos que le precedieron: la extensión del concepto de sexualidad y el establecimiento del narcisismo».

VII

El séptimo y último capítulo es el más breve y comienza de este modo: «Si realmente es un carácter general de las pulsiones el querer reconstituir un estado anterior, no tenemos por qué maravillarnos de que en la vida anímica tengan lugar tantos procesos independientemente del principio del placer [...] Pero todo esto que escapa aún al principio del placer no tendrá que ser necesariamente contrario a él».

Más adelante, separando lo que es una función de lo que es una tendencia, dirá que «el principio del placer será entonces una tendencia que estará al servicio de una función encargada de despojar de excitaciones el aparato anímico, mantener en él constante el montante de la excitación o conservarlo lo más bajo posible [...] observamos que la función así determinada tomaría parte en la aspiración más general de todo lo animado, la de retornar a la quietud del mundo inorgánico».

También nos indica que las pulsiones de vida son las que con mayor facilidad registramos porque se nos aparecen como perturbadoras y traen consigo tensiones cuya descarga es sentida como placer; sin embargo, las pulsiones de muerte parecen efectuar de modo silencioso su labor. Y se despide así: «Debemos ser pacientes y esperar la aparición de nuevos medios y motivos de investigación, pero permaneciendo siempre dispuestos a abandonar, en el momento que veamos que no conduce a nada útil, el camino seguido durante algún tiempo. Tan sólo aquellos crédulos que piden a la ciencia un sustitutivo del abandonado catecismo (los que en la actualidad llamamos 'cientificistas') podrán reprochar al investigador el desarrollo o modificación de sus opiniones. Por lo demás, dejemos que un poeta nos consuele de los lentos progresos de nuestro conocimiento científico: Si no se puede avanzar volando, bueno es progresar cojeando, pues está escrito que no es pecado el cojear».

*** Comentario del texto de Sigmund Freud «Más allá del principio del placer» por invitación del Seminario del Instituto del Campo Freudiano de Castilla y León (ICF-CyL), leído el 17 de diciembre de 2011 en la Sede de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) de Castilla y León.